Me llevo a una gran sala, entre hileras de coches. Relucian como si fueran realmente nuevos.
— Como es natural — observo el vendedor —, no pueden compararse con el glider. Pero hoy dia el coche ya no es un medio de locomocion.
«Pues ?que es?», quise preguntar, pero calle.
— Esta bien — dije —. ?Cuanto cuesta este? — y senale una limusina azul palido con faros plateados y muy hundidos.
— Cuatrocientos ochenta iten.
— Pero me gustaria que me lo entregasen en Klavestra — dije —. He alquilado una villa alli. En la agencia de viajes de esta misma calle pueden darle la direccion exacta…
— Muy bien, senor. Podemos enviarlo con el ulder, con portes pagados.
— ?Ah, si? Yo mismo debo ir en un ulder…
— Entonces digame la fecha y lo llevaremos a su ulder. Sera lo mas sencillo. A menos que usted prefiera…
— No, no. Lo haremos como usted ha dicho.
Pague el coche — ya me entendia muy bien con el kalster — y sali de la tienda de antiguedades. Alli se olia por doquier a laca y goma. Estos olores me parecian magnificos.
Con la ropa no me fue tan bien. Ya no existia casi nada de las prendas que yo conocia.
Aclare tambien el misterio de las enigmaticas botellas de los armarios del hotel, rotuladas ALBORNOCES. No solo estos, sino trajes, calcetines, chaquetas de punto, ropa interior: todo se rociaba. Comprendi que esto debia de gustar a las mujeres: manejar unos frascos llenos de un liquido que inmediatamente se solidificaba en tejidos de estructura lisa c tosca: terciopelo, piel o metal elastico. De este modo creaban un nuevo modelo para cada ocasion. Naturalmente, esto no lo hacian todas las mujeres por si mismas; habia salones especiales de plastificacion (?asi que este era el trabajo de Nais!). Por otra parte, esta moda tan cenida no me atraia demasiado; solo el proceso de vestirse con ayuda de las botellas se me antojaba inutilmente trabajoso. Habia muy pocas prendas confeccionadas, y no eran de mi tamano; incluso la medida mayor era cuatro tallas demasiado pequena para mi estatura. Al final me decidi por ropa blanca de botella, pues observe que mi camisa no resistiria mucho tiempo.
Por supuesto que podia recuperar del Prometeo el resto de mi ropa, pero alli tampoco tenia trajes ni camisas blancas; con tales prendas no habria podido hacer gran cosa en la constelacion de Fomalhaut. Por lo tanto, compre algunos pares de pantalones que parecian de dril para trabajar en el jardin, ya que solo estos eran relativamente anchos y podian alargarle; pague por todo ello un ?ten, que era el precio de los pantalones; el resto era gratis.
Lo hice enviar todo al hotel y, por pura curiosidad, me deje convencer para una visita al salon de modas. Alli me recibio un tipo con cara de artista, que me miro y coincidio conmigo en que yo debia llevar cosas mas bien anchas; observe que no estaba muy encantado conmigo. Yo tampoco lo estaba con el. El asunto termino con unas chaquetas de punto, que me arreglo alli mismo. Me hizo levantar los brazos y dio vueltas a mi alrededor, operando con cuatro frascos a la vez. El liquido — en el aire, blanco como la espuma — se secaba casi inmediatamente. Asi surgieron chaquetas de diversos colores, una con rayas negras y rojas en el pecho; observe que lo mas dificil era confeccionar las mangas y el cuello, para lo que se necesitaba verdadera practica.
Enriquecido con esta experiencia, que por otra parte no me costo nada, volvi a encontrarme en la calle, bajo el sol de mediodia. Se veian menos glider, pero en cambio sobre los tejados volaba una gran cantidad de vehiculos que parecian cigarros. La multitud descendia a los pisos inferiores por las escaleras automaticas. Todos tenian prisa, solo yo disponia de tiempo. Durante una hora me calente al sol bajo un rododendro salpicado de hojas ya muertas, y entonces volvi al hotel.
