careciera de importancia.

De repente era consciente de lo que habia aprendido al venir aqui, a Onitsha, y que jamas habria aprendido en otra parte. La lentitud era esto, un interminable y regular movimiento, semejante al agua del rio que discurria hacia el mar, semejante a las nubes, al agobio de las tardes, cuando la luz inundaba la casa y los techos de chapa eran como la pared de un horno. La vida se detenia, el tiempo se hacia pesado. Todo se volvia impreciso, quedaba reducido al flujo del agua, ese tronco liquido y la multitud de sus ramificaciones, fuentes, riachuelos disimulados en la espesura.

Lo recordaba bien, al principio se mostraba demasiado impaciente. Estaba segura de no haber odiado nunca nada con tanta fuerza como esta pequena ciudad colonial aplastada por el sol que dormia cara al cenagoso rio. A bordo del Surabaya, ella imaginaba las sabanas, las manadas de gacelas brincando en la hierba salvaje, el eco en las selvas del grito de los monos y las aves. Se habia imaginado hombres salvajes, desnudos y con pinturas de guerra. Aventureros, misioneros, medicos minados por los tropicos, heroicas muertes. En Onitsha, en cambio, encontro aquella sociedad de sabihondos y tediosos funcionarios, vestidos con ridiculos trajes y tocados con cascos, que se pasaban todo el tiempo jugando al bridge, bebiendo y espiandose, sin olvidar a sus mujeres, envaradas en sus respetables principios, dedicadas a contar sus cuartos y hablar a sus criadas con dureza, a la espera del billete de vuelta hacia Inglaterra. Su primer impulso la llevo a odiar para siempre esas polvorientas calles, esos barrios pobres con las cabanas abarrotadas de ninos, ese pueblo de mirada impenetrable, y esa caricatura de lengua, ese pidgin que daba tanta risa a Gerald Simpson y a los senores del Club mientras los forzados excavaban el boquete en la colina, como una tumba colectiva. Nadie se le antojaba merecedor de su indulgencia, ni siquiera el doctor Charon, o el residente Rally y su mujer, tan atentos y descoloridos, con sus gozques mimados como ninos.

Entonces vivia sin mas aliciente que la hora del regreso de Geoffroy, recorriendo nerviosa la casa de arriba a abajo, ocupandose del jardin para hacer tiempo, o recitandole sus lecciones a Fintan. Cuando Geoffroy volvia de las oficinas de la United Africa, lo acosaba con febriles preguntas que el no podia responder. Se acostaba tarde, mucho despues que el, al abrigo del blanco palio del mosquitero. Contemplaba su sueno. Pensaba en las noches de San Remo, cuando tenian toda la vida por delante. Recordaba el sabor del amor, el escalofrio del alba. ?Todo quedaba ahora tan lejos! La guerra lo borro todo. Geoffroy se transformo en otro hombre, en ese extrano al que se referia Fintan cada vez que preguntaba: «?Por que te casaste con ese hombre?» Se eclipso. Ya no hablaba de sus investigaciones, de la nueva Meroe. Se lo guardaba para si, era su secreto.

Maou intento sacar el tema a colacion, entender:

«Es ella, ?no es cierto?»

«?Ella?» Geoffroy la miraba.

«Si, ella, la reina negra, antes me hablabas de ella. Se ha instalado en tu vida, ya no queda sitio para mi.»

«No dices mas que tonterias.»

«Te hablo en serio, tal vez deberia marcharme con Fintan, dejarte con tus ideas, te molesto, aqui molesto a todo el mundo.»

La miro con gesto ido, sin saber ya que decir. A lo mejor estaba loca de verdad.

Maou se quedo, y poco a poco entro en el mismo sueno, se transformo en alguien distinto. Todo lo que vivio antes de Onitsha, Niza, San Martin, la guerra, la espera en Marsella, todo ello resultaba ahora ajeno, lejano, como vivido por otra persona.

Ahora pertenecia al rio, a esta ciudad. Conocia cada calle, cada casa, era capaz de reconocer los arboles y las aves, sabia leer en el cielo, adivinar el viento, oir cada detalle de la noche. Conocia tambien a la gente, sabia sus nombres, incluso sus remoquetes en pidgin.

Y luego estaba Marima, la mujer de Elijah. Cuando llego parecia todavia una nina, fragil y esquiva, enfundada en su vestidito nuevo. Permanecia siempre entre las cuatro paredes del bohio de Elijah, no se atrevia ni a asomarse. «Esta algo asustada», explicaba Elijah. Poco a poco fue haciendose mas sociable. Maou la invitaba a sentarse a su lado en un tronco que servia de banqueta, frente al bohio de Elijah. No abria la boca. No hablaba pidgin. Maou le ensenaba revistas, diarios. Le gustaba ver las fotos, las estampas de los vestidos, los anuncios. Ladeaba un poco la revista para verla mejor. Le daba risa.

