– Una puerta que da al canal se ha salido de los goznes. Si queremos utilizarla, tendremos que cambiar el marco -dijo senalando hacia las cortinas de terciopelo-. ?Quiere verla?

– No, gracias. Signor Murino, ?nunca se le ocurrio pensar que su socio pudiera incurrir en cierta incompatibilidad?

Murino sonrio interrogativamente.

– Me temo que no comprendo.

– Permita entonces que trate de aclararselo. Su otro cargo podria haber servido para, digamos, favorecer su inversion conjunta en este negocio.

– Lo lamento, pero sigo sin comprender. -La sonrisa de Murino no hubiera parecido fuera de lugar en la cara de un angel.

Brunetti puso ejemplos.

– Quiza utilizandolo a usted como especialista cuando se enteraba de que determinadas piezas o colecciones iban a ponerse a la venta. Quiza recomendando la tienda a personas que manifestaran interes por un objeto determinado.

– Eso nunca se me ocurrio.

– ?Se le ocurrio a su socio?

Murino saco el panuelo para limpiar otra marca. Cuando la superficie quedo a su gusto, dijo:

– Yo era su socio, comisario, no su confesor. Creo que a esa pregunta solo el podria responder.

– Pero eso, desgraciadamente, no es posible.

Murino movio la cabeza tristemente.

– No; no es posible.

– ?Que pasara ahora con su participacion en el negocio?

La cara de Murino era todo asombro e inocencia.

– Oh, yo seguire repartiendo los beneficios con su viuda.

– ?Y usted y su hija seguiran comprando y vendiendo?

La respuesta de Murino tardo en llegar, pero cuando se produjo no fue sino la confirmacion de lo evidente.

– Si, naturalmente.

– Naturalmente -corroboro Brunetti, aunque la palabra no sono igual ni tenia el mismo sentido dicha por el.

La cara de Murino se encendio de una colera repentina, pero antes de que pudiera contestar, Brunetti dijo:

– Muchas gracias por su tiempo, signor Murino. Que tenga un provechoso viaje a Lombardia.

Murino se aparto del arcon y se acerco a la puerta a buscar el paraguas de Brunetti. Se lo dio sosteniendolo por la tela todavia mojada. Abrio la puerta, la sostuvo cortesmente y, cuando Brunetti salio, la cerro con suavidad. Brunetti se encontro bajo la lluvia y abrio el paraguas. Una rafaga de aire trato de arrancarselo de la mano, pero el lo sujeto con fuerza y se encamino a casa. Durante toda la conversacion ninguno de los dos habia pronunciado ni una sola vez el nombre de Semenzato.

16

Mientras cruzaba el campo barrido por la lluvia, Brunetti se preguntaba si Semenzato podia haber confiado en que un hombre como Murino llevara debidamente las cuentas de todas las compras y ventas. Desde luego, Brunetti habia visto asociaciones comerciales mas extranas todavia, y no debia olvidar que el no conocia a Semenzato sino, por asi decir, en retrospectiva, vision que rara vez favorece la claridad. De todos modos, ?quien iba a ser tan incauto como para fiarse de la palabra de un anticuario tan escurridizo como aquel? Aqui una voz mas fuerte que sus intentos de sofocarla apostillo: «Y napolitano por mas senas.» Nadie aceptaria su palabra sin mas. Pero, si el grueso de sus transacciones se hacia en objetos robados y falsificaciones, el rendimiento del negocio licito tendria escasa importancia. En este caso, Semenzato no se hubiera molestado en cuestionar los recibos ni la palabra de Murino sobre si un armadio o una mesa se habia comprado por tanto y vendido por tanto mas. Al pensar en terminos de precios, perdidas y ganancias, Brunetti tuvo que reconocer que no disponia de cifras base, no tenia idea del valor de mercado de las piezas que, segun Brett, habian desaparecido. Ni siquiera sabia que piezas eran. Eso, manana.

