– Ciertamente. Espero que le haya gustado la comida.
– No estuvo mala.
– A proposito -intercalo Peter-, estoy buscando al doctor Ingram. No lo veo en ninguna parte.
– Ni lo vera -el tono fue seco. Sus ojos lo observaron con suspicacia-. ?Es usted de la Prensa?
– No. Del hotel. Estuve con el doctor Ingram un par de veces…
– Dimitio; esta tarde. Si desea conocer mi opinion, creo que se comporto como un perfecto tonto.
Peter reprimio su sorpresa.
– Por casualidad, ?no sabria si el doctor Ingram esta todavia en el hotel? -interrogo.
– No tengo la menor idea. -El hombre del audifono se alejo.
Habia un telefono interno en el entresuelo de la convencion.
El telefonista del conmutador, informo que el doctor Ingram todavia figuraba como residente, pero que no contestaban de su habitacion. Peter hablo con el cajero jefe.
– ?Ha abonado ya su cuenta el doctor Ingram de Filadelfia? ?Se-marcho ya del hotel?
– Si, mister McDermott, hace un minuto. Todavia puedo verlo en el vestibulo.
– Envie a alguien para rogarle que me espere un segundo, por favor. Bajo inmediatamente.
El doctor Ingram estaba en pie, con las maletas al lado y un impermeable en el brazo, cuando llego Peter.
– ?Que problema tiene ahora, mister McDermott? Si lo que desea es un testimonio para el hotel, no va a tener suerte. Ademas, tengo que alcanzar el avion.
– He sabido su renuncia. He venido a decirle que lo siento.
– Creo que se arreglaran sin mi. -Desde el Gran Salon, dos pisos mas arriba, el ruido de los aplausos y exclamaciones llegaba abajo, hasta donde ellos se encontraban.- Parece que ya lo han hecho.
– ?Lo lamenta mucho?
– No. -El pequeno doctor movio los pies, con la mirada baja; luego gruno:- Soy un embustero. Me duele muchisimo. No deberia sentirlo, pero lo siento.
– Me imagino que cualquiera lo sentiria -anadio Peter.
– Entienda esto, mister McDermott. -La cabeza del doctor Ingram se irguio.- No soy un felpudo golpeado. Ni necesito sentirme como tal. He sido un maestro toda mi vida, con muchos testimonios para probarlo. He formado gente docente, como el doctor Nicholas, por ejemplo, y otros por el estilo; procedimientos que llevan mi nombre; libros escritos por mi, que son textos corrientes. Todo eso es material solido. Los otros… -hizo una indicacion con la cabeza hacia el Gran Salon-, son recubrimiento de pasteleria…
– No adverti…
– De todas maneras, un poco de recubrimiento no dana. Hasta puede llegar a gustarle a uno. Deseaba ser presidente. Me senti complacido cuando me eligieron. Es un espaldarazo otorgado por gente cuya opinion se valora. Si voy a ser sincero con usted, mister McDermott (y Dios sabe por que se lo estoy diciendo), no encontrarme alla arriba esta noche, es algo que me roe el corazon. -Hizo una pausa, mirando hacia arriba, mientras se escuchaban una vez mas los ruidos del Gran Salon.- Alguna vez, sin embargo, se tienen que poner en la balanza los deseos contra los principios -mascullo el pequeno doctor-. Algunos de mis amigos piensan que me he portado como un idiota.
– No es de idiotas el mantenerse firme segun los propios principios.
– Usted no lo hizo, McDermott -el doctor Ingram miraba de frente a Peter-, cuando tuvo la oportunidad. Usted estaba demasiado angustiado por el hotel: su trabajo.
– Temo que eso sea cierto.
– Bien, ha tenido la gentileza de admitirlo, asi que le dire algo, hijo. Usted no esta solo. Ha habido ocasiones en que no he estado a la altura de mis convicciones. Eso va para todos nosotros. Algunas veces, sin embargo, se tiene una segunda oportunidad. Si eso le ocurre a usted… aprovechela.
– Lo acompanare hasta la puerta -dijo Peter, haciendo una sena a un botones.
– No es necesario eso -rechazo el doctor Ingram-. No se moleste. No me gusta este hotel, ni usted tampoco.
El botones lo miro inquisitivamente.
– Vamos -dijo el doctor Ingram.
