suficientemente cerca para que se distinguiera que el rombo mayor correspondia a la puerta trasera, Dalgliesh dijo llevado de un impulso:
– Encontre un anonimo bastante desagradable en el escritorio del padre Baddeley. Evidentemente no le caia simpatico a alguien de Toynton Grange. Querria saber si era por despecho personal o si alguien mas ha recibido otro.
Carwardine alzo la cabeza. Dalgliesh vio su rostro intrigantemente escorzado, la afilada nariz garfio oseo, la mandibula colgante, como si de una marioneta se tratara, bajo el informe vacio de la boca.
– Yo recibi uno hace unos diez meses -dijo-. Estaba dentro del libro que habia sacado de la biblioteca. Desde entonces no he recibido otro y no se de alguien que haya recibido alguno. No solemos hablar de estos temas, pero creo que la noticia se hubiera extendido si el mal fuera endemico. El mio supongo que era una burla corriente. Sugeria que tenia a mi alcance metodos de autosatisfaccion sexual en cierto modo acrobaticos si todavia contaba con la agilidad fisica suficiente para ejecutarlos. Daba por hecho el deseo de llevarlos a cabo.
– ?Entonces era obsceno y no meramente ofensivo?
– Obsceno en el sentido de que estaba calculado para producir repugnancia mas que para pervertir o corromper, si.
– ?Tiene usted alguna idea de quien podria ser el responsable?
– Estaba escrito en papel de Toynton Grange y con una vieja maquina de escribir Remington que usa Grace Willison fundamentalmente para mandar el boletin trimestral. Ella parecia la candidata mas probable. No fue Ursula Hollis, que no llego hasta dos meses despues. Y, ?no suelen mandar estas cosas las solteronas respetables de mediana edad?
– En este caso, lo dudo.
– Bueno… me someto a su mayor experiencia en cuestiones de obscenidad.
– ?Se lo conto a alguien?
– Solo a Julius. El me aconsejo que no lo dijera y me sugirio que rompiera el papel y lo echara al retrete. Dado que el consejo coincidia con mis propias inclinaciones, lo segui. Como he dicho, no he recibido otro. Me imagino que la diversion pierda interes si la victima no se muestra molesta.
– ?Podria haber sido Holroyd?
– No parecia su estilo. Victor podia ser insultante, pero creo que no de esa manera. Su arma era su voz, no la pluma. Personalmente, a mi no me desagradaba tanto como a algunos. Atacaba como un nino desdichado. Habia en el mas amargura personal que malicia activa. Es cierto que anadio un codicilo bastante infantil a su testamento la semana antes de morir; Philby y la asistenta de Julius, la senora Reynolds, fueron testigos. Pero probablemente eso se debia a que estaba decidido a morir y queria liberarnos de toda obligacion de recordarlo con afecto.
– ?De modo que piensa usted que se suicido?
– Naturalmente. Lo mismo que todo el mundo. ?Como iba a ocurrir si no? Me parece la hipotesis mas probable. O bien fue suicidio, o bien asesinato.
Era la primera vez que alguien usaba esa portentosa palabra. En la voz pedante y aguda de Carwardine resultaba tan incongruente como una blasfemia en labios de una monja.
– Tambien es posible que fallaran los frenos de la silla -dijo Dalgliesh.
– Dadas las circunstancias, eso lo considero asesinato.
Guardaron silencio unos instantes. La silla salto por encima de una piedra y la luz de la linterna ascendio bruscamente describiendo un amplio arco, como un foco diminuto y debil. Carwardine la sujeto y luego dijo:
– Philby engraso y comprobo los frenos de las sillas a las ocho y media de la noche anterior de la muerte de Holroyd. Yo estaba en el taller jugando con la arcilla y lo vi. Poco despues se marcho y yo me quede hasta aproximadamente las diez.
– ?Le ha contado todo esto a la policia?
