agua se caliente, pero al ver que no, Ahmad se obliga a meterse bajo el frio chorro. Se afeita, aun a sabiendas de que el debate sobre como prefiere ver Dios las caras de quienes recibe es encarnizado. Los Chehab querian que se presentara al trabajo afeitado, pues los musulmanes con barba, aunque sean adolescentes, asustan a los clientes kafir. Mohammed Atta se habia afeitado, al igual que casi todos los otros dieciocho martires. El sabado pasado fue el aniversario de su gesta, y el enemigo habra bajado las defensas, al igual que los hombres del elefante antes del ataque de los pajaros. Ahmad ha traido su bolsa de deporte, de donde saca ropa interior limpia y calcetines y su ultima camisa blanca recien salida de la tintoreria, agradablemente tensada con varios trozos de carton.

Reza en la esterilla, la imitacion del mihrab ensamblada en sus dibujos abstractos lo orienta, salvando la confusa geografia de New Prospect, hacia la sagrada Ka'ba negra de La Meca. Al tocar con la frente la textura de la urdimbre, percibe el mismo y remoto olor humano que en la manta azul. Ahmad se ha agregado a la procesion que formaron todos aquellos que se alojaron, por el oscuro motivo que fuera, en esta habitacion antes que el, duchandose bajo el agua fria y salobre, fumando cigarrillos mientras el reloj daba las horas. Ahmad come, aunque el apetito se ha disuelto en la tension de su estomago, seis gajos de naranja, medio yogur y una racion considerable del pan de Abbas, a pesar de que la dulzura de la miel y sus semillas de anis no le saben demasiado bien a estas horas; el poderoso acto que habra de acometer lo somete a presion y le agarrota la garganta, como si por ella quisiera salir una multitud dando gritos de guerra. En la nevera deja la parte que no ha comido del pegajoso pan conmemorativo, sobre el pedazo mas grande de carton de la camisa, junto con el envase del yogur y la media naranja, como legandolo al siguiente inquilino sin atraer a hormigas y cucarachas. Su mente se abre paso por una neblina como la que precede al acontecimiento descrito en la sura mequi titulada «La calamidad»: «En el dia que los hombres parezcan mariposas dispersas y las montanas copos de lana cardada».

A las siete y cuarto cierra tras de si la puerta, dejando en el cuarto franco el Coran y las instrucciones concernientes a la purificacion para otro shahid pero se lleva la mochila, en la que ha guardado la ropa interior sucia, los calcetines y la otra camisa blanca. Recorre un pasillo oscuro y sale a una calle lateral desierta, humedecida por la ligera lluvia que ha caido en algun momento de la noche. Orientandose con la torre del ayuntamiento, Ahmad camina hacia el norte, hacia Reagan Boulevard y Excellency Home Furnishings. Tira la bolsa de deporte en el primer contenedor de basura que encuentra en la esquina.

El cielo no es cristalino sino apagado y gris, un cielo bajo y afelpado que se desangra en cendales vaporosos. Tras la noche, las calles de asfalto tienen un brillo espejeante, que tambien recubre las bocas de las alcantarillas, los regueros de agua y los pegotes de alquitran de la calzada. La humedad se adhiere a las hojas, aun verdes, de los arbustos lacios que hay junto a los escalones de entrada y los porches de las casas, y tambien cala en los revestimientos de aluminio imbricado de sus paredes, infundiendoles un nuevo color. Todavia no se oye actividad en la mayoria de las viviendas apinadas frente a las que pasa, aunque de algunas ventanas traseras, donde se encuentran las cocinas, escapa una luz mortecina y el sonido de platos y cazos y de las noticias de la manana y de la sintonia televisiva de Good Morning America, senal de que hay gente desayunando y de que empieza un lunes como cualquier otro en Estados Unidos.

Un perro que no ve ladra a la sombra sonora de Ahmad mientras este avanza por la acera. Un gato de color melado, con un ojo ciego como una canica agrietada, se acurruca a la entrada de una casa, a la espera de que lo dejen entrar; arquea el lomo y de su entrecerrado ojo sano salta una chispa de oro, ha percibido algo desasosegante en este alto y joven desconocido que pasa. El rostro de Ahmad se estremece al entrar en contacto con el aire, pero la llovizna apenas empapa su camisa. En los hombros nota el tacto del algodon almidonado; los vaqueros negros de pitillo sirven de vainas a sus largas piernas, que parecen flotar en el espacio liquido que lo envuelve de cintura para abajo. Sus zapatillas deportivas beben a lenguetadas la distancia que lo separa de su destino; alli donde la acera es lisa, el relieve elaborado de las suelas deja huellas de humedad. «Y ?como sabras que es la calamidad?», recuerda, y enseguida tiene la respuesta: «?Un fuego ardiente!». Hasta Excellency tiene un trecho de casi un kilometro, seis manzanas de pisos y una corta hilera de comercios: un Dunkin' Donuts abierto, una tienda de comestibles en la esquina con la persiana subida, y una casa de empenos y una correduria de seguros aun cerradas. El ruido del trafico ya se ha aduenado de Reagan Boulevard, y los autobuses escolares han empezado su ronda, sus rojos intermitentes se activan con ira oscilante mientras engullen a los grupos de ninos que esperaban con sus mochilas rutilantes a la espalda. Para Ahmad no habra vuelta a la escuela. El Central High parece ahora, con todo su estruendo amenazador y sus burlas impias, un castillo de juguete, una miniatura, una fortaleza pueril de decisiones postergadas.