16
Al caer la tarde, cerca del grupo de arboles que ocultaba el «Jaguar», Ogilvie dormia todavia
Desperto cuando comenzo a oscurecer y el sol, como un globo anaranjado, iluminaba el borde de las colinas hacia el Oeste. El calor del dia se habia transformado en un agradable y fresco atardecer. Ogilvie se apresuro, comprendiendo que pronto seria tiempo de proseguir.
Lo primero que hizo fue escuchar la radio del coche. Parecia que no habia novedades; una repeticion de lo que habia oido antes. Satisfecho, la desconecto.
Volvio al arroyuelo que se encontraba mas alla del pequeno grupo de arboles y se refresco, echandose agua sobre la cara y la cabeza para desvanecer hasta el ultimo vestigio de pesadez. Hizo una rapida merienda con lo que habia quedado de su reserva de alimentos; lleno otra vez el termo con agua, depositandolo en el asiento de atras, junto con algo de queso y pan. Con eso tendria que ir tirando para sostenerse durante la noche. No pensaba hacer nuevos altos innecesarios en la marcha, hasta el dia siguiente.
Su ruta, tal como la habia proyectado antes de dejar Nueva Orleans, se dirigia al Noroeste a traves del resto del Mississippi. Luego atravesaria la saliente occidental de Alabama, dirigiendose despues hacia el Norte, cruzando Tennessee y Kentucky. Desde Luisville torceria en diagonal a traves de Indiana, pasando por Indianapolis. Entraria en Illinois, cerca de Hammond, para llegar, por fin, a Chicago.
El resto de su viaje se extendia a unos mil cien kilometros. La distancia total era demasiado grande para cubrirla en una sola etapa, pero Ogilvie calculo que para el amanecer estaria proximo a Indianapolis, donde creia que ya estaria a salvo. Una vez alli, solo lo separarian de Chicago unos trescientos veinte kilometros.
La oscuridad era completa cuando hizo retroceder el «Jaguar», retirandolo de los arboles protectores, y luego lo hizo marchar con suavidad, hacia el camino principal. Dejo escapar un grunido de satisfaccion al torcer, hacia el Norte, por la ruta nacional 45.
En Columbus, Mississippi, donde fueron enterrados los muertos de la batalla de Shiloh, Ogilvie se detuvo para cargar combustible. Tuvo buen cuidado en elegir una pequena estacion de servicio en los suburbios de la poblacion, que solo contaba con un par de anticuados surtidores, iluminados por una sola luz. Coloco el coche, adelantandolo lo mas lejos.posible de la luz, de manera que su parte frontal quedara en sombras.
Eludio la conversacion, sin contestar el «?Buenas noches!» y el «?Va lejos?» del encargado del negocio. Pago en efectivo por el combustible y por una media docena de barras de chocolate y se alejo.
Quince kilometros mas al Norte, cruzaba la linea divisoria con el estado de Alabama.
Una sucesion de pequenas poblaciones que llegaban y quedaban atras. Vernon, Sulligent, Hamilton, Russelville, Florence; esta ultima, como lo puntualizaba un cartel, notoria por su manufactura de asientos sanitarios. Pocas millas mas adelante, cruzaba el limite de Tennessee.
El transito, en general, era escaso y el «Jaguar» funcionaba en forma perfecta. Las condiciones para conducir eran ideales, ayudadas por una luna llena que se levanto en seguida de caer la noche. No habia signos de actividad policial de ninguna indole.
Ogilvie, satisfecho, sentia sus nervios relajados.
A ochenta kilometros al sur de Nashville, en Columbia, Tennessee, giro hacia la ruta nacional 31.
Ahora el transito era mas denso. Enormes camiones con remolques, con sus faros penetrando la noche como una interminable cadena deslumbradora, pasaban rugiendo hacia el Sur, camino de Birmingham, y hacia el Norte al industrial Medio Oeste. Coches de pasajeros, algunos de los cuales corrian riesgos que no correrian los camioneros, se colaban entre la corriente de vehiculos. En algunas ocasiones el mismo Ogilvie se adelanto para pasar a algun otro automovil de marcha lenta, pero con cuidado de no exceder los limites de velocidad que fijaban las senales indicadoras. No deseaba llamar la atencion ni por la velocidad ni por ningun otro motivo. Durante un rato observo un coche que lo seguia, manteniendose detras de el, y conduciendo a su misma velocidad. Ogilvie ajusto su espejo retrovisor a fin de evitar el resplandor de los faros, y luego redujo la velocidad para permitir que el otro coche lo