Era una manana calida y brumosa con un cielo de nubes bajas. Cuando abandono el valle y enfilo laboriosamente el camino del acantilado, una debil llovizna comenzo a salpicarlo de gotas lentas y pesadas. El mar era de un azul lechoso, indolente y opaco; las grandes olas marcadas por los hoyitos de la lluvia y estampadas con cambiantes dibujos de espuma. Un olor a otono impregnaba el aire como si alguien estuviera quemando hojas en un lejano lugar sin que lo delatara siquiera un jiron de humo. El angosto sendero ascendia bordeando el acantilado, ahora lo suficientemente cerca para producirle una breve y vertiginosa ilusion de peligro, ahora serpenteando hacia el interior entre un revoltijo de helechos color bronce azotados por el viento y zarzales bajos de bayas rojas y negras, prietas y menudas en comparacion con los suculentos frutos de los setos del interior. El promontorio estaba dividido por muros bajos de piedra derruidos y salpicado de pequenas rocas calizas. Algunas, medio enterradas, asomaban oblicuamente del suelo como reliquias de un desordenado cementerio.

Dalgliesh andaba con precaucion. Era el primer paseo campestre que daba desde la enfermedad. Las exigencias de su trabajo hacian del paseo un placer raro y especial. Ahora avanzaba con algo de la inseguridad de los primeros pasos vacilantes de la convalecencia en que los musculos y los sentidos redescubren los placeres que recuerdan, no con agudo deleite, sino con la placida aceptacion de lo conocido: los breves trinos metalicos y las toscas notas de los sacristanes que revoloteaban entre las zarzas; una solitaria gaviota de cabeza negra inmovil como el mascaron de un barco sobre un risco; las matas de hinojo marino con las umbelas tenidas de rojo y los dientes de leon amarillos, vistosos puntitos en la apagada hierba otonal.

Al cabo de casi diez minutos de andar, el camino del acantilado iniciaba un suave descenso y luego se veia cortado por un angosto sendero que discurria perpendicularmente desde el borde del precipicio hacia el interior. A unos seis metros del mar desembocaba en un llano ligeramente inclinado de hierba y musgo verde vivo. Dalgliesh se detuvo de repente como si acabara de acordarse de algo. Aquel debia de ser el lugar que habia elegido Victor Holroyd, el lugar desde el cual se habia lanzado a la muerte. Durante un momento penso que ojala no se hubiera interpuesto de manera tan molesta en su camino. La idea de la muerte violenta interrumpio desagradablemente su euforia. Pero captaba la atraccion del lugar. El camino quedaba oculto y al abrigo del viento y reinaba una sensacion de intimidad y paz, una paz precaria para un hombre cautivo en una silla de ruedas cuyo equilibrio entre la vida y la muerte solo era sostenido por el poder de los frenos. Pero ello podia constituir parte de la atraccion. Quiza solo alli, asomado al mar en aquel solitario enclave de hierba verde, podia Holroyd, frustrado y confinado a una silla, hacerse una ilusion de libertad, de controlar su destino. Era posible que siempre hubiera tenido intencion de hacer alli su ultimo esfuerzo por conseguir la liberacion, mientras insistia mes tras mes en que lo llevaran al mismo sitio, esperando la oportunidad para que en Toynton Grange nadie sospechara de su verdadero proposito. Instintivamente, Dalgliesh se puso a estudiar el terreno. Habian transcurrido mas de tres semanas desde la muerte de Holroyd, pero penso que tal vez podria distinguir aun en la hierba el ligero hundimiento producido por las ruedas y, con menos claridad, las senales de las pisadas de los policias.

Se aproximo al borde del precipicio y miro hacia abajo. La vista, espectacular y aterradora, lo dejo sin respiracion. El acantilado habia cambiado y aqui la piedra caliza habia dejado paso a una pared casi vertical de arcilla negruzca entremezclada con piedra calcarea. Casi cuarenta y cinco metros mas abajo, el acantilado topaba con una amplia calzada de fisuras y penascos, losas y amorfos pedazos de roca azulnegruzco que salpicaban la orilla como si una mano gigantesca los hubiera esparcido en salvaje desorden. La marea estaba baja y la linea oblicua de espuma serpenteaba perezosamente entre las rocas mas alejadas. Mientras miraba este caotico y pavoroso erial de piedra y mar, y trataba de imaginarse lo que la caia debia de haberle hecho a Holroyd, el sol aparecia intermitentemente tras las nubes y una franja de luz evolucionaba por el promontorio posandose calida como una mano en su nuca, dorando los helechos, dando brillo a las rocas diseminadas en el borde del precipicio. Pero dejaba la orilla en la sombra, siniestra e inhospitalaria. Momentaneamente, creyo estar viendo una estremecedora orilla maldita en la que el sol nunca brillara.

