– No, senor. Se equivoca usted. Iba a preguntarle si tenia usted a Breslow en su nomina y con que cantidad para sentarlo en mis cuentas.
– ?No sabe usted nada de esto?
– No. ?Y usted?
– Telefonee al senor Breslow.
No era cosa tan sencilla. Todo lo que sabiamos de Breslow era que fabricaba papel en Denver y que, tras haber venido a Nueva York para la reunion de la A.I.N., se habia quedado, en calidad de miembro del comite ejecutivo, para ayudar a la Corporacion en aquel trance. Sabia yo que Frank Thomas Erskine residia en el Churchill, y trate de encontrarle, pero sin fruto. El telefono de Hattie Harding no respondio. Volvi a probar fortuna con Lon Cohen, en la «Gazette», que es por donde debia haber empezado, y el me dio las senas de Breslow. En tres minutos pude comunicar con el y le pase la conexion a Wolfe, no sin dejar yo de escuchar la conversacion. Por telefono sonaba igual que su rostro, roja de ira.
– Diga, Wolfe… ?Ha conseguido usted algo? Diga, diga…
– Tengo que preguntarle una cosa…
– ?Si? ?De que se trata?
– Ahora voy a decirselo. Por esta razon he hecho que el senor Goodwin averiguase su numero y le llamase, para que usted pudiese estar en un extremo del telefono y yo en el otro y de esta forma pudiera yo hacerle la pregunta que le voy a hacer. Digame cuando estara dispuesto para que se la formule.
– ?Ya lo estoy, maldita sea! ?De que se trata?
– Bueno. Ahi va. En cuanto al telegrama que me envio usted…
– ?Telegrama? ?Que telegrama? No le he mandado a usted ningun telegrama.
– ?No tiene usted noticia de el?
– No. En absoluto. ?Que…?
– Entonces sera una equivocacion. Deben haber tomado mal el nombre. Ya me lo figuraba. Estaba esperando un telegrama de un senor que se llama Breslow. Perdone usted, senor, que le haya molestado. Adios.
Breslow trato de prolongar la agonia, pero nos libramos de el.
– De esta forma -observe- resulta que el no lo ha mandado. Si lo hizo y no quiere que lo sepamos, ?por que firmaria con su nombre?
– Probablemente se tratara de alguien que querra confundirnos, pero no podemos pasarlo por alto. -Echo una ojeada al reloj, que senalaba las nueve y tres minutos-. Mire si esta en casa el senor O’Neill. Preguntele… No. Dejeme hablarle.
Miramos el numero de la residencia de O’Neill en Park Avenue y le puse en comunicacion con Wolfe. Este le dio cuenta de la peticion de Adamson, que era el abogado de la A.I.N., y le aburrio con una larga disertacion sobre lo poco aconsejable que era formular informes escritos. O’Neill dijo que le importaban un pito los informes escritos o por escribir, y se despidieron muy amistosamente.
Wolfe medito un momento, y luego dijo:
– No. Lo dejaremos por esta noche. Mejor sera que se pegue usted a el por la manana cuando salga de casa. Si nos decidimos a continuar teniendole vigilado, ya llamaremos a Orrie Cather.
Capitulo XIII
El seguir a una persona a solas en Nueva York es empresa que puede adoptar las formas mas imprevisibles. Puede uno agotarse fisica y mentalmente en un esfuerzo de diez horas por mantenerse pegado a los talones del perseguido, valiendose de todos los procedimientos imaginables, y perder luego la pista por cualquier fallo trivial que nadie hubiera podido prever. Tambien se puede perder el rastro al cabo de cinco minutos, sobre todo si el objeto del seguimiento se da cuenta de este. Y tambien dentro del plazo de los cinco primeros minutos es posible que el seguido se instale en un sillon, en una oficina, en un cuarto de hotel y se pase alli el dia entero sin preocuparse ni poco ni mucho de lo que uno se aburre en la espera.
