en cubierta, en las escotillas.
«Mira, pikni,
De pie en medio de la canoa, declamaba. Como el agua no daba para mas, Okawho detuvo el motor. Estaban cerca de tocar fondo, se deslizaban entre los canaverales, al abrigo del inmenso casco cubierto de conchas incrustadas.
«?Mira, pikni! ?En este casco los oficiales permanecian firmes cuando sir Frederick Lugard subia a bordo con su gran sombrero de plumas! Con el subian los reyes de Calabar, Owerri, Kabba, Onitsha, Ilorin, en compania de sus mujeres, sus esclavos. Chukuani de Udi… Onuoorah de Nnawi… El Obi de Otolo, el viejo Nuosu ataviado con sus ropajes de piel de leopardo… Los senores de la guerra de Ohafia… Hasta los enviados del Obi de Benin, incluso Jaja, el viejo zorro Jaja de Opobo, que tanto tiempo planto cara a los ingleses… Todos subieron al
La canoa avanzaba entre los canaverales, un poco atravesada, aprovechando su inercia. Solo se oia el fluir del agua, los chillidos de los zaidas en la lejania, las olas levantando capas de fango de la orilla. Ante ellos estaba el negro pecio, ladeado, enorme muro herrumbroso al que se agarraban las hierbas. Quien sabe si para eliminar la inquietud, Sabine Rodes proseguia su perorata, briznas de frase, al tiempo que la canoa bordeaba el casco. «Mira, pikni, era el barco mas hermoso del rio, transportaba los viveres, las armas, los canones Nordenfelt plantados en sus tripodes, y tambien a los oficiales, los medicos, los residentes. Fondeaba aqui mismo, en medio del rio, y los botes cubrian los recorridos entre el y la orilla, desembarcaban las mercancias… Lo llamaban el Consulado del Rio. Ahora, mira; le han crecido arboles…»
La proa de la canoa tropezaba aqui y alla haciendo que retumbara el inmenso casco vacio. El agua chapoteaba al estrellarse en las herrumbrosas chapas. Pululaban nubes de mosquitos. En lo alto del casco, donde antano estuviera el castillo, habian crecido los arboles como en una isla.
Oya tambien estaba de pie, semejando una estatua de piedra negra. Tenia el vestido de las misiones pegado al cuerpo de tanto sudor. Fintan miraba su terso rostro, su boca desdenosa, sus ojos estirados hacia las sienes. El crucifijo desprendia destellos en su pecho. Se le ocurria que ella era la princesa del antiguo reino, esa cuyo nombre perseguia Geoffroy, regresaba al rio para contemplar de cerca la ruina de quienes derrotaron a su pueblo.
Por vez primera, Fintan sentia en el fondo de si mismo el vinculo que unia a Okawho y Oya con el rio. Y ello acentuaba el impetu de su corazon, entranaba una aprension, una impaciencia. Ya no tenia oidos para las palabras de Sabine Rodes. De pie en la proa de la canoa, miraba el agua, las canas que se apartaban a su paso, la sombra del casco.
La canoa quedo inmovilizada junto al flanco mismo del pecio. En ese punto habia una escalera metalica medio desencajada. Oya brinco la primera, seguida por Okawho, que amarro la canoa. Fintan se aferro a la batayola y se encaramo a la escalera.
Los peldanos metalicos flaqueaban bajo sus plantas, produciendo un extrano eco en el silencio del pecio. Oya se encontraba ya arriba, y corria por cubierta entre los zarzales. Parecia conocer el camino.
Fintan permanecio en cubierta agarrado a la batayola de la escalera. Okawho desaparecio en el vientre del pecio. La cubierta era de tablas de madera, la mayoria partidas o podridas. Debido a la inclinacion, Fintan tuvo que ponerse a cuatro patas para avanzar.
El pecio, inmenso, estaba vacio. A la vista aqui y alla los fragmentos de lo que en tiempos fue la toldilla, el castillo de proa y los troncos de los mastiles. El castillo de popa no era mas que un revoltijo de chapas. Los crecidos arboles sobresalian por las ventanas.
Una escotilla abierta daba a los vestigios de una barroca escalera. Sabine Rodes se introdujo escalera abajo tras Oya y Okawho. Fintan descendio a su vez al interior del casco.
Inclinado hacia adelante, se esforzo por distinguir algo, pero estaba tan cegado como al penetrar en una gruta. La escalera descendia en espiral hasta una amplia sala que era pasto de las lianas y las ramas muertas. El ambiente era sofocante, un ensordecedor hervidero de insectos. Fintan mirabasin arriesgar el menor movimiento. Le parecio ver el destello metalico de una serpiente. Sintio escalofrios.
