CAPITULO XII
«El persa creyo que la oportunidad de mantener un combate singular era un regalo de los dioses. Confiaba en que, gracias a su coraje personal, Asia se liberaria de la terrible amenaza y que detendria la renombrada audacia de Alejandro.»
Diodoro Siculo,
A lo largo y ancho del valle del Granico, los campesinos y pastores hablaron durante anos de la gran carniceria, la sangrienta batalla que se libro mientras la nube de polvo se extendia sobre los campos de girasoles y trigo y la brisa del rio aportaba el primer frescor del dia que se acababa. Durante las decadas posteriores, sus hijos buscaron armas: dagas, espadas, escudos y lanzas. De vez en cuando, los mas afortunados encontraban un alhaja, una daga con incrustaciones de oro, un anillo o alguna piedra preciosa que habia decorado las hermosas prendas que habian vestido los comandantes y los satrapas persas. Durante muchos dias despues de la batalla, hermosos caballos vagaron por los valles en busca de sus amos, mientras los halcones y los buitres y los carroneros de los bosques se llenaban los buches y las barrigas con la carne de los cadaveres. Los pobladores de los valles asentian sabiamente. Habian sido testigos de todo desde el comienzo: los miles y miles de jinetes persas que bajaban de las colinas entre los bosques de abetos, robles, alamos y cipreses. Las tropas del rey de reyes que iban a enfrentarse a Alejandro, una imponente vision con sus capas bordadas con hilo de oro, las corazas tejidas con escamas de hierro, los pantalones bombachos de seda roja y verdes con las perneras metidas en las botas de tafilete de cana alta hasta las rodillas, los yelmos de hierro con largos penachos que les protegian las cabezas. Los bellos jovenes, los hijos de los medos, con los rostros maquillados, con puntiagudos gorros de fieltro con orejeras y un barboquejo que les resguardaba los labios y la nariz de las nubes de polvo y las hordas de tabanos y moscas. En la cintura, llevaban los cinturones con tachones de plata que sujetaban las dagas y las cimitarras, mientras que, en una mano, sujetaban las rodelas adornadas con todos los colores del arco iris y, en la otra, las jabalinas con las puntas con lenguetas, afiladas al maximo para atravesar la carne de los barbaros llegados de Macedonia.
La caballeria avanzaba sin prisas, con las riendas flojas, en caballos de todos los pelajes y razas, enjaezados con lujosos arneses y preciosas mantas. Procedian de todas las provincias del imperio: los persas de piel clara de occidente cabalgaban junto a los morenos jinetes con turbantes de las fabulosas tierras del Hindu Kush. Detras de la caballeria, marchaban los mercenarios griegos, con las cabezas afeitadas, las barbas y los bigotes recortados, los rostros atezados por el sol. Caminaban a buen paso, vestidos con tunicas y calzados con recias botas, y escoltados por los carros que transportaban las armaduras, los arneses, las espadas, las lanzas y los escudos. Su lider Memnon cabalgaba en la vanguardia con los principes persas, pero el comandante de brigada Omerta, con el rostro enjuto marcado por mil cicatrices, caminaba con ellos. Los mercenarios estaban de buen humor. Bien pagados y mejor provistos, cada hombre cargaba su propio mochila. Los senores persas tambien habian cargado los carros de provisiones con el mejor pan, las mas tiernas carnes y los mejores vinos y cervezas de su pais. Todos y cada uno de ellos habia recibido ya un punado de daraicas de oro y les habian prometido mas cuando se acabara la batalla. Los mercenarios marchaban al unisono: falanges de ocho hombres de frente y dieciseis de fondo, con un espacio entre cada batallon. Los cornetas caminaban en los flancos, los exploradores iban adelantados, dispuestos a dar la voz de alarma ante la posibilidad de un ataque por sorpresa. Los oficiales de los mercenarios les habian informado de que los macedonios estaban desorientados, confusos y mal aprovisionados. Memnon, Omerta y los demas comandantes nada habian dicho de su cada vez mayor inquietud, de la profunda desconfianza de que eran objeto por parte de los generales persas, de las acaloradas discusiones sobre cual seria su lugar, su posicion y su funcion en la linea de combate persa.
