– Ma Doue -dice el breton-, solo un dia he puesto el pie en el embarcadero donde oficialmente atraca el buque de la Administracion. Era en pleno dia y, sin embargo, lo que vi me basto. Perdoname, Papi, pero nunca pondre los pies en esa isla. Por otra parte, seria incapaz de reprimir mi repulsion al estar cerca de ellos, tratarles, hablarles. Te causaria mas molestias que utilidad.
– ?Cuando nos vamos?
– A la caida de la noche.
– ?Que hora es, breton?
– Las tres.
– Bien, entonces dormire un poco.
– No, es necesario que lo cargues todo y lo dispongas en tu piragua.
– Nada de eso, me ire con la piragua vacia y volvere para buscar a Clousiot, que se quedara aqui guardando los trastos.
– Imposible, nunca podrias encontrar el sitio, ni siquiera en pleno dia. Y, de dia, en ningun caso debes estar en el rio. La caza contra vosotros no se ha suspendido. El rio es aun muy peligroso.
Llega la noche. El hombre de la mascara va en busca de su piragua, que amarramos a la nuestra. Clousiot esta al lado del breton, quien coge la barra del gobernalle, Maturette en medio y yo a proa. Salimos con dificultad de la caleta y, cuando desembocamos en el rio, la noche esta ya proxima a caer. Un sol inmenso, de un rojo pardo, incendia el horizonte por la parte del mar. Mil luces de un enorme fuego de artificio luchan unas contra otras, para ser mas intensas, mas rojas en las rojas, mas amarillas en las amarillas, mas abigarradas en las partes donde los colores se mezclan. A veinte kilometros delante de nosotros se ve, con toda claridad, el estuario de ese rio majestuoso que se precipita, centelleante de lentejuelas rosa plateadas, en el mar.
El breton dice:
– Es el final del ocaso. Dentro de una hora, la marea ascendente se hara sentir, la aprovecharemos para remontar el Maroni y asi, sin esfuerzo, impulsados por ella, llegaremos con bastante rapidez a la isla.
La noche cae de golpe.
– Adelante -dice el breton-. Boga fuerte para ganar el centro del rio. Y deja de fumar.
Las pagayas entran en el agua y avanzamos bastante de prisa a traves de la corriente. Chap, chap, chap. Manteniendo el ritmo, yo y el breton movemos las pagayas sincronizadamente. Maturette hace lo que puede. Cuanto mas avanzamos hacia el centro del rio, mas se nota el empuje de la marea. Nos deslizamos rapidamente. Cada media hora, se nota el cambio. La marea aumenta de fuerza y cada vez nos arrastra mas de prisa. Seis horas despues, estamos muy cerca de la isla; vamos recto hacia ella: una gran mancha, casi en medio del rio, ligeramente a la derecha.
– Ahi esta dice en voz baja el breton.
La noche no es muy oscura, pero debe resultar dificil vernos desde un poco lejos a causa de la niebla al ras del rio. Nos acercamos en silencio. Cuando distinguimos mejor el perfil de las rocas, el breton sube a su piragua, la desamarra en unos segundos de la nuestra y dice, sencillamente, en voz baja:
– ?Buena suerte, machos!
– No hay de que.
Como la embarcacion ya no es guiada por el breton, se ve arrastrada en linea recta hacia la isla, de traves. Trato de enderezar la posicion y hacer que de una vuelta completa, pero apenas lo consigo y, empujados por la corriente, llegamos sesgados a la vegetacion que cuelga sobre el agua. Hemos arribado tan impetuosamente, a pesar de que yo frenaba la embarcacion con la pagaya, que si en vez de ramas y hojarasca hubiesemos encontrado un penasco, la piragua se habria partido y, entonces, todo se hubiese ido al garete, viveres, material, etc. Maturette se arroja al agua, tira de la canoa y nos encontramos de bruces bajo una enorme espesura de plantas. Maturette tira, tira y amarramos la canoa. Nos tomamos un trago de ron y subo solo la margen del rio, dejando a mis dos amigos con la canoa.
Con la brujula en la mano, doy algunos pasos tras haber roto varias ramas y dejado prendidos en diferentes sitios trozos de saco de harina que habia preparado antes de salir. Veo un resplandor y de pronto distingo voces y tres chozas. Avanzo y, como no se de que modo voy a presentarme, decido hacer que me descubran. Enciendo un cigarrillo. En el mismo momento que brota la luz, un perrito se abalanza ladrando sobre mi y, brincando, pretende morderme las piernas. “Con tal de que el perro no sea leproso -pienso-. Idiota, si los perros no tienen lepra.”
– ?Quien va? ?Quien es? ?Eres tu, Marcel?
– Soy un fugado.
– ?Que vienes a hacer aqui? ?A robarnos? ?Crees que nos sobra algo?
– No, necesito ayuda.
– ?De gratis o pagando?
– ?Cierra el pico, Lechuza!
Cuatro sombras salen de las chozas.