El ruido de su respiracion inundaba la sala. Cerca de una ventana obstruida por donde se filtraba la claridad, Fintan distinguio un mamparo desmantelado, y el interior de un antiguo cuarto de bano presidido por una banera verde turquesa. En la pared, un gran espejo oval alumbraba como una ventana. Entonces los vio, a Oya y Okawho, en el suelo del cuarto de bano. El ruido de sus halitos, rapido, ahogado, anulaba el resto. Oya estaba echada y Okawho, que la sostenia, daba la impresion de hacerle dano. En la penumbra, Fintan vislumbro el semblante de Oya; exhibia una expresion extrana, una especie de vacio. Tenia nublada la vista.
Fintan se estremecio. Sabine Rodes tambien estaba alli, oculto en la oscuridad. Tenia la mirada clavada en la pareja, como si no pudiera apartarla, y sus labios murmuraban palabras incomprensibles. Fintan retrocedio, intento localizar con la vista la escalera para salir de alli. El corazon le latia con brutalidad, estaba asustado.
De pronto se oyo un violento ruido, un estruendo. Al volverse, Fintan vio a Okawho de pie en la penumbra, desnudo, empunando un arma. Enseguida comprendio que con un trozo de la caneria Okawho acababa de hacer anicos el espejo grande. Oya estaba a su lado, de pie, apoyada en la pared. Una sonrisa le iluminaba el rostro. Parecia una guerrera salvaje. Lanzo un grito gutural que resono en el interior del casco. Sabine Rodes agarro a Fintan del brazo, lo obligo a retroceder.
«Ven, pikni. No la mires. Esta loca.»
Volvieron escalera arriba. Okawho se quedo abajo, con ella. Despues de unos minutos eternos subio por fin. Su rostro senalado de cicatrices era una verdadera mascara, no se podia leer nada en el. Parecia tambien un guerrero.
Una vez instalados en la canoa, Okawho solto la amarra. Oya aparecio en cubierta, entre los zarzales. La canoa iniciaba con lentitud su movimiento a lo largo del casco, como si fueran a partir de ella. Con vivacidad propia de un animal, Oya se dejo deslizar agarrada a las lianas y las asperezas, y salto a la canoa en el momento en que Okawho tiraba de la cuerdecilla del arranque. El ruido del motor se adueno de todo el rio, resono en el interior del casco vacio.
El agua borbollaba en torno a la helice. La canoa se abrio paso entre las canas. Al cabo de un instante se encontraban en medio del rio. El agua salia despedida a ambos lados del estrave, el viento taponaba los oidos. En la proa de la canoa se encontraba Oya, de pie. Llevaba los brazos algo separados, las gotas que perlaban su cuerpo resplandecian, su rostro de diosa estaba un tanto vuelto de lado hacia las profundidades del rio.
Llegaron a Onitsha con el crepusculo.
Asi pues, todo no es mas que un sueno que suena Geoffroy Allen, de noche, junto a Maou dormida. La ciudad es una balsa en el rio por el que fluye la mas antigua memoria del mundo. Esta es la ciudad que el, ahora, quiere ver. Se le ocurre que si pudiera llegar hasta ella algo se detendria en el inhumano movimiento, en el deslizamiento del mundo hacia la muerte. Como si la maquinacion de los hombres pudiese trastocar su oscilacion, y los restos de las civilizaciones perdidas salir de la tierra, brotar, con sus secretos y sus poderes, hacer realidad la luz eterna.
Ese movimiento, la lenta marcha del pueblo de Meroe hacia poniente, recorriendo ano tras otro cada fisura de la tierra, en busca de agua, del ruido del viento en las palmeras, en busca del resplandeciente cuerpo del rio.
Ahora la ve, a la vieja enjuta y vacilante que no puede apoyar mas sus pies cianoticos en tierra y han de llevarla en parihuelas, protegerla del sol con un trozo de tela desgarrada que sostiene un nino en la punta de una vara, irrisorio estandarte.
Cubre sus ojos rasgados, sus ojos otrora tan hermosos, un blanco velo que le permite ver tan solo la alternancia del dia y de la noche. Por ello nunca da orden de partir la vieja reina hasta la hora en que el sol, tras franquear su cenit, emprende el descenso hacia la entrada del mundo de los muertos.
El pueblo sigue su invisible camino. A veces los sacerdotes entonan un canto de tristeza y muerte que ella ya no entiende, como si un muro la separara ahora de los vivos. La reina negra se inclina en su litera, mecida al ritmo de los hombros de sus guerreros. Frente a ella brilla, a traves del velo de sus ojos, el lejano fulgor que jamas logra atrapar. Tras ella, en la tierra desierta, se extiende el rastro de los pies desnudos, el reguero de muerte y sufrimientos. Los huesos de los ancianos y los ninos pequenos han quedado diseminados por esta tierra