Dalgliesh se dirigia a la torre senalada en el mapa del padre Baddeley, no tanto por la curiosidad por verla como por la necesidad de poner una meta a su paseo. Todavia pensando en la muerte de Victor Holroyd, llego a la torre casi inesperadamente. Era una extravagancia achaparrada e imponente, circular en unos dos tercios de su altura, pero rematada por una cupula octogonal como un pimentero perforado por ocho angostas ventanas acristaladas, rosa de los vientos de luz reflejada que le conferia cierto aspecto de faro. La torre le intrigo y la rodeo palpando las negras paredes. Vio que habia sido construida con bloques de piedra caliza, pero recubierta de pizarra negra, como si la hubieran decorado caprichosamente con bolitas de azabache brunido. En algunos lugares la pizarra se habia desprendido, lo que daba a la torre un aspecto jaspeado; junto a la base de los muros, fragmentos de pizarra nacarada salpicaban el suelo y relucian entre la hierba. Hacia el norte y protegido del mar, habia un revoltijo de plantas, como si alguien hubiera tratado alguna vez de cultivar un jardincito. Ahora ya no quedaba mas que una desalinada mata de asteres silvestres, unos macizos de antirrinos de reproduccion espontanea, calendulas y mastuerzos, y una unica rosa descolorida con dos raquiticos capullitos blancos, el tallo doblado contra el muro, como si se hubiera resignado a recibir la primera escarcha.

Hacia el este habia un porche de piedra labrada que cubria una puerta de roble con herrajes metalicos. Dalgliesh alzo el pesado tirador y lo hizo girar con dificultad. Pero la puerta estaba cerrada con llave. Al levantar la vista vio que en la pared del porche habia una placa de tosca piedra con una inscripcion labrada:

EN ESTA TORRE MURIO WILFRED MANCROFT ANSTEY

EL 27 DE OCTUBRE DE 1887 A LOS 69 ANOS

CONCEPTIO CULPA NASCI PENA LABOR VITA NECESSI MORI

ADAM DE SAN VICTOR AD 1129

Extrano epitafio para un caballero Victoriano terrateniente y extrano lugar para morir. El actual propietario de Toynton Grange quizas habia heredado de el cierto grado de excentricidad. CONCEPTIO CULPA: el hombre moderno habia descartado la teologia del pecado original junto con otros dogmas molestos; ya en 1887 debia de estar en decadencia. NASCI PENA: la anestesia habia contribuido misericordiosamente a invalidar esa dogmatica asercion. LABOR VITA: no si la tecnologia del siglo XX podia evitarlo. NECESSI MORI: ah, esa es la cuestion. La muerte. Uno podria hacer caso omiso de ella, temerla o incluso esperarla con ansia, pero nunca vencerla. Seguia siendo igual de aparatosa, pero mas duradera que aquellas piedras conmemorativas. La muerte: la misma ayer, hoy y siempre. ?Habria elegido Wilfred Mancroft Anstey aquel austero memento mori y habria hallado consuelo en el?

Continuo andando a lo largo del borde del acantilado, rodeando una pequena bahia de guijarros. A unos veinte metros habia un tosco sendero que descendia hasta la playa, empinado y probablemente traicionero cuando estuviera humedo, pero evidentemente en parte resultado de una feliz disposicion natural de la cara de la roca y en parte obra de la mano del hombre. No obstante, justo debajo de el, el precipicio era una pared casi vertical de piedra caliza. Vio con sorpresa que incluso a aquella temprana hora habia dos escaladores provistos de cuerdas colgados de la roca. Al instantes identifico la figura mas proxima, que llevaba la cabeza descubierta; era Julius Court. Cuando la segunda alzo la vista, Dalgliesh alcanzo a distinguir bajo el casco rojo el rostro de Dennis Lerner.

Ascendian lenta pero competentemente, con tal competencia que no le acometio la tentacion de retroceder por si la inesperada vision de un espectador les hacia perder la concentracion. Se notaba que no era la primera vez que lo hacian; estaban familiarizados con la ruta y las tecnicas. Ahora habian llegado al ultimo tramo. Al contemplar los movimientos suaves y sosegados de Court, agarrandose como una sanguijuela con las extremidades extendidas a la superficie de la roca, se encontro reviviendo ascensiones de su juventud y trepando con ellos, realizando mentalmente cada etapa. Cruzar a la derecha unos cuatro metros y medio usando clavija; subir con dificultad; luego continuar hasta un pequeno pinaculo; ganar el saliente siguiente por una repisa; superar la grieta con la ayuda de dos clavijas y un mosqueton hasta la hendidura horizontal;

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