– Avanza despacio, amigo, apuesto a que tu eres el hombre del mosqueton. Si lo llevas contigo, dejalo en el suelo, aqui no tienes nada que temer.
– Si, soy yo, pero no traigo mosqueton.
Avanzo, estoy junto a ellos, es de noche y no puedo distinguir sus rasgos. Tontamente, tiendo la mano, pero nadie me la toca. Comprendo demasiado tarde que es un gesto que aqui no se hace: no quieren contagiarme.
– Entremos en la choza ~-dice El Lechuza.
El chamizo esta alumbrado por un candil de aceite puesto sobre la mesa.
– Sientate.
Me siento en una silla sin respaldo, de paja. El Lechuza enciende tres candiles de aceite mas y deja uno sobre una mesa, frente a mi. El humo que desprende la mecha de ese candil de aceite de coco huele que apesta. Yo estoy sentado, ellos cinco de pie. No distingo sus rostros. El mio queda iluminado, pues estoy a la altura del candil, que es lo que ellos querian. La voz que ordenara a El Lechuza que cerrase el pico dice:
– Anguila, vete a la casa comunal y pregunta si quieren que lo llevemos alli. Trae en seguida la respuesta y, sobre todo, si Toussaint esta de acuerdo. Aqui no podemos darte nada de beber, amiguito, a menos que quieras engullir unos huevos.
Pone una cesta llena de huevos delante de mi.
– No, gracias.
A mi derecha, muy cerca, se sienta uno de ellos, y entonces, por primera vez, veo el rostro de un leproso. Es horrible. Hago esfuerzos para no desviar la mirada de el ni exteriorizar mi impresion. Tiene la nariz completamente roida, hueso y carne: un verdadero agujero en mitad de la cara. Digo bien: no dos agujeros, sino uno solo, grande como una moneda de dos francos. El labio inferior, a la derecha, esta roido tambien' y muestra, descarnados, tres dientes muy largos y amarillos que se ven entrar en el hueso del maxilar superior, al desnudo. Solo tiene una oreja. Pone una mano vendada sobre la mesa. Es la derecha. Con los dos dedos que le quedan en la mano izquierda, sostiene un grueso y largo cigarro, seguramente hecho por el mismo con una hoja de tabaco a medio madurar, pues el cigarro es verdoso. Solo le quedan parpados en el ojo izquierdo, el derecho ya no tiene, y una llaga profunda sale del ojo hacia lo alto de la frente para perderse entre sus cabellos grises, tupidos.
Con voz ronca me dice:
– Te ayudaremos, macho, porque desearia que no te volvieses como yo, no, eso no lo querria.
– Me llamo Juan sin Miedo, soy del arrabal. Cuando llegue al presidio, era mas guapo, mas sano y mas fuerte que tu. En diez anos, ya ves lo que me he vuelto.
– ?No te curan?
– Si. Y estoy mejor desde que me pongo inyecciones de aceite de chumogra. Mira. Vuelve la cabeza y me ensena el lado izquierdo.
– De ese lado, se seca.
Me invade una inmensa compasion y hago ademan de tocar su mejilla izquierda en prueba de amistad. Se echa hacia atras y me dice:
– Gracias por haber querido tocarme, pero no toques nunca a un enfermo ni bebas en su escudilla.
Todavia no he visto mas que un rostro de leproso, el de ese que ha tenido valor para afrontar mi mirada.
– ?Donde esta el fugado?
En el umbral de la puerta, la sombra de un hombre apenas mas alto que un enano.
– Toussaint y los otros quieren verlo. llevalo al centro.
Juan sin Miedo se levanta y dice:
– Sigueme.
Nos vamos todos en la oscuridad, cuatro o cinco delante, yo al lado de Juan sin Miedo, otros detras. Cuando, al cabo de tres minutos, llegamos a una explanada, un debil rayo de luna ilumina esa especie de plaza. Es la cima mas alta de la isla. En el centro, una casa. De dos ventanas sale luz. Ante la puerta, nos aguardan una veintena de hombres; caminamos hacia ellos. Cuando llegamos frente a la puerta se apartan para dejarnos pasar.
Es una sala rectangular de diez metros por cuatro aproximadamente, con una especie de chimenea donde arde un fuego de lena, rodeada de cuatro enormes piedras, todas de la misma altura. La sala es alumbrada por dos grandes linternas sordas de petroleo. Sentado en un taburete, un hombre de edad indefinida y cara descolorida. Detras de el, sentados en un banco, cinco o seis hombres. El hombre de la cara descolorida tiene los ojos negros y me dice:
– Soy Toussaint El Corso y tu debes ser Papillon.
– Si.
– Las noticias vuelan de prisa en el presidio, tan de prisa como tu actuas. ?Donde dejaste el mosqueton?
– Lo tiramos al rio.
– ?En que sitio?
– Frente a la tapia del hospital, exactamente donde la saltamos.
– Entonces, ?puede recuperarse?
– Eso supongo, pues el agua no es profunda alli.
– ?Como lo sabes?