Memnon cabalgaba con Arsites. El satrapa y sus comandantes vestian magnificas armaduras de oro y plata y capas tenidas de rojo. En las orejas, las gargantas y las munecas, resplandecian las joyas de los mejores orfebres. El rodio, en cambio, vestia una sencilla tunica y una coraza de cuero; un paje cargaba con el yelmo y el escudo. Memnon pedia una y otra vez a Arsites que enviara mas exploradores para descubrir donde se encontraba Alejandro. Incluso habia intentado reabrir el debate y habia rogado al satrapa que se retirara, que se llevara a las tropas, pero Arsites no habia dado el brazo a torcer. La ultima sesion del consejo de guerra habia tenido lugar en la ciudad de Zeluceia, donde se habian tomado las postreras decisiones. Marcharian a la puerta de Asia, el valle del Granico, y tomarian posiciones en la ribera oriental. Memnon habia preguntado la razon, y entonces se habian enterado de la terrible noticia: Alejandro no marchaba hacia el sur a lo largo de la costa tal como se habia esperado, sino que avanzaba hacia el este dispuesto a trabar combate.
– Te lo dije -recordo Memnon a Arsites-. Alejandro es capaz de cambiar en menos de lo que canta un gallo. Lo que dice y lo que hace son dos cosas diferentes.
– Tambien es otro tema lo que el planea y lo que sucedera -replico el persa.
Memnon exhalo un suspiro con la mirada perdida en la distancia. En algun punto de la llanura de Adrestia, su mortal enemigo marchaba a su encuentro.
En realidad, Alejandro se movia mucho mas deprisa de lo que Memnon podia imaginar. Algunos destacamentos se habian unido al rey en Troya. Luego habia abandonado la legendaria ciudad para reunirse con Parmenio en la pequena ciudad de Arasbio y emprender la marcha hacia el este. Alejandro abandono todo disimulo. Despidio a los guias y despacho a veintenas de exploradores a recorrer los campos. Telamon los veia una y otra vez regresar a todo galope. Alejandro queria ser visto: una inmensa nube de polvo cubria al ejercito y las colinas devolvian el eco de los millares de botas, del traqueteo de los carros y los golpes de los cascos y los relinchos de los caballos. El sol arrancaba destellos de las armas, iluminaba los colores de los diferentes regimientos y los toques de corneta se sucedian sin solucion de continuidad. El ejercito macedonio marchaba en formacion de combate: dos grandes columnas, de setecientos cincuenta hombres de frente y dieciseis de fondo, con un espacio entre la octava y novena fila de forma tal que las brigadas de atras, si era necesario, pudieran volverse rapidamente para hacer frente a cualquier amenaza. La caballeria se encargaba de la proteccion de los flancos y las caravanas de carros cerraban la marcha escoltadas por companias de lanceros. Aqui y alla se escuchaban las canciones que cantaban los soldados para burlarse de las brigadas rivales. Alejandro galopaba a lo largo de las columnas e impartia las ordenes, que eran repetidas hasta que las recibieran todos los combatientes.
– ?Recordad la forma de combate macedonia! El ala derecha es el martillo, la falange central es el yunque y la izquierda es el fuego. ?Cada hombre debe saber cual es su lugar! ?Estad atentos a las ordenes de vuestros comandantes! ?Prestad atencion a los toques de corneta, aprended bien las llamadas!
Telamon y Aristandro acompanaban al rey en estos recorridos, que tenian la intencion de mantener bien alta la moral de las tropas. Alejandro hacia gala de un magnifico humor e intercambiaba burlas y chanzas con los oficiales y los soldados. De vez en cuando, sofrenaba el caballo, llamaba a un hombre de la columna, le comentaba que conocia a su padre o a sus parientes, le daba la mano y reanudaba la marcha. Todos discutian sobre cual seria el lugar escogido por los persas para plantarles cara. Parmenio, comandante de brigada del flanco izquierdo, insistio en la precaucion. Alejandro se rio.
– ?Si fueras persa, donde te apostarias? -grito Ptolomeo.
– ?Si fuera persa, no existiria Macedonia! -replico Alejandro para gran diversion de sus companeros.
Pasaban las horas y el calor era agobiante. Comenzaron a llegar los exploradores con noticias precisas: los persas estaban desplegando sus tropas en la ribera oriental del Granico. Alejandro mando parar. Acercaron los carros a toda prisa y se distribuyeron las armas. Los hombres de las falanges cogieron las largas sarisas y se ajustaron firmemente los cascos. Los escuderos se cineron las corazas, recogieron los escudos, las espadas y las lanzas, y se colocaron los yelmos frigios con los colores de sus unidades. Alejandro se vistio para la batalla e insistio en llevar el hermoso casco, la coraza, la falda, las espinilleras y el escudo que habia tomado del templo de Atenea en Troya. El unico cambio era que ahora el casco llevaba un penacho de plumas blancas. Cleito manifesto su ruidosa protesta.
– Los persas te veran. Tu mismo le senalaras su objetivo. ?Mi senor, por que tienes que exhibirte como un pavo real cuando el zorro esta ausente?