de uno de los muchachos de servicio con un boton de menos; dos bombillas apagadas en la arana central… En la entrada de St. Charles Avenue, un portero uniformado discutia con un vendedor de diarios, en medio de una marea de huespedes y otras personas. Mas proximo y a mano, un ayudante de gerencia, viejo, sentado descuidadamente en su escritorio y con los ojos bajos.

En un hotel de la cadena de O'Keefe, en el caso poco probable de que tales ineficiencias ocurrieran simultaneamente, habrian provocado severas reprimendas, y quizas incluso despidos. «Pero el 'St. Gregory' no es mi hotel -recordo O'Keefe-. Todavia no.»

Se dirigio a la recepcion, una figura gallarda, delgada, de un metro ochenta de altura, vestido con un traje muy bien planchado color gris oscuro, que caminaba con paso elastico como de baile, casi con afectacion. Esto ultimo era una de las caracteristicas de O'Keefe, ya fuera en una cancha de pelota a las que concurria con frecuencia, en un salon de baile, o en la cubierta de su crucero Innkeeper IV. Su flexible cuerpo atletico habia sido su orgullo, durante la mayor parte de sus cincuenta y seis anos, en que habia subido desde una baja clase media sin ningun relieve, hasta convertirse en uno de los hombres mas ricos del pais… y tambien de los mas inquietos.

En el mostrador recubierto de marmol, casi sin mirarlo, un empleado del servicio de habitaciones empujo hacia el el libro de firmas. El hotelero lo ignoro.

Anuncio con solemnidad:

– Mi nombre es O'Keefe, y he reservado dos suites, una para mi y la otra a nombre de miss Dorothy Lash -desde la periferia de su vision, podia ver a Dodo entrando en el vestibulo; toda piernas y pechos, irradiando sexualismo como una pirotecnia. Las cabezas se volvian reteniendo el aliento, como siempre sucedia. La habia dejado en el coche, supervisando el equipaje. Se divertia haciendo cosas asi, de vez en cuando. Todo lo que requiriera un mayor esfuerzo cerebral, era superior a ella.

Sus palabras tuvieron el efecto de una granada limpiamente arrojada.

El empleado se endurecio, cuadrando sus hombros. Mientras miraba a los ojos grises, tranquilos, que sin esfuerzo parecian taladrarlo, su actitud cambio de indiferencia a solicito respeto. Con gesto nervioso, llevose la mano a la corbata.

– Perdoneme, senor. ?Es mister Curtis O'Keefe?

El hotelero asintio, con una media sonrisa que le revoloteaba; el rostro compuesto, el mismo rostro que brillaba benignamente desde medio millon de cubiertas de libros de I am your host, uno de cuyos ejemplares estaba colocado ostensiblemente en todas las habitaciones de los hoteles de la cadena O'Keefe. (Este libro es para su entretenimiento y placer. Si desea llevarselo, por favor, notifiqueselo al empleado del servicio de habitaciones, y se anadira a su cuenta un dolar y veinticinco centavos.)

– Si, senor. Estoy seguro de que sus habitaciones estan listas, senor. Si quiere esperar un momento, por favor…

Mientras el empleado buscaba entre las tarjetas de reservas, O'Keefe dio un paso hacia atras desde el mostrador, haciendo lugar a otros recien llegados. El escritorio de la recepcion, que un momento antes estaba mas bien tranquilo, comenzaba uno de sus periodos agobiantes que eran parte del dia de todos los hoteles. Afuera, con un sol brillante y calido, en las limousines del aeropuerto y los taxis estaban llegando pasajeros que habian viajado al Sur, como lo habia hecho el mismo en el vuelo de la manana en jet, desde Nueva York. Advirtio que estaba reuniendose un congreso. Un estandarte suspendido del abovedado techo del vestibulo proclamaba:

Bien venidos delegados

al Congreso de Odontologia Americana

Dodo se le acerco; dos botones cargados la seguian como acolitos detras de una diosa. Bajo la gran capelina flexible, que no conseguia ocultar el pelo ondulado rubio-ceniza, sus ojos azules de nina parecian mas grandes que nunca en un rostro infantil y sin macula.

– Curtie, dicen que muchos dentistas se alojan aqui.

– Me alegra que me lo digas -dijo con sequedad-. Si no lo hubieras hecho, quiza no me hubiera enterado.

