y el alma volviendose hacia ti, oh vasta y bien velada muerte,

y el cuerpo acurrucandose agradecido contra ti.

?Por que ese poema de sentimental resignacion, tan ajeno al espiritu batallador de Holroyd y, sin embargo, tan profeticamente apropiado? ?Les estaba diciendo, aunque fuera subconscientemente, que sabia lo que habia de ocurrir, que lo aceptaba y lo esperaba de buena gana? Peter y Holroyd. Holroyd y Baddeley. Y ahora habia llegado este policia amigo de Baddeley procedente del pasado. ?Por que y para que? Quiza se enteraria de algo cuando tomaran juntos una copa con Julius despues de cenar. Lo mismo, naturalmente, que Dalgliesh. «Conocer la construccion de la mente por el rostro no es un arte.» Pero Duncan se equivocaba. Habia mucho de arte en ello y un comandante de la Policia Metropolitana tendria mas practica en el que la mayoria. Bueno, si habia venido para eso, podia empezar despues de cenar. Hoy el, Henry, cenaria en su habitacion. Cuando lo llamara, Philby le llevaria la bandeja y se la colocaria delante sin ceremonia y de mala gana. Philby no podia ofrecer urbanidad, a ningun precio, pero casi todo lo demas si tenia precio, penso con cenudo regocijo.

Capitulo 9

«Mi cuerpo es mi prision, y yo obedecere la Ley de tal modo que no huire de la prision; no apresurare mi muerte haciendo pasar hambre a este cuerpo o macerandolo. Pero si la prision ardiera en continuas fiebres o se viera arrasada por vapores continuos, ?podria algun hombre estar tan enamorado de la tierra sobre la que se levantaba esa prision para preferir quedarse alli a irse a casa?»

No era tanto que Donne no fuera bien con el cordero guisado, penso Dalgliesh, sino que el cordero no iba bien con el vino de fabricacion casera. Ninguno era en si mismo desagradable. El cordero, guisado con cebollas, patatas y zanahorias, y sazonado con hierbas, era mejor de lo que esperaba, aunque un poco grasiento. El vino de bayas de sauco le traia nostalgicos recuerdos de visitas hechas con su padre a hospitalarios feligreses que no podian salir de casa. Juntos tenian un sabor letal. Alargo el brazo hacia la jarra de agua.

Frente a el estaba sentada Millicent Hammitt, el rostro cuadrado suavizado por la luz de las velas; su ausencia durante la tarde quedaba explicada por el potente aroma a laca que llegaba hasta el desde las rigidas ondas de su cabello canoso. Todo el mundo se hallaba presente menos el matrimonio Hewson, que cenarian en su propia casa, y Henry Carwardine. En el extremo mas alejado de la mesa, Albert Philby estaba un poco separado, un Caliban monjil de habito marron, medio encorvado sobre su comida. Engullia ruidosamente, arrancando trozos de pan para rebanar vigorosamente el plato. A todos los pacientes habia que ayudarlos a comer. Dalgliesh, tratando de sobreponerse a sus remilgos, se esforzaba por no prestar atencion a los baboseos, a los golpes de la cuchara contra el plato, a las repentinas nauseas discretamente reprimidas.

«Si marchaste de esa Mesa en paz, no puedes marchar de este mundo en paz. Y la paz de esa Mesa llegara in pace desiderii, con una mente satisfecha…»

Wilfred estaba en pie tras un atril situado en la cabecera de la mesa y flanqueado por dos velas en candelabros de metal. Jeoffrey, inflado por la comida, estaba tumbado, ceremoniosamente enroscado, a sus pies. Wilfred tenia buena voz y sabia usarla. ?Actor frustrado? ?O un actor que habia hallado su escenario y hacia en el su representacion, felizmente ajeno a la menguante audiencia, a la paralisis progresiva de su sueno? ?Un neurotico guiado por la obsesion? ?O un hombre en paz consigo mismo, seguro en el inmovil centro de su ser?

