Ahmad, pero por el momento conductor y pasajero comparten sin comentarios la vista de una de las maravillas del mundo, que se desvanece mientras el flujo del trafico sigue adelante y es sustituida por extensiones relativamente vacias a ambos lados de la 95: marismas con vegetacion atravesadas por los reflejos del azul en los canales que transitan entre el barro. En la parte superior del parabrisas, un destello cruciforme y plateado huye del aeropuerto internacional de Newark, tallando en el blanco lechoso del cielo dos estelas paralelas a modo de autopista para los aviones que le sigan, segun permita la telarana que tejen ferreamente los controladores aereos. Momentaneamente, Ahmad se siente euforico, como un avion derrotando a la gravedad.

El senor Levy estropea el momento al decir:

– Bueno, ?de que mas podemos hablar? Del estadio de los Giants. ?Viste ayer el partido de los Jets? Cuando ese chaval, Carter, no amarro el chut inicial, pense: «Ya estamos otra vez como la temporada pasada». Pero no, remontaron, treinta y uno a veinticuatro, aunque la tranquilidad no llego hasta que el novato de Coleman se saco de la manga una intercepcion en el ultimo ataque de los Bengals. -Seguramente esta desplegando su chachara simpatica de judio, a la que Ahmad hace caso omiso. Con algo mas de sinceridad en el tono de voz, Levy confiesa-: No puedo creerme que realmente vayas a asesinar a cientos de inocentes.

– ?Y quien ha dicho que la impiedad es inocente? Los que no creen. Pero Dios manifiesta en el Coran: «Sed severos con los infieles». Quemadlos y aplastadlos, porque han olvidado a Dios. Ellos creen que se bastan a si mismos. Aman la vida presente mas que la venidera.

– Pues matalos. Pareces lo bastante severo.

– Tambien usted moriria, desde luego. Creo que usted es un judio que ya no practica. No cree en nada. En la tercera sura del Coran se dice que ni todo el oro del mundo puede rescatar a aquellos que un dia creyeron y ahora ya no, y que Dios nunca aceptara su arrepentimiento.

El senor Levy suspira. Ahmad puede oir un estertor humedo, pequenas gotitas de miedo, en su respiracion.

– Si, bueno, en la Tora tambien hay un monton de cosas repulsivas y ridiculas. Plagas y masacres, directamente infligidas por Yahve. A las tribus que no fueron suficientemente afortunadas para ser las elegidas… desterradlas, a por ellas sin piedad. El Infierno no se lo habian trabajado mucho, eso llego con los cristianos. Que espabilados: los sacerdotes intentan controlar a la gente por medio del miedo. Amenazar con el Infierno: la mejor tactica en el mundo para que cunda el panico. Es casi una tortura. El Infierno es realmente una tortura. ?De verdad puede tragarselo asi sin mas? ?Dios como el torturador supremo? ?Dios como el rey del genocidio?

– Como decia la nota junto al cuerpo de Charlie, El no nos negara nuestra recompensa. Usted menciona la Tora, como corresponde a su tradicion. El Profeta tuvo muy buenas palabras para Abraham. Estoy intrigado: ?fue usted creyente alguna vez? ?Como perdio la fe?

– Yo ya naci sin fe. Mi padre odiaba el judaismo, y su padre tambien. Culpaban a la religion de las miserias del mundo, decian que por su culpa la gente aceptaba con resignacion sus problemas. Luego se suscribieron a otra religion: el comunismo. Pero eso no te debe de interesar.

– No importa. Es bueno que busquemos algun punto de acuerdo. Antes del Estado de Israel, los musulmanes y los judios eran hermanos, pertenecian a las fronteras del mundo cristiano, eran los otros, gente curiosa, con sus ropas raras, un simple entretenimiento para los cristianos, afianzados en su riqueza, en sus pieles color papel. Incluso con el petroleo nos despreciaron, estafandoles a los principes saudies lo que pertenecia por derecho a su pueblo.

Al senor Levy se le escapa otro suspiro.

– Ese «nosotros» ha sido un poco a la ligera, Ahmad.

La circulacion, ya muy cargada, empieza a hacerse mas densa, a ir mas lenta. Los carteles indican north bergen, secaucus, weehawken, ruta 495, tunel lincoln. Pese a que nunca lo ha hecho, con o sin Charlie, Ahmad sigue las indicaciones sin dificultad, incluso cuando la 495, a espasmodico paso lento, lleva a los coches por una espiral hacia el fondo del barranco del Weehawken, hasta casi el cauce del rio. Se imagina a una voz a su lado que le dice: «Esta chupado, campeon. Esto no es ingenieria aeronautica».