– Bien, podria hacerme hacer esa obturacion. Siempre intento hacerlo, y por alguna razon nunca…

– Estan aqui para abrir sus propias bocas, no las de otras personas.

Dodo parecia perpleja, como siempre que los acontecimientos que la rodeaban eran algo que deberia comprender, pero que no comprendia. Un gerente de los hoteles de O'Keefe que no sabia que su jefe ejecutivo lo estaba escuchando, habia declarado con respecto a Dodo no hacia mucho tiempo: «Su inteligencia esta en embrion; lastima que no se desarrolle.»

O'Keefe sabia que algunas de sus amistades se asombraban de que hubiera elegido a Dodo como companera de viaje, cuando con su fortuna e influencia podria, dentro de limites razonables, elegir lo que quisiera. Pero ellos, por supuesto, solo podrian imaginar y, casi seguro subestimar, la salvaje sensualidad que Dodo podia despertar o mantener latente, de acuerdo con el estado de animo de el. Sus moderadas estupideces asi como sus frecuentes torpezas, que parecian molestar a otros, para O'Keefe no eran mas que motivo de diversion, tal vez porque en ciertos momentos se habia cansado de estar rodeado de mentalidades inteligentes y alertas, tratando siempre de hacer competencia a su propia astucia.

Sin embargo, suponia que pronto terminaria con Dodo. Habia sido su amante estable durante casi un ano, mas que la mayoria de las otras. Habia muchas estrellitas mas en la galaxia de Hollywood para elegir. Por supuesto, que se ocuparia de ella, usando su gran influencia para conseguirle uno o dos papeles importantes, y quien sabe si aun podria destacarse… Tenia el cuerpo y la cara. Otras habian llegado muy alto con esas dos unicas condiciones.

El empleado volvio al mostrador del frente.

– Todo esta listo, senor.

Curtis O'Keefe asintio. Luego, precedido por el jefe de los botones, Herbie Chandler, que con presteza se habia presentado, marcharon en pequena procesion hacia un ascensor que los esperaba.

6

Poco despues que Curtis O'Keefe y Dodo fueron escoltados a sus suites adyacentes, Julius Keycase Milne obtenia una habitacion.

Keycase telefoneo a las diez y cuarenta y cinco utilizando la linea directa del hotel desde el aeropuerto de Moisant («Hable gratis, al mejor hotel de Nueva Orleans») para confirmar una reserva hecha muchos dias antes desde fuera de la ciudad. Le respondieron que su reserva estaba registrada, y que si tenia la gentileza de dirigirse en seguida a la ciudad, se le acomodaria sin demora. Si bien su decision de alojarse en el «St. Gregory» habia sido tomada solo unos minutos antes, se sentia complacido con la noticia aunque no sorprendido, porque su plan original habia previsto hacer reservas en todos los hoteles importantes de Nueva Orleans, empleando distintos nombres para cada uno. En el «St. Gregory» lo habia hecho bajo el de «Byron Meader», nombre que habia seleccionado del periodico, porque su verdadero propietario habia sido el ganador de una importante carrera de caballos. Esto parecia un buen augurio, y los augurios eran algo que impresionaba mucho a Keycase.

Y a decir verdad, parecian haber surtido efecto en varias ocasiones; por ejemplo, la ultima vez que se le proceso, inmediatamente despues de declararse culpable, un rayo de sol cayo sobre el sillon del juez y la sentencia que siguio (el sol todavia estaba alli) habia sido solo de tres anos, cuando Keycase esperaba cinco. Hasta la cadena de sucesos que precedieron a sus declaraciones y a la sentencia, parecian haberse enlazado en forma favorable, debido a la misma razon. Sus incursiones a varias habitaciones del hotel de Detroit fueron faciles y productivas, en buena parte (lo supuso despues) porque todos los numeros de las habitaciones, excepto la ultima, incluian el guarismo dos, su numero de suerte. Fue en esa ultima habitacion, carente de ese digito, donde su ocupante se desperto y dio un alarido, en el preciso momento en que estaba metiendo el abrigo de vison en una maleta, habiendo ya guardado el dinero y las joyas en uno de los bolsillos del abrigo, especialmente grandes.

Fue pura mala suerte, tal vez influencia de la combinacion de numeros, que un detective del hotel oyera los gritos y se apresurara a llegar. Keycase, filosoficamente, acepto la inevitable de buen talante, sin tomarse el

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