– ?Yuri, no discuta! -me grito en ruso Zernov. El ya estaba encima del caballo, agarrado al arzon de la silla-. Aceptelo todo y alargue lo mas posible el tiempo.
– ?En que idioma estan hablando? -quiso saber el jinete, agresivo-. ?En gitano?
– En latin -repuse iracundo-. Dominus vobiscum. ?Vamonos!
Y salte sobre la silla. Esta no era inglesa, moderna, sino antigua, de forma que yo no conocia y con incrustaciones de cobre a los lados. Esto no me turbo: yo habia aprendido a montar a caballo en el equipo deportivo de nuestro instituto, donde nos ensenaban un poco de cada elemento del pentatlon moderno. Una vez, cierto valiente se impuso llevar con rapidez un parte. Vencio todos los obstaculos que surgieron ante el: galopo, corrio, cruzo un torrente tempestuoso, disparo y peleo con espadas. Naturalmente, no todos los del grupo resultamos ser tan valientes como el, pero aprendimos algo de todo. Mi talon de Aquiles consistia en la dificultad para vencer obstaculos. 'Si aparece ahora una zanja o una cerca no podre saltarla' pense temeroso. Pero no tuve tiempo para meditar. El jinete de bigotes negros fustigo mi caballo y nos lanzamos hacia adelante, alcanzando a Zernov y a sus dos guardianes laterales. Su rostro estaba mas blanco que el papel: ?No faltaba mas! ?Era la primera vez que montaba a caballo y lo llevaban a galope rabioso! Galopabamos en silencio uno al lado de otro. El jinete de bigotes negros no apartaba de mi la vista. Oia los golpes de los cascos de mi caballo, sentia su respiracion pesada, su cuello caliente y la resistencia ligera de los estribos. No, esta no era una ilusion, no era un engano de la vision, sino una vida real, una vida ajena en otro espacio y tiempo; vida que nos absorbia, como absorbe el pantano a sus victimas. La cercania del mar, la humedad calida del aire, la serpentina pedregosa del camino, los vinedos en los declives de nuestra ruta, los arboles desconocidos de hojas anchas y largas que fulgian al sol como barnizadas, los asnos que tiraban de las carretas de dos ruedas chirriantes; en las villas, casas de piedra de un solo piso con ventanitas micaceas y de cuyos techos pendian pimientos para el secado, las esculturas rusticas de madonnas junto a las fuentes, los hombres de torso bronceado y vestidos con pantalones desgarrados, que apenas les llegaban a las rodillas, las mujeres con vestidos hechos a mano y los ninos completamente desnudos: todo esto evidenciaba que nosotros nos encontrabamos en una region surena, probablemente de Francia, pero de Francia no actual.
Nuestro galope duro dos horas. Por suerte, sin obstaculos, a excepcion de los pedregones en el camino, restos del despeje del mismo a causa del corrimiento de tierras. Una pared blanca de dos metros de altura nos corto el camino. La pared contorneaba un bosque o parque y se extendia a varios kilometros, pues el final no se veia. Alli, donde la pared se dirigia hacia el norte perpendicularmente al mar, nos esperaba un hombre vestido con el mismo traje de mascaras de nuestros acompanantes, de un terciopelo que una vez fue verde, con las botas de montar rojas por el uso, como las de nuestros acompanantes, y con un gorro sin plumas, pero adornado con una hebilla de cobre brillante. Llevaba su brazo derecho en un cabestrillo hecho de trapos -quizas de una camisa vieja- y en el ojo derecho, una cinta negra. Su rostro me parecia familiar. Aunque no era eso lo que me inquietaba, sino la espada que pendia del cinturon. No acertaba a comprender de que siglo habia surgido este D'Artagnan, mas parecido, sin embargo, a un espantajo que al heroe predilecto de nuestra infancia.
Los jinetes, presurosos, apearon a Zernov del caballo. Este, incapaz de sostenerse sobre sus piernas, cayo de bruces sobre la yerba del camino. Quise ayudarle, pero la mirada severa del tuerto me detuvo.
– ?Levantese! -ordeno a Zernov-. ?No puede levantarse?
– No puedo -respondio gimiendo Zernov.
– ?Que hacer con usted? -inquirio pensativo, y se dio la vuelta hacia mi-. Estoy seguro de que le he visto en algun lugar.