De repente la llama de las cuatro velas de la mesa empezo a trepidar y a sisear. Los oidos de Dalgliesh percibieron un ligero chirrido de ruedas, el suave golpe del metal contra la madera. La puerta se abrio lentamente. La voz de Wilfred vacilo y luego se interrumpio. Una cuchara raspo violentamente un plato. De las sombras salio una silla de ruedas: su ocupante, con la cabeza gacha, iba envuelto en una capa a cuadros. La senorita Willison emitio un gemidito y dibujo la senal de la cruz en el vestido gris. Ursula Hollis jadeo. Nadie hablo. De repente, Jennie Pegram solto un chillido, agudo e insistente, como un silbido. El sonido era tan irreal que Dot Moxon levanto la cabeza y miro alrededor como si no supiera de donde procedia. El grito se convirtio en una risita. La muchacha se tapo la boca con la mano y luego dijo:

– Pensaba que era Victor. Esa es la capa de Victor.

Nadie mas se movio ni hablo. Paseando la mirada a lo largo de la mesa, Dalgliesh se detuvo especulativamente en Dennis Lerner. Su rostro era una mascara de terror que lentamente se desintegro para convertirse en alivio; parecia que sus rasgos languidecian y se arrugaban, amorfos como un cuadro ajado. Carwardine condujo la silla hasta la mesa. Tuvo cierta dificultad en pronunciar las palabras. Un globulo de mucosidad relucia como una joya amarilla a la luz de las velas y se le escurria de la barbilla. Finalmente, dijo con su voz aguda y distorsionada:

– He pensado bajar a tomar cafe. Me ha parecido una descortesia ausentarme la primera noche que nos acompana nuestro huesped.

– ?Era necesario que se pusiera esa capa? -dijo Moxon con voz severa.

– Estaba en el despacho y he tenido frio -contesto el volviendose-. Tenemos tanto en comun… ?Acaso es preciso excluir a los muertos?

– ?No les parece que debemos obedecer la Regla? -dijo Wilfred.

Todos volvieron sus rostros hacia el como ninos obedientes. Wilfred espero a que hubieran vuelto a comer. Las manos que sujetaban los costados del atril eran firmes, la hermosa voz perfectamente controlada.

«Que asi anclado, y en esa calma, ya prolongue Dios la travesia, prolongando la vida, o te lleve a puerto con la brisa, o con la ausencia de brisa de la Muerte, en cualquier direccion, este u oeste, debes partir en paz…»

Capitulo 10

Ya eran mas de las ocho y media cuando Dalgliesh se dispuso a empujar a Henry Carwardine hasta casa de Julius Court. La tarea no era facil para un hombre en las primeras etapas de la convalecencia. Carwardine, aunque estaba delgado, pesaba mucho, y el pedregoso sendero serpenteaba cuesta arriba. Dalgliesh no habia querido sugerir que usaran su coche porque ser traspasado por la estrecha puerta debia de resultar mas doloroso y humillante para su companero que la habitual silla de ruedas. Anstey cruzaba el vestibulo cuando ellos se marchaban y les sostuvo la puerta y le ayudo a bajar la silla por la rampa, pero no propuso asistirlo en el recorrido ni le ofrecio la furgoneta de los pacientes. Dalgliesh penso si se estaria imaginando que en el «buenas noches» final de Anstey habia una nota de desaprobacion de la empresa.

Ninguno de los dos hombres hablo durante la primera parte del trayecto. Carwardine llevaba una gran linterna entre las rodillas y trataba de mantenerla enfocada en el camino. El circulo de luz, que giraba y se bamboleaba ante ellos a cada sacudida de la silla, iluminaba con deslumbrante claridad un mundo nocturno secreto y circular de verdor, movimiento y vida fugaz. Dalgliesh, un poco mareado por el cansancio, se sentia disociado de su entorno fisico. Los dos gruesos asideros de goma, resbaladizos al tacto, estaban flojos y se retorcian de un modo irritante bajo sus manos, como si no tuvieran relacion alguna con el resto de la silla. El camino que se extendia ante el solo era real porque sus piedras y grietas sacudian las ruedas. La noche era apacible y muy calida para ser otono, el aire estaba cargado de olor a hierba y de recuerdos de las flores del estio. Unas nubes bajas habian tapado las estrellas y avanzaban en una oscuridad casi total hacia el creciente murmullo del mar y los cuatro rombos luminosos que senalaban Toynton Cottage. Cuando estuvieron lo

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