Mientras la carretera desciende, multitud de vehiculos van desembocando desde accesos laterales, procedentes del sur y del este. Por encima de los techos de los coches, Ahmad ve su destino final y comun, un largo muro de canteria tostada y las bocas de tres tuneles bordeadas de azulejos blancos; en cada uno hay dos carriles. Un letrero indica camiones a la derecha. Los otros camiones -los marrones de UPS, los amarillos de alquiler de la compania Ryder, furgonetas multicolores de proveedores, camiones articulados resollando y chirriando mientras remolcan sus gigantescas cargas de productos frescos del Garden State * para abastecer las cocinas de Manhattan- tambien se amontonan a la derecha, avanzando lentamente metro a metro, y frenando.

– Llego el momento de saltar, senor Levy. En cuanto entremos en el tunel no podre parar.

El responsable de tutorias deja las manos sobre los muslos, enfundados en unos pantalones grises que no van a juego con la americana, para que Ahmad vea que no tiene intencion de tocar la puerta.

– No creo que me baje. Estamos juntos en esto, hijo. -Su actitud es valiente, pero su voz suena ronca, debil.

– Yo no soy hijo suyo. Si intenta llamar la atencion de alguien hare estallar el camion aqui mismo, en el atasco. No es lo ideal pero mataria a unos cuantos.

– Apuesto lo que quieras a que no. Eres demasiado buen chico. Tu madre me conto que ni siquiera podias soportar la idea de aplastar un insecto. Preferias tirarlo por la ventana con un trozo de papel.

– Mi madre y usted parecen haber hablado bastante.

– Simples reuniones. Ambos queremos lo mejor para ti.

– No me gustaba pisar bichos, pero tampoco tocarlos con la mano. Me daba miedo que me picasen, o que defecasen en mi mano.

El senor Levy rie ofensivamente. Ahmad insiste:

– Los insectos pueden defecar, lo aprendimos en biologia. Tienen tubo digestivo y ano y todo eso, igual que nosotros. -Su cerebro esta revolucionado, quiere derribar a golpes sus propios limites. Como no parece quedar tiempo para discutir, acepta la presencia del senor Levy a su lado como algo inmaterial, medio real, semejante a su nocion de Dios como alguien mas cercano que un hermano, o a la idea que tiene de si mismo como un ser doble medio desplegado, como un libro abierto cuyas paginas estan unidas por el lomo en una unica encuadernacion, pares e impares, leidas y no leidas.

Sorprendentemente, aqui, en las tres bocas (Manny, Moe y Jack) del tunel Lincoln, hay arboles y vegetacion: sobre el embotellamiento, observando el borboteo enmaranado de luces de freno e intermitentes que se encienden y apagan, hay un terraplen con una zona triangular de cesped cuidado. Ahmad piensa: «Este es el ultimo pedazo de tierra que vere»: esa pequena parcela por la que nadie anda ni va de picnic o que jamas nadie ha mirado con ojos que pronto quedaran ciegos.

Varios hombres y mujeres, con uniformes de un azul grisaceo, estan apostados en los margenes del flujo de trafico que, coagulado, avanza por centimetros. Estos policias parecen mas bien espectadores benevolentes que supervisores, charlando en parejas y disfrutando del sol, renacido pero aun neblinoso. Para ellos, este atasco es el pan de cada dia, una parte mas de la naturaleza, como la salida del sol, las mareas o cualquier otra repeticion mecanica del planeta. Uno de los agentes es una mujer robusta, lleva su rubio pelo recogido bajo la gorra, pero sobresale por la zona de la nuca y las orejas, sus pechos aprietan contra los bolsillos delanteros de la camisa de su uniforme, con su placa y su sobaquera; ha atraido a otros dos varones uniformados, uno blanco y otro negro, con armas colgando de la cintura, que muestran sus dientes en sonrisas lascivas. Ahmad mira su reloj: ocho y cincuenta y cinco. Lleva cuarenta y cinco minutos en el camion. A las nueve y cuarto todo habra terminado.

Ha maniobrado a la derecha, usando con pericia los retrovisores para aprovechar cualquier minima vacilacion en los vehiculos que tiene detras. El atasco, que hace un rato parecia impenetrable, se ha ido ordenando en carriles que alimentan a los dos tuneles con destino a Manhattan. De pronto Ahmad ve que entre el y el acceso subterraneo de la derecha solo hay media docena de furgonetas y automoviles: primero un camion de mudanzas alquilado de tres metros de altura; luego una caravana de aluminio acolchado y con remaches que, cuando descorra los pestillos y abra un lateral y ponga en marcha su cocina, dara de comer en una acera a multitudes poco escrupulosas; despues una hilera de turismos, incluida una furgoneta Volvo de color bronce que transporta a una familia de zanj. Con un ademan cortes Ahmad cede el paso al conductor que lo precede.

– No pasaras el peaje -le advierte el senor Levy. Su voz suena tensa, como si un maton de escuela le oprimiera el pecho abrazandolo por detras-. Pareces demasiado joven para conducir fuera del estado.

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