Asi, pues, nunca se sabe lo que resultara de tal; empresa; Lo que yo me prometia era una jornada infructuosa, puesto que se daba el caso de que aquel dia era domingo. Pocos minutos despues de las ocho de la manana, me instale en un taxi que, situado en direccion a la ciudad, se detuvo a la altura del numero 70 de Park Avenue, a cincuenta pasos al norte de la puerta de la casa de O’Neill. Me hubiera apostado cualquier cosa a que al cabo de seis o doce horas seguirla alli, aun cuan do no despreciaba la posibilidad de que a las once nos fuesemos a una iglesia o a las dos a almorzar. Ni siquiera podia leer tranquilo el periodico dominical, porque estaba obligado a tener la vista fija en aquella puerta. El taxista era mi viejo colaborador Herb Aronson, pero como no conocia a O’Neill no podia servirme de nada. A medida que fue pasando el tiempo, nos dedicamos a discutir diversos temas y el me leyo en voz alta el «Times».
A las diez decidimos establecer una apuesta. Cada uno de nosotros escribiria en un pedazo de papel el tiempo que en su opinion tardaria nuestro hombre en aparecer; el que se equivocase mas; pagaria al otro un centavo por cada minuto que se apartase de la hora de la aparicion. Herb estaba entregandome un pedazo de papel que acababa de arrancar del «Times» para que yo escribiese mi apuesta, cuando vi a Don O’Neill aparecer en la acera.
– Ahorrelo para la proxima vez. Este es el hombre.
El portero de O’Neill nos conocia ya de memoria a aquellas horas. Previamente habia llamado a Herb en nombre de un cliente, y el taxista habia rehusado. O’Neill nos miro y yo oculte la cara en una esquina para que no pudiera estar seguro de si me veia bien a aquella distancia. Luego le pregunto algo al portero y este movio negativamente la cabeza. Herb me dijo por un colmillo:
– Nuestra estrategia no puede ser peor. Tomara un taxi, le seguiremos y cuando vuelva a casa el portero le dira que le han seguido.
– ?Que quiere usted que haga, pues? -le dije-. ?Disfrazarme de florista y ponerme a vender asfodelos en la esquina? La proxima vez le encargare a usted de planear la operacion. Este proyecto de la persecucion ha sido una broma desde el primer momento. Ponga en marcha el motor. De una forma u otra, O’Neill no volvera nunca a casa. Antes de que acabe el dia le habremos detenido por asesinato. ?Pone usted el coche en marcha o no? El ya ha encontrado uno.
El portero habia estado tocando el pito y un taxi que bajaba se habia detenido. El portero abrio el coche y O’Neill entro en el y el taxi empezo a alejarse. Asi lo hizo tambien Herb y nos pusimos en movimiento.
– ?Que fracaso! -gruno Herb-. ?Por que no le rebasamos y le preguntamos adonde se dirige?
– O’Neill no tiene razon alguna para sospechar que le vamos siguiendo, a menos que le hayan puesto sobre aviso y en tal caso no habra ya nada que le tranquilice y estaremos perdidos. Retrasese un poco mas. Lo bastante para que no nos pueda separar ninguna luz de trafico.
Herb lo hizo asi y se ocupo en sortear las senales de circulacion como si en ello le fuera la vida. Con el debil trafico de aquella manana de domingo, solo tropezamos con dos antes de llegar a la calle 46, donde el coche de O’Neill torcio hacia la izquierda. Una manzana despues, en la avenida Lexington, se volvio hacia la derecha y al cabo de un minuto se detuvo en la entrada de la estacion Grand Central. Nosotros estabamos separados del suyo por dos coches. Herb giro hacia la derecha y freno. Yo sali, protegido por un coche de los parados.
– ?No se lo dije? Ha soltado el coche. Espereme en el patio.
Apenas hubo pagado O’Neill al taxista y cruzo la acera, yo sali de mi abrigo. Seguia poniendo pocas esperanzas en mi persecucion y lo que me parecia mas verosimil en aquel momento es que tuviera que seguirle hasta Greenwich y participar en una excursion campestre, de esas donde se bebe un poco y se juega al
Aun desde la distancia a que yo permanecia, cosa de unos diez metros, aquel objeto tenia aspecto de ser interesante. Era una cajita rectangular de cuero. O’Neill la cogio y salio con ella. En aquel momento yo tenia menos