Maou aprendia palabras en su lengua. Ulo, la casa. Mmiri, agua. Umu, los ninos. Aja, perro. Odeluede, es dulce. Je nuo, beber. Ofee, me gusta. So! ?Habla! Tekateka, el tiempo pasa… Escribia las palabras en su cuaderno de poesias y las leia en voz alta, y Marima se tronchaba de risa.

Oya tambien termino por venir. Al principio, con timidez, se sentaba en una piedra, a la entrada de Ibusun, y miraba el jardin. Cuando se acercaba Maou, salia corriendo. Tenia a la vez algo salvaje e inocente que asustaba a Elijah; el veia en ella a una bruja. Intentaba echarla a pedradas, la insultaba a voces.

Un buen dia, Maou logro acercarse hasta ella, cogerla de la mano, introducirla en el jardin. Oya no queria entrar en la casa. Se sentaba afuera, en el suelo, reclinada en las escaleras de la terraza, a la sombra de los guayabos. Alli se quedaba, sentada a la turca, apoyando las palmas de las manos en su vestido azul. Maou intento interesarla por las revistas, corno a Marima, pero la traian sin cuidado. Era la suya una mirada extrana, pulida y dura como la obsidiana, rebosante de una luz desconocida. Los parpados se le alargaban hacia las sienes, dibujaban un fino ribete, al genuino estilo de las mascaras egipcias, pensaba Maou. Maou no habia visto en su vida un rostro tan puro; el arco de las cejas, la frente alta, la leve sonrisa de los labios. Y aquellos ojos rasgados, unos ojos de libelula o cigarra. Cuando la mirada de Oya se detenia en ella, Maou se estremecia, como si en aquella mirada se filtraran pensamientos extraordinariamente lejanos y evidentes, imagenes de ensueno.

Maou se esmeraba en hablarle con el lenguaje de la mimica. Se acordaba vagamente de ciertas senas. Cuando era nina, en Fiesole, solia cruzarse con los ninos sordomudos de un hospicio, los miraba con fascinacion. Para decir mujer, senalaba los cabellos, para hombre el menton. Para nino, hacia un gesto con la mano sobre la imaginaria cabeza de un crio muy pequeno. Otras senas las inventaba. Para decir rio, imitaba el movimiento de la corriente; para selva, separaba los dedos delante de la cara. Oya al principio la miraba con indiferencia. Luego ella tambien empezo a hablar. Era un juego que duraba horas. En los peldanos de la escalera, por la tarde, antes de que lloviera, era un placer. Oya enseno a Maou toda clase de gestos, para significar alegria, miedo, para interrogar. Se le animaba entonces la cara, le brillaban los ojos. Hacia unas muecas muy divertidas, parodiaba a la gente, sus andares, sus gestos tipicos. Se burlaba de Elijah porque siendo su mujer tan joven, el era viejo. Se reian las dos juntas. Oya tenia un modo particular de reir sin ruido, con la boca dejando al descubierto sus blanquisimos dientes y los ojos contraidos como dos ranuras. O bien, cuando estaba triste, se le empanaban los ojos, se ovillaba, inclinando la cabeza, con las manos en la nuca.

Ahora Maou comprendia casi todo, podia hablar con Oya. Que extraordinarios momentos, por la tarde, antes de que lloviera; Maou tenia la impresion de penetrar en otro mundo. Pero Oya recelaba de la gente. Cuando llegaba Fintan, volvia la cabeza, no tenia nada mas que decir. Elijah no la veia con buenos ojos. Decia que era mala, que aojaba. Cuando Maou se entero de que vivia en casa de Sabine Rodes, en casa de ese hombre al que detestaba, lo intento todo para sacar a Oya de alli. Lo hablo con la madre superiora del convento, una irlandesa de energico caracter. Pero Sabine Rodes estaba por encima de la moral y las buenas costumbres. Todo lo que Maou saco en limpio fue el acerrimo rencor de aquel hombre. Maou llego a la conclusion de que mas valia olvidar, no volver a ver a Oya. Le dolia, era extrano, en la vida habia experimentado algo semejante. Oya iba a diario, o casi. Llegaba sin ruido, se sentaba en los escalones, acariciaba a Mollie, aguardaba con su terso rostro ofrecido a la luz. Parecia una nina.

Lo que seducia a Maou era aquella sensacion de libertad.

Oya no conocia trabas, veia el mundo tal como era, con la mirada franca de las aves o los ninos muy pequenos. Esa mirada le aceleraba el pulso a Maou, la turbaba.

En ocasiones, cuando estaba harta de hablar con la gente, Oya dejaba descansar su cabeza en el hombro de Maou. Lentamente, sus dedos empezaban a acariciar la piel del brazo de Maou, se entretenian en ponerle carne de gallina. Maou al principio mostraba su desagrado poniendose rigida, como si fuera a verlas alguien e ir contando cosas por ahi, pero acabo por habituarse a las caricias. Al final de la tarde, antes de romper a llover, reinaba tal silencio en Ibusun, la luz era tan suave, tan calida. Un sueno, podria decirse; Maou rememoraba recuerdos muy antiguos, de cuando era nina: el verano en Fiesole, el calor de la hierba y los chirridos de los

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