Ipso facto, le reconoci: era Mongeusseau, el interlocutor del director de cine italiano en el restaurante del hotel. Mongeusseau, el floretista y espadachin, el campeon Olimpico y la primera espada de Francia.
– ?Donde los encontro? -le pregunto al de bigotes negros.
– En el camino. ?No son ellos?
– ?Acaso no lo ve? ?Que hacer con estos? -repitio pensativo-. Con estos no sere ya Bonnville.
Una nubecula roja surgio sobre el camino. De ella aparecio primero una cabeza y tras ella, un individuo vestido con un pijama negro de seda. Reconoci al director Carresi.
– Usted es Bonnville y no Mongeusseau -afirmo el. Sus labios y sus mejillas hundidas temblaban con desesperacion cuando hablo-. Usted es una persona de otro siglo, ?comprende?
– Tengo mi propia memoria -prorrumpio el tuerto.
– Entonces, apaguela, desconectela. Olvidese de todo lo que no tenga relacion con la pelicula.
– ?Y acaso ellos tienen relacion con la pelicula? -pregunto el tuerto, en tanto que hacia un gesto en direccion a nosotros-. ?Lo previo usted?
– No, naturalmente. Esta es la accion de una voluntad ajena. Soy impotente para retirarlos. Pero usted, Bonnville, si puede…
– ?Como?
– Como un heroe de Balzac que creara libremente la trama. Mi pensamiento solo le dirige. Usted es el dueno de la trama. Bonnville tiene un enemigo a muerte: Savari. Esto lo determina todo. Pero recuerde bien: ?sin la mano derecha!
– Como zurdo no me permitiran ni tomar parte en los concursos.
– Como zurdo, a Mongeusseau, en nuestra epoca, no le dejarian participar en los concursos. Pero usted es el zurdo Bonnville que vive en otro tiempo y combatira con la mano izquierda.
– Combatire como un escolar.
– No, combatira como un tigre.
La niebla se espeso nuevamente, se trago al director y se disipo. Bonnville se dio la vuelta hacia los jinetes.
– Tirenlo a traves de la pared -les dijo, senalando con un gesto a Zernov, que yacia sobre la yerba-. Dejen que Savari mismo lo cure.
– ?Esperad! -grite.
Pero la aguda espada de Bonnville me toco el pecho.
– Preocupese de su propio pellejo -pronuncio el en tono aleccionador.
Zernov, sin dar un solo grito, volo por encima de la pared.
– Asesino -proferi.
– No le ocurrira nada -afirmo sonriendo Bonnville-: de aquel lado la yerba llega a la cintura. Pronto se levantara. Nosotros, en cambio, no perderemos el tiempo en vano. Defiendase-, y levanto su espada.
– ?Contra usted? Tiene gracia.
– ?Por que?
– Porque usted es Mongeusseau, el campeon de Francia.
– Se equivoca. Soy Bonnville.
– No trate de enganarme. Oi la conversacion que tuvo con el director.
– ?Con quien? -inquirio sin comprender.
Le mire a los ojos: no fingia, realmente no entendia nada.
– Eso se lo ha figurado usted.
Era inutil discutir, pues ante mi se encontraba un fantasma privado de memoria propia. Por el pensaba el director.
– ?Defiendase! -repitio severo. Le di la espalda:
– ?Cual es la razon? ?Ni pienso en ello!
La punta de su espada se clavo en mi espalda, pero no profunda, sino levemente, penetrando en la cazadora, aunque senti su punzonada. Lo mas importante era que yo no dudaba ni un solo instante de que la espada me habria atravesado en el caso de que el hubiera clavado con mas fuerza. Ignoro la actitud que hubiese tenido en mi lugar otra persona, pero a mi, personalmente, no me atraia el suicidio. Porque combatir contra Mongeusseau significaba tambien una muerte segura. Pero no era Mongeusseau el que empunaba la espada, sino el zurdo Bonnville. ?Que tiempo le podria resistir? ?Un minuto, dos?
– ?Se va a defender? -volvio a preguntar el.
– No tengo espada.
– ?Capitan, entreguele su espada! -ordeno.
El de bigotes negros, algo retirado de nosotros, me tiro su espada, la que atrape por su empunadura.
– ?Que bien! -me elogio Bonnville.