pasado. Se trataba del triunfo sobre la gravitacion. Incluso se habia llamado a dicha epoca el «siglo de la parastatica». Mi generacion sonaba con dominar la gravitacion, esperando que significara una transformacion total de la astronautica. La realidad fue distinta: la transformacion tuvo lugar, pero afecto sobre todo a la Tierra.
Uno de los horrores de mi tiempo era el problema de la «muerte en tiempos de paz», causado por los accidentes de trafico. Todavia recuerdo que los cerebros mas preclaros se esforzaban por reducir las estadisticas siempre en ascenso de los accidentes mediante la disminucion del trafico en las calles y carreteras continuamente atestadas. Cientos de miles de personas perdian anualmente la vida en accidentes de circulacion; el problema parecia tan insoluble como el de la cuadratura del circulo. «No existe una garantia de seguridad para el peaton — se decia-; el mejor avion, el coche o el tren mas resistente puede escapar al control humano; los automatas son mas seguros que el hombre, pero tambien ellos sufren averias; asi pues, incluso la tecnica mas perfeccionada tiene cierto limite de tolerancia, un tanto por ciento de errores.» La parastatica, la ciencia de la gravitacion, introdujo una solucion tan inesperada como necesaria. El mundo de los betrizados tenia que ser un mundo de total seguridad: de lo contrario, la perfeccion biologica de esta intervencion no habria servido de nada. Roemer tenia razon. La esencia de este descubrimiento solo podia expresarse a traves de las matematicas; de unas matematicas infernales, anadiria yo. Emil Mitke, hijo de un funcionario de Correos, un genio lisiado, dio con una solucion general, valida «para todos los universos posibles», que hacia con la teoria de la relatividad lo mismo que hiciera Einstein con la teoria de Newton. Era una historia larga, extraordinaria e inverosimil como todas las historias verdaderas, una mezcla de cosas insignificantes e importantes, de la ridiculez humana con la grandeza humana, que al final, al cabo de cuarenta anos, culmino con la aparicion de la «cajita negra».
Todo vehiculo, todo barco y todo avion tenia que poseer imprescindiblemente esta cajita negra: garantizaba — como Mitke observo bromeando en el ocaso de su vida — la salvacion en este mundo; en una situacion de peligro — la caida de un avion, el choque de automoviles o trenes, en suma, cualquier catastrofe — liberaba una carga de «anticampo gravitacional», que al formarse y entrar en contacto con la inercia producida por el choque (dicho en terminos generales, una deceleracion repentina, una perdida de velocidad), daba un cero como resultado final. Este cero matematico era una realidad absoluta: absorbia todo el choque, toda la energia del accidente, y de este modo no solo salvaba a los pasajeros del vehiculo, sino tambien a aquellos a quienes hubiese atropellado su incontrolada masa.
Habia «cajitas negras» por doquier: incluso en gruas, ascensores, cinturones de paracaidas, transatlanticos y bicicletas. La sencillez de su construccion era tan asombrosa como complicada la teoria de su origen.
La manana ya tenia de rojo las paredes de mi habitacion cuando cai extenuado sobre la cama, consciente de haber conocido la mayor revolucion de la epoca, despues de la betrizacion, ocurrida durante mi ausencia de la Tierra.
Me desperto el robot, que entro con el desayuno. Era casi la una. Me sente en la cama y me asegure de que tenia bajo la mano el libro de Starck que la noche anterior dejara a un lado:
Problematica de los vuelos estelares.
— Debe usted cenar, senor Bregg — me reprocho el robot —, pues de lo contrario perdera las fuerzas.
Tampoco es recomendable leer hasta que amanece. Los medicos lo desaconsejan, ?sabe?
— Si, pero ?como lo sabes tu? — pregunte.
— Es mi deber, senor Bregg.
Me alargo la bandeja.
— Intentare corregirme — observe.
— Espero que no haya interpretado mal una atencion que no queria ser inoportuna — contesto.
— Claro que no — dije. Removi el cafe, note como los terrones de azucar se disolvian bajo la cucharilla y un asombro tan sereno como intenso me invadio; no solo porque estaba realmente en la Tierra, porque habia vuelto, no solo por el recuerdo de la lectura nocturna, que todavia rumoreaba y fermentaba en mi cabeza, sino tambien por el sencillo hecho de estar sentado en la cama, de que mi corazon latiera, de estar vivo.
Me habria gustado hacer algo en honor de este descubrimiento, pero, como de costumbre, no se me ocurrio ninguna idea sensata.
— Escucha — dije al robot —, quiero pedirte una cosa.
— Siempre a su servicio.
— ?Tienes tiempo? Entonces tocame otra vez la misma melodia de ayer, ?quieres?
