Estan perfectamente limpios, como una manana en el desierto, en la que una medialuna comparte el cielo con Venus.

En el aparcamiento de la Excellency, con el camion naranja recien cargado situado entre ellos y la ventana de los despachos, desde la que el viejo y calvo senor Chehab podria verlos hablando y sospechar que conspiran, Ahmad le dice a Charlie:

– Lo hare.

– Me lo han dicho. Bien. -Charlie mira al muchacho y es como si esos ojos libaneses, esa parte de nosotros que no es del todo carne, le resultaran nuevos, de una complejidad cristalina, quebradizos con sus rayos ambarinos y sus granulosidades; la zona que rodea a la pupila, mas clara que el anillo marron oscuro que bordea el iris. Ahmad se da cuenta de que Charlie tiene esposa, hijos y padre, ataduras a este mundo que a el en cambio no le afectan. A Charlie lo sustentan muchos mas lazos-. ?Estas seguro, campeon?

– A Dios pongo por testigo -responde Ahmad-. Ardo en deseos.

Siempre lo incomoda ligeramente, no sabe por que, que Dios surja entre Charlie y el. El hombre hace una de sus intrincadas muecas, aprieta los labios y despues los separa resoplando, como si hubiera retenido a desgana algo en su interior.

– Entonces tendras que verte con algunos especialistas. Yo me ocupare. -Titubea-. Es un poco complicado, no sera para manana. ?Que tal los nervios?

– Me he puesto en manos de Dios y estoy muy sereno. Mi voluntad, mis anhelos, estan en reposo.

– Perfecto. -Charlie le da a Ahmad un punetazo en el hombro, en un gesto de solidaridad y felicitacion mutua como el de los jugadores de futbol americano cuando se golpean con los cascos, o cuando los de baloncesto chocan los cinco volviendo a posiciones defensivas-. La maquina se ha puesto en marcha -dice. Su sonrisa ironica y el recelo de sus ojos se mezclan en una expresion en la que Ahmad reconoce una naturaleza hibrida: La Meca y Medina, la inspiracion arrebatada y la elaboracion paciente de cualquier empresa sagrada en la Tierra.

No al dia siguiente, sino al otro, el viernes, Charlie le ordena desde el asiento de copiloto que saque el camion del aparcamiento y gire a la derecha en Reagan Boulevard, y luego, al llegar al semaforo, a la izquierda; debe seguir por la Calle Dieciseis hasta la West Main y entrar en esa parte de New Prospect, que se extiende varias manzanas al oeste del centro islamico, donde los emigrantes de Oriente Medio -turcos, sirios y kurdos que llegaron en el entrepuente de lujosos transatlanticos- se instalaron hace varias generaciones, cuando los talleres de los tintoreros de seda y las curtidurias funcionaban a pleno rendimiento. Los letreros, rojo sobre amarillo, negro sobre verde, anuncian en escritura arabe y alfabeto latino Comestibles Al Madena, Salon de belleza Turkiyem, Al-Basha, Baitul Wahid Ahmadiyya. Los ancianos que pasean por la calle hace tiempo que cambiaron la chilaba y el fez por los trajes oscuros de estilo occidental, deformados por el uso diario; de hecho, quienes eligieron este atuendo fueron los varones mediterraneos, sicilianos y griegos que los precedieron en esta barriada de casas adosadas y aceras estrechas. Los arabes americanos mas jovenes, ociosos y observadores, han adoptado las aparatosas deportivas, los vaqueros holgados varias tallas mas grandes y las sudaderas con capucha de los chicos de barrio negros. Ahmad, con su formal camisa blanca y sus vaqueros negros de pitillo, no pegaria mucho. Para estos correligionarios, el islam no es tanto una fe, un portal filigranado hacia lo sobrenatural, como un habito, una faceta de su condicion de clase inferior, extrana en una nacion que persiste en verse de piel clara, lengua inglesa y religion cristiana. A Ahmad, estas manzanas le parecen un mundo subterraneo que visita timidamente, es un forastero entre forasteros.

Charlie parece estar mas en su medio, intercambiando alegremente saludos farfullados mientras guia a Ahmad hasta un aparcamiento a rebosar, tras un taller de reparaciones de la cadena Pep Boys y la ferreteria Al-Aqsa True Value. Se dirige, alzando los diez dedos, al dependiente de la ferreteria que acaba de salir, dando a entender que nadie en su sano juicio podria negarle diez minutos de estacionamiento fuera de la via publica; para rematarlo, un billete de diez dolares cambia de manos. Mientras se alejan, le dice a Ahmad:

– En la calle, este maldito camion canta mas que una furgoneta de circo.

– No quieres que te vean -deduce Ahmad-. Pero ?quien va a fijarse?