En el vestibulo me procure una pequena maquina de afeitar. Cuando empece a afeitarme en el cuarto de bano, observe que debia inclinarme un poco para verme en el espejo, y recordaba que antes me habia mirado manteniendome tieso. La diferencia era minima: pero hacia un momento, al quitarme la camisa, habia observado algo singular: la camisa parecia haberse acortado, como si se hubiera encogido. Me mire con mas atencion. Las mangas y el cuello no habian cambiado. Deje la camisa sobre la mesa; su aspecto era el mismo de antes.
Sin embargo, cuando me la puse, apenas me llegaba hasta la cintura. Era yo quien habia cambiado, no la camisa. «De modo que he crecido.» Esta idea era absurda, pero no dejo de inquietarme. Llame al infor del hotel y pedi la direccion de un medico, de un especialista en medicina espacial. Mientras me fuera posible, no queria recurrir al ADAPT. Tras un silencio, como si el automata del telefono tuviera alguna duda, oi la direccion. El medico vivia en la misma calle, a unas manzanas de distancia.
Fui a verle. Un robot me condujo a una gran habitacion sumida en la penumbra. No habia nadie mas que yo.
El medico entro al cabo de un rato. Parecia salido de una foto de familia del estudio de mi padre. Era bajo, pero no delgado, canoso, y llevaba una pequena barba blanca y gafas de montura de oro, las primeras gafas que veia en un rostro humano despues de mi aterrizaje. Se llamaba doctor Juffon.
— ?Hal Bregg? — pregunto —. ?Es usted?
— Si.
Guardo silencio y me miro largo rato.
— ?Que le duele?
— En realidad nada, doctor, solo que… — y le conte mis singulares observaciones.
Sin decir una palabra, me abrio una puerta. Entre en un pequeno consultorio.
— Desnudese, por favor.
— ?Del todo? — pregunte cuando solo conservaba los pantalones.
— Si.
Contemplo mi desnudez.
— Ya no hay hombres semejantes — murmuro para su coleto. Me escucho el corazon, colocando sobre mi pecho un frie auricular.
«Asi seguira siendo dentro de mil anos», pense, y esta idea me causo un pequeno placer.
Midio mi estatura y despues me hizo echar. Miro con mucha atencion la cicatriz que tengo bajo la clavicula derecha, pero no dijo nada. Me examino durante casi una hora.
Reflejos, capacidad pulmonar, electrocardiograma; todo. Mientras yo me vestia, se sento ante un pequeno escritorio negro. El cajon que abrio para hurgar en el, rechino. Despues de todos aquellos muebles que se movian como poseidos en torno a las personas, este antiguo escritorio me gusto mucho.
— ?Cuantos anos tiene?
Le explique mis circunstancias a este respecto.
— Tiene el organismo de un hombre de treinta anos — comento —. ?Ha hibernado?
— Si.
— ?Mucho tiempo?
— Un ano.
— ?Por que?
— Volvimos con una presion reforzada. Tuvimos que echarnos en el agua. Amortizacion, doctor, ya sabe. Y como resulta muy antipatico pasar todo un ano tendido en el agua y despierto…
— Claro. Pensaba que habia hibernado mas tiempo. Puede deducir tranquilamente este ano.
No tiene cuarenta, sino treinta y nueve.
— Y… ?lo otro?
— No es nada, Bregg. ?Cuanta tuvieron?
— ?Aceleracion? Dos g.
— Ya. Usted ha pensado que seguia creciendo, ?verdad? No, no esta creciendo. Muy sencillo: son los discos. ?Sabe que son?
— Si, unos cartilagos de la columna vertebral.
— Exacto. Ahora que ha salido de esa presion, se relajan. ?Cuanto mide?
— Cuando despegue media un metro noventa y' siete.
— ?Y despues?
— No tengo ni idea. No me medi; tenia otras ocupaciones.
— Ahora mide dos metros y dos centimetros.