que fuera, todo se fue al infierno. Caterpillar, General Electric, hasta Pabst. Durante un tiempo despidieron a todo el mundo. Ahora esta mejor.
– Oh -dijo Baedecker. Le dolia la cabeza. Aun sentia el movimiento del avion sobrevolando el rio. Ya que no podia pilotar un avion, al menos hubiera querido conducir un coche para desentumecerse las manos y las piernas, que anhelaban controlar algo. Cerro los ojos.
– ?Prefiere el camino rapido o el camino largo? -pregunto Ackroyd.
– El largo -dijo Baedecker sin abrir los ojos-. Siempre el camino largo.
Obediente, Ackroyd cogio la siguiente salida para abandonar la interestatal 74 y se interno en las geometrias euclidianas de los maizales y las carreteras del condado.
Baedecker debio de dormirse unos minutos. Abrio los ojos cuando el coche se detuvo en un cruce. Letreros verdes indicaban la direccion de Princeville, Galesburg, Elmwood y Kewanee, y las respectivas distancias. No se mencionaba Glen Oak. Ackroyd viro hacia la izquierda. El camino era un corredor entre telones de maiz. Oscuros costurones de brea y asfalto emparchaban la carretera imprimiendo un sonido ritmico al aire acondicionado. La ligera vibracion tenia una cualidad hipnotica y ecuestre.
– El corazon del corazon del pais -dijo Baedecker.
– ?Eh?
Baedecker se irguio en el asiento, sorprendido de haber hablado en voz alta.
– Una frase con la que un escritor solia describir esta region del pais. William Gass, creo. La recuerdo a veces cuando pienso en Glen Oak.
– Oh. -Ackroyd se movio incomodo. Baedecker noto que lo habia puesto nervioso. Ackroyd habia dado por sentado que eran dos hombres, dos hombres bien plantados, y la mencion de un escritor no encajaba. Baedecker sonrio evocando los seminarios que las diversas fuerzas habian dado a sus pilotos de prueba antes de las primeras entrevistas en la NASA para el programa
Ackroyd estaba hablando de su agencia de bienes raices antes de la interrupcion de Baedecker. Ahora se aclaro la garganta y gesticulo con la mano derecha.
– Supongo que ha conocido a mucha gente importante, ?eh, senor Baedecker?
– Richard -se apresuro a decir Baedecker-. Usted es Bill, ?verdad?
– Si. Ningun parentesco con el tio de esos viejos programas de
– No -dijo Baedecker. Nunca habia visto el programa.
– ?Y quien ha sido el mas importante, en su opinion?
– ?Que? -pregunto Baedecker pero no habia modo de encauzar la charla en otra direccion.
– El personaje mas importante que ha conocido.
Baedecker trato de infundir cierta vitalidad a su voz. De pronto se encontro extenuado. Penso que tendria que haber conducido en su propio automovil desde St. Louis. La escala en Glen Oak no le habria quedado muy lejos del itinerario, y se habria podido largar cuando hubiera querido. Baedecker no recordaba la ultima vez que habia conducido a ninguna parte, excepto para ir de su apartamento a la oficina y viceversa. Viajar se habia transformado en una serie incesante de tramos aereos. Con cierta sorpresa cayo en la cuenta de que Joan, su ex esposa, nunca habia estado en St. Louis, en Chicago, en el Medio Oeste. Su vida en comun habia transcurrido en la costa, en lugares donde terminaba el continente: Fort Lauderdale, San Diego, Houston, Cocoa Beach, esos cinco malos meses en Boston. De pronto sintio curiosidad por la opinion de Joan sobre esa vasta extension de campos, granjas, vaharadas de calor.
– El sha de Iran -dijo-. Al menos fue el que mas me impresiono. El espectaculo de la corte, el protocolo, y la sensacion de poder que comunicaban el y su cortejo. Aun la Casa Blanca y el palacio de Buckingham parecian poca cosa en comparacion. No le sirvio de mucho.
– Asi es -dijo Ackroyd-. Una vez conoci a Joe Namath. Yo estaba en una convencion de Amway en Cincinnati. No tengo tiempo para eso desde que me involucre en el asunto de Pine Meadows, pero me iba muy bien. Mil trescientos pavos al mes, y apenas sin esforzarme. Joe se encontraba alli por otro asunto, pero conocia a un individuo que era muy amigo de Merle Weaver. Asi que Joe, que nos pidio a todos que lo llamaramos asi y paso los dos dias con nosotros. Incluso nos acompano a la zona de combate. Es decir, tenia sus compromisos, pero cada vez que podian el y el amigo de Merle salian a cenar con nosotros y nos invitaban a unas copas. Nunca he conocido un tio mas simpatico.
Baedecker se sorprendio al comprobar que reconocia el lugar. Sabia que a la vuelta de la proxima curva apareceria una granja con un reloj floral en el centro de la calzada. Aparecio la granja. No habia reloj, pero el aparcamiento estaba recien asfaltado. La casa de tejas rojas de la izquierda era aquella que su madre llamaba la vieja posta de diligencias. Vio el derruido porche del segundo piso y tuvo la certeza de que era el mismo edificio. La repentina superposicion de recuerdos olvidados sobre la realidad resulto perturbadora para Baedecker, una tenaz sensacion de
– ?Conoce a Joe Namath? -pregunto Ackroyd.
– No, no lo conozco -dijo Baedecker. En un dia despejado, desde un 747 a diez mil metros de altura, Illinois pareceria una cuadricula. Baedecker sabia que el angulo recto dominaba en el Medio Oeste tal como las sinuosas y obtusas curvas de la erosion dominaban el sudoeste, donde habia realizado casi todos su vuelos. Desde una altura de doscientas millas nauticas, el Medio Oeste era un borron verde y marron que se vislumbraba entre masas nubosas blancas. Desde la Luna no habia sido nada. Baedecker no penso en buscar los Estados Unidos en sus cuarenta y seis horas en la Luna.
– Un tio cojonudo. Nada engreido como algunas personas famosas que uno conoce, ?entiende? Lastima lo de su rodilla.
El deposito de agua era diferente. Una alta y blanca estructura de metal habia reemplazado a la torre verde. Ardia en los rutilantes rayos oblicuos del sol del atardecer. Baedecker sintio una extrana emocion entre el corazon y la garganta. No era nostalgia ni anoranza trasnochada. Baedecker comprendio que esa ardiente oleada de sensaciones era simple reverencia ante una imprevista confrontacion con la belleza. Habia sentido ese sorprendido dolor una tarde de lluvia de su infancia, en el Instituto de Artes de Chicago, frente a ese oleo de Degas de la joven bailarina con naranjas en los brazos. Habia experimentado la misma emocion aguda al ver a su hijo Scott - morado, abotargado, brillante, la boca abierta- segundos despues del nacimiento. Baedecker ignoraba por que se sentia asi ahora, pero pulgares invisibles le apretaban la garganta y un ardor lo aguijoneaba detras de los ojos.
– Apuesto a que no reconoce el lugar -dijo Ackroyd-. ?Cuanto hace que no viene, Dick?
Glen Oak aparecio como una borrosa arboleda, se resolvio en un apinamiento de casas blancas, se ensancho llenando el parabrisas. La carretera viro de nuevo dejando atras una gasolinera Sunoco, una casa de ladrillos (Baedecker recordo que su madre le habia contado que habia sido una estacion del «ferrocarril subterraneo», la organizacion blanca que ayudaba a escapar a los esclavos negros del Sur) y un letrero blanco que decia:
GLEN OAK, POBLACION 1275, VELOCIDAD MEDIDA ELECTRICAMENTE.
– Desde el 56