– Dado que querian saberlo, si. Con bien poco tacto, me preguntaron donde habia estado exactamente esa noche y si habia tocado la silla de Holroyd despues de que Philby se marchara. Puesto que aunque lo hubiera hecho no lo habria admitido, la pregunta era bastante inocente. Interrogaron a Philby, pero no delante de mi, y estoy seguro de que confirmo mi relato. Tengo una actitud ambivalente respecto a la policia: me limito estrictamente a responder a sus preguntas, pero aceptando la premisa de que, en general, tienen derecho a la verdad.
Habian llegado. De la puerta trasera de la casa salia una potente luz y Julius Court, una silueta oscura, se asomo al umbral para recibirlos. Ocupo el lugar de Dalgliesh detras de la silla y la empujo por el corto pasadizo de piedra que conducia a la salita. De camino, Dalgliesh solo tuvo tiempo para entrever por una puerta abierta las paredes cubiertas de madera de pino, el suelo de las losetas rojas y el reluciente metal de la cocina de Julius, una cocina como la suya, en la que una mujer, con una remuneracion demasiado alta y muy poco trabajo a fin de mitigar la culpabilidad del que la emplea por contratarla, prepara de vez en cuando una comida que satisfaga los exigentes gustos de una sola persona.
La sala de estar ocupaba toda la parte delantera de la planta baja de lo que originalmente habian sido dos casitas adosadas. Una hoguera de madera abandonada por el mar chisporroteaba en la chimenea, pero ambas ventanas estaban abiertas a la noche. Las paredes de piedra vibraban con las acometidas del mar. Resultaba desconcertante sentirse tan cerca del borde del precipicio pero no saber exactamente a que distancia. Como si hubiera leido sus pensamientos, Julius dijo:
– No estamos mas que a cinco metros y medio de un precipicio de doce metros. Ahi fuera hay un patio y un muro bajo; luego podemos salir si no hace mucho frio. ?Que desea tomar, un licor o vino? Ya se que Henry prefiere el clarete.
– Clarete, por favor.
Dalgliesh no se arrepintio de su eleccion cuando vio las etiquetas de las tres botellas, dos previamente descorchadas, que habia sobre la mesita proxima a la chimenea. Le sorprendio que se ofreciera vino de tal calidad a dos huespedes de poco compromiso. Mientras Julius preparaba las copas, Dalgliesh empezo a pasear por la estancia. Contenia objetos admirables, si uno estaba de humor para valorar las posesiones personales. Al advertir una esplendida jarra Sunderland de loza con reflejos metalicos que conmemoraba la batalla de Trafalgar, tres figuritas Staffordshire de la primera epoca que descansaban en la repisa de la chimenea, y un par de bonitas marinas colgadas de la pared mas larga, se le iluminaron los ojos. Sobre la puerta que conducia al borde del acantilado habia un mascaron de proa fina y recargadamente tallado en madera: dos querubines sostenian un galeon cubierto por un escudo y envuelto con gruesos nudos de marinero. Al percibir su interes, Julius comento:
– Lo hizo Grinling Gibbons hacia 1660, se dice que para Jacob Court, un contrabandista de estas tierras. Por lo que he averiguado, no era antepasado mio. Mala suerte. Seguramente es el mascaron de proa mas antiguo que existe. En Greenwich piensan que tienen uno anterior, pero yo diria que el mio lo aventaja en un par de anos.
Colocado sobre un pedestal en el extremo mas alejado de la habitacion, desde donde emitia un ligero resplandor, como si fuera luminoso, habia un busto de marmol de un nino alado que sostenia en la regordeta mano un ramillete de capullos de rosa y azucenas. El marmol era de un color cafe claro, excepto en los parpados de los cerrados ojos, donde estaba tenido de un rosa palido. Las manos sin venas sostenian las flores con la fuerza honesta y despreocupada de un nino; el nino tenia los labios entreabiertos en un esbozo de sonrisa, serena e intrigante. Dalgliesh extendio un dedo y acaricio suavemente la mejilla; se la imagino calida al tacto. Julius se le acerco con dos copas.
– Le gusta el marmol. Naturalmente, formaba parte de un monumento funerario, del siglo XVII o principios del XVIII, y de la escuela de Bernini. Sospecho que a Henry le gustaria mas si fuera un Bernini autentico.
– No me gustaria mas -declaro Henry-. Lo que dije es que estaria