— Con mucho gusto — repuso, y al son de las alegres notas, apure el cafe en tres grandes sorbos. En cuanto el robot se hubo ido, me puse el banador y corri hacia la piscina.
Realmente no se por que tenia siempre tanta prisa. Algo me impulsaba, como un presentimiento de que esta tranquilidad mia — inmerecida e inverosimil — pronto llegaria a su fin. Esta prisa constante me hizo cruzar el jardin y trepar a la palanca en un par de zancadas y sin mirar ni una sola vez a mi alrededor. Cuando ya me daba impulso, vi dos personas saliendo de detras de la casa; por motivos evidentes, no podia observarlos desde mas cerca.
Ejecute un salto — no el mejor — y toque el fondo. Abri los ojos. El agua era como un cristal tembloroso, verde, las sombras de las olas bailaban sobre el fondo iluminado por el sol.
Nade bajo el agua hasta la escalerilla, y cuando sali del agua ya no habia nadie en el jardin.
Pero mis ojos bien entrenados habian fijado en su retina, a medio vuelo, la imagen invertida durante una fraccion de segundo de un hombre y una mujer. De modo que ya tenia vecinos.
Dude entre dar o no otra vuelta a la piscina, pero Starck salio victorioso. La introduccion de este libro — donde hablaba de los vuelos a las estrellas, a los que calificaba de un error de juventud — me habia encolerizado tanto que a punto estuve de cerrarlo con la determinacion de no volver a mirarlo. Pero consegui dominarme. Subi, me cambie y al bajar vi sobre la mesa del vestibulo una sopera llena de frutas de color rosa palido, que recordaban un poco a las peras. Llene de ellas los bolsillos de mis pantalones, encontre un lugar apartado, protegido en tres lados por setos de jardin, trepe a un viejo manzano, busque una rama apropiada para mi peso y empece alli mismo el estudio de aquella oracion funebre al trabajo de mi vida.
Al cabo de una hora ya no me sentia tan seguro. Los argumentos de Starck eran muy dificiles de refutar. Se basaba en los escasos datos procedentes de las dos primeras expediciones, que habian precedido a las nuestras; nosotros las llamabamos «pinchazos», ya que solo eran sondeos a una distancia de algunos anos luz. Starck hizo tablas estadisticas de la probable diseminacion, o, dicho de otro modo, «densidad de poblacion» de toda la galaxia.
Calculo que la probabilidad de encontrar seres inteligentes era de uno a veinte. En otras palabras: por cada veinte expediciones — dentro de los limites de mil anos luz —, solo una tenia la posibilidad de descubrir un planeta habitado. Pero este resultado — aunque sonaba mas bien pobre — parecia a Starck bastante interesante; el plan de los contactos cosmicos no se desmoronaba, en su analisis, hasta la segunda parte de la argumentacion.
Me irrite bastante al leer lo que escribia este autor desconocido para mi acerca de expediciones como la nuestra, es decir, las emprendidas antes del descubrimiento del efecto de Mitke y los inventos parastaticos: las consideraba absurdas. Sin embargo, gracias a el lei ahora por primera vez que — al menos en principio — es posible la construccion de una nave que pueda desarrollar una aceleracion de. e incluso de. g. La tripulacion de una nave semejante no notaria la aceleracion ni el frenado: en las cubiertas habria una gravedad constante, igual a la de la Tierra. Asi pues, Starck confesaba que eran posibles los vuelos a las fronteras galacticas, incluso a otras galaxias — la transgalaxodromia con la que tanto habia sonado Olaf —, y ello dentro de pocos anos. A una velocidad que seria solamente una minuscula fraccion menor que la de la luz, la tripulacion habria envejecido apenas unos meses cuando regresara a la Tierra despues de volar hasta el centro de la metagalaxia.
Sin embargo, en la Tierra habrian pasado mientras tanto no cientos, sino millones de anos.
La civilizacion hallada por los astronautas a su regreso ya no podria acogerles; un hombre de Neandertal se habria acostumbrado con mas facilidad a nuestro modo de vida.
Pero esto no era todo. No se trataba de la suerte de un grupo de hombres. A traves de ellos la humanidad formulaba preguntas que debian ser contestadas por sus enviados. Si sus respuestas estaban relacionadas con el grado de desarrollo de la civilizacion, la humanidad tenia que conocerlas antes de su regreso, ya que entre las preguntas y la llegada de la contestacion habrian pasado millones de anos.
Pero tampoco esto era todo. La contestacion ya no tenia actualidad, no servia de nada, puesto que traia noticias del estado de otra civilizacion, extra-galactica, que databan del tiempo de su llegada a otra galaxia. Pero aquel mundo no se habia detenido durante su regreso, sino que habia avanzado uno, dos o tres millones de anos. De este modo, las preguntas y respuestas se cruzaban en zigzag, llevaban un retraso de centenares de siglos, los