– Nunca se sabe -es la insatisfactoria respuesta. Andan, a un paso mas rapido que el habitual en Charlie, por un callejon trasero que discurre paralelo a la West Main y esta delimitado con desorden por vallas de tela metalica coronadas de alambre de espino, solares de asfalto con senales de prohibicion -propiedad privada y reservado a los vecinos-, y los porches y escaleras de viviendas sumisamente encajadas en los patios interiores de este retal de espacio urbano, cuyas paredes de madera originales han sido recubiertas con plafones de aluminio o chapas de metal con dibujos imitando tabiques de ladrillo. Las construcciones que no son viviendas, de ladrillo autentico y oscurecido por el tiempo, sirven de almacenes y de talleres traseros a las tiendas que dan a Main Street. Algunas tienen ahora caparazones de madera, y las unicas ventanas que no fueron entabladas han sido rotas por delincuentes metodicos; del resto emerge el brillo y el estruendo de pequenas manufacturas o talleres de reparacion que aun siguen en activo. Uno de estos edificios, de obra vista pintada de marron parduzco, ha cegado por dentro sus ventanas, engastadas en bastidores de metal, con una capa de la misma pintura parduzca. La ancha persiana del garaje esta bajada, y el letrero de hojalata que hay sobre el dintel, anunciando con letras toscamente escritas a mano taller mecanico costello. reparaciones de motor Y CARROCERIA, se ha desvaido y oxidado hasta hacerse practicamente ilegible. Charlie llama suavemente a la puerta que hay al lado, de metal tachonado y con una cerradura nueva de laton. Despues de un rato considerable, una voz pregunta desde dentro:

– ?Si? ?Quien es?

– Chehab -dice Charlie-. Y el conductor.

Habla tan bajo que Ahmad duda que lo hayan oido, pero la puerta se abre y aparece un joven hurano. A Ahmad le parece haber visto antes a este hombre, pero no puede pararse a pensarlo porque Charlie, con la rigidez que surge del miedo, lo toma del brazo bruscamente y lo empuja adentro. El interior huele a hormigon empapado de aceite y a una sustancia inesperada que Ahmad reconoce de cuando trabajo de aprendiz durante dos veranos, de quinceanero, en la brigada de parques y jardines: fertilizante. El olor acre y caustico le tapona la nariz y los senos; tambien percibe los efluvios que ha dejado un soplete oxiacetilenico y el hedor a cuerpos de varon encerrados y necesitados de un bano. Ahmad se pregunta si estos hombres -son dos, el mas joven y esbelto y uno mayor, mas recio, quien resulta ser el tecnico- estaban entre los cuatro del bungalow en la costa de Jersey. Solo los vio unos minutos, en una habitacion sin mucha luz y despues a traves de una ventana sucia, pero exudaban esta misma tension hosca, la de los corredores de fondo que han entrenado demasiado tiempo. Les molesta que les hagan hablar. Pero han de mostrar la deferencia debida a un proveedor y organizador que esta un nivel por encima de ellos. Miran a Ahmad con una especie de terror, como si, al faltarle tan poco para convertirse en martir, fuera ya un espectro.

«La ilaha illa Allah», los saluda, para tranquilizarlos. Solo el mas joven -y aun siendolo le saca algunos anos a Ahmad- se digna contestarle, «Muhammad rasulu Allah», murmurando la formula como si le hubieran arrancado esta indiscrecion con un engano. Ahmad ve que tampoco se espera de ellos reaccion humana alguna, ningun matiz de afinidad ni de humor; son agentes, soldados, unidades. Se yergue, buscando causarles buena impresion, aceptando el papel que le imponen.

En el aire, enclaustrado y espeso, flotan los rastros de la vida previa del edificio como taller mecanico: las vigas del techo, con sus cadenas y poleas para levantar motores y ejes; los bancos de trabajo e hileras de cajones cuyos tiradores han ennegrecido dedos embadurnados de grasa; tableros de clavijas en los que estan pintadas las siluetas de herramientas ausentes; fragmentos de alambre, chapa metalica y tubos de caucho tirados donde los dejo la ultima mano al final de la ultima reparacion; montones de latas de aceite desechadas, junturas, correas de transmision y envoltorios vacios en los rincones, detras de bidones de aceite usados como cubos de basura. En el centro del suelo de hormigon, bajo las pocas luces que estan encendidas, hay un camion parecido al Excellency en tamano y forma, en cuya cabina se apelotonan, como los tubos que mantienen con vida a un paciente, alargadores electricos. En vez de un Ford Triton E-350, es un GMC 3500, no de color naranja sino blanco crudo, tal y como salio de fabrica. En un lateral estan escritas, en mayusculas negras pintadas con esmero pero no muy profesionalmente, las palabras PERSIANAS AUTOMATICAS.

A primera vista, el camion no le gusta mucho a Ahmad, el vehiculo transmite cierto anonimato furtivo, una impersonalidad generica. Tiene un aspecto destartalado, pauperrimo. En el arcen de la autopista de New Jersey a menudo ha visto viejos sedanes de los anos sesenta y setenta, enormes, de dos colores, cubiertos de acabados en cromo, y averiados, junto a los cuales se apinaba alguna desventurada familia de negros a la espera de que la policia estatal acudiera al rescate y la grua se llevara su desvencijada ganga. Este camion de color blanco hueso

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