A causa de la lluvia, que era cada vez mas fuerte, y de la amenaza de acqua alta, las calles estaban insolitamente desiertas, a pesar de ser la hora en que la gente volvia del trabajo a casa o salia a hacer las ultimas compras antes de que cerraran las tiendas. Brunetti podia transitar facilmente por las estrechas calles sin tener que molestarse en ladear el paraguas para dejar paso a otros transeuntes. Ni siquiera en el ancho tramo superior del puente de Rialto habia gente: lo nunca visto. Muchos de los puestos de venta estaban vacios y las cajas de frutas y verduras habian sido retiradas antes de la hora del cierre y los vendedores habian escapado del frio intenso y del diluvio persistente.

Al entrar en su edificio, cerro con un portazo: con tiempo humedo, la cerradura se atascaba y habia que recurrir a la violencia para hacer que el pesado portalon se cerrara o se abriera. Agito varias veces el paraguas, lo enrollo y se lo puso debajo del brazo. Agarrando el pasamanos con la derecha, inicio la larga ascension hasta su apartamento. En el primer piso, la signora Bussola, viuda de un abogado y sorda, veia el telegiornale, lo que significaba que toda la planta tenia que oir las noticias. Como era de suponer, tenia puesto RAI Uno; ella no queria saber nada de esos ultras de izquierda de RAI Due. En el segundo piso, los Rossi estaban callados, lo que significaba que habian terminado la discusion y estaban en la parte trasera de la casa, el dormitorio. En el tercer piso tampoco se oia nada. Hacia dos anos habia ido a vivir alli una pareja joven que habia comprado toda la planta, pero Brunetti podia contar con los dedos de una mano las veces que habia visto a uno u otro en la escalera. Se decia que el trabajaba para el municipio, aunque no se sabia exactamente a que se dedicaba. La mujer salia por la manana temprano y volvia a las cinco y media de la tarde, y nadie sabia tampoco adonde iba ni que hacia, un hecho que a Brunetti le parecia milagroso. En el cuarto piso solo habia olores. Los Amabile salian poco, pero inundaban la escalera de deliciosos y tentadores aromas culinarios. Esta noche parecia haber capriolo y, quiza, alcachofas, aunque tambien podian ser berenjenas fritas.

Y, por fin, su propia puerta y la promesa de sosiego. Que se desvanecio nada mas poner un pie en el recibidor. Del fondo del apartamento llegaban los sollozos de Chiara. ?Que le pasaba a su pequena espartana, la nina que nunca lloraba, a la que podias castigar privandola de lo que mas deseaba sin que se le escapara ni una lagrima, y que habia permanecido palida pero impavida mientras le reducian la fractura de la muneca? Y ahora no solo lloraba sino que berreaba.

Brunetti fue rapidamente por el pasillo hasta la habitacion. Paola, sentada al borde de la cama, acunaba a su hija.

– Cielo, no podemos hacer nada mas. Hemos puesto hielo y ahora hay que esperar a que haga efecto.

– Duele, mamma, duele mucho. ?No puedes hacer algo?

– Puedo darte un poco mas de aspirina. Quiza te calme.

Chiara hipo y repitio con una voz extranamente aguda:

– Mamma, por favor haz algo.

– ?Que pasa, Paola? -pregunto el con voz atona, muy serena.

– Oh, Guido -dijo Paola volviendose hacia el pero sin soltar a la nina-. Le ha caido la mesa en el dedo.

– ?Que mesa? -pregunto el, en lugar de que dedo.

– La mesa de la cocina. -La que tenia carcoma. ?Que hacian, querian moverla solas? ?Por que, si estaba lloviendo? No podian sacarla a la terraza. Pesaba demasiado.

– ?Como ha sido?

– No me ha creido cuando le he dicho que habia tantos agujeros, ha querido tumbarla de lado para mirar, se le ha escurrido de las manos y le ha caido en el dedo gordo del pie.

– A ver -dijo el, mirando el pie que descansaba encima de la colcha, envuelto en una toalla que sujetaba una bolsita de plastico llena de hielo sobre el dedo lesionado, para prevenir la hinchazon.

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