Aguarda a que en el semaforo aparezca el hombrecillo verde antes de cruzar el bulevar. El firme de hormigon le resulta mas familiar como la superficie en que se apoyan los neumaticos de su camion que como esta horizontal silenciosa y enigmaticamente moteada que pisan sus pies. Gira a la izquierda y se acerca a la tienda por el este, pasa por delante de la funeraria, con su amplia galeria y sus toldos blancos -unger amp; son, un nombre extrano, muy extrano-, y luego por el taller de neumaticos que un dia fue gasolinera, los surtidores arrancados pero con las isletas aun intactas. Ahmad se detiene en el bordillo de la Calle Trece, mirando a la otra acera, al aparcamiento de la Excellency. El camion naranja no esta. Hay dos coches que nunca ha visto, uno gris y uno negro, aparcados en diagonal, de un modo descuidado y ocupando mucho espacio; percibe indicios de actividad misteriosa: en el hormigon agrietado alguien ha desperdigado vasos de cafe y recipientes de comida para llevar, como almejas abiertas, de poliestireno, y luego, con el ir y venir de ruedas, han quedado aplastados como cuerpos de animales atropellados.

Arriba, el sol abrasa las nubes que encapotan el cielo y arroja una luz tenue y blanca, como de linterna estropeada. Antes de que puedan ver a Ahmad -aunque no parece haber nadie en los extranos coches, estacionados arrogantemente- se escurre a la derecha, por la Calle Trece, y la atraviesa solo cuando queda oculto por la pantalla de arbustos y malas hierbas que han crecido detras del contenedor oxidado, que no pertenece a Excellency sino a la trastienda de una casa de comidas, decorada como un antiguo vagon restaurante, que ceso su actividad tiempo atras. Esta reliquia clausurada hace esquina con una calle estrecha, la Frank Hague Terrace, donde en las hileras de viviendas, semiadosadas, reina la tranquilidad entre semana y hasta que termina la escuela.

Ahmad consulta el reloj: las siete y veintisiete. Decide darle tiempo a Charlie hasta menos cuarto, pese a que habian acordado en verse a y media. Pero entonces se le ocurre, con mas convencimiento a cada minuto que pasa, que algo ha salido mal: Charlie no aparecera. El aparcamiento esta envenenado, quemado. Ese espacio que quedaba detras de la tienda solia darle la impresion de que lo observaban desde arriba, pero ahora Dios no vigila, ni tampoco siente Ahmad Su halito. Es Ahmad quien vigila, conteniendo la respiracion.

Un hombre trajeado sale de repente de la tienda a la plataforma de carga, donde algunos de los gruesos tablones aun rezuman savia de pino, y baja por los escalones donde Ahmad tenia por costumbre sentarse en sus ratos libres. Por ahi salieron el y Joryleen aquella noche y se separaron para siempre. El tipo se dirige con brio al coche y habla con alguien por una especie de radio o telefono movil desde el asiento delantero. Ahmad oye su voz, como de policia, de alguien a quien no le importa que le oigan; pero esa voz, debido al barullo del trafico, no le aporta a Ahmad mas informacion que la que podria proporcionarle el canto de un pajaro. Por un instante, su cara blanca se gira en la direccion de Ahmad -un rostro regordete pero no feliz, el de un agente de un gobierno infiel, de una potencia que siente como su poder se va disipando-, pero no ve al muchacho arabe. No hay nada que ver, solo el contenedor oxidandose entre los hierbajos.

El corazon de Ahmad late como latia la noche que estuvo con Joryleen. Ahora se lamenta de haber desperdiciado la oportunidad, no en vano Charlie le habia pagado para eso. Pero habria sido malvado explotarla, aprovecharse de su condicion extraviada, a pesar de que la muchacha no lo veia asi, lo que hacia no estaba tan mal y era solo algo pasajero. El sheij Rachid no lo habria aprobado. Ayer por la noche, el sheij parecia preocupado, lo inquietaba algo que no quiso compartir, algun tipo de duda. Ahmad siempre percibia las dudas de su maestro, pues para el era importante que quien lo aleccionaba no tuviera ni rastro de ellas. Ahora el miedo se apodera de Ahmad. Se nota la cara hinchada. Este bonito lugar, que era su lugar favorito del mundo, un oasis sin agua, ha sido maldecido.

Empieza a andar por la silenciosa Hague Terrace -sus ninos en la escuela, sus padres en el trabajo-, recorre dos manzanas y luego vuelve a Reagan Boulevard, hacia el barrio arabe, donde esta escondido el camion blanco. Debe de haberse producido alguna confusion, y Charlie seguramente lo espera alli. Ahmad se da prisa, empieza a sudar un poco bajo el indolente sol. Los comercios de Reagan Boulevard venden productos voluminosos: neumaticos, moquetas y alfombras, papel pintado y pintura, electrodomesticos de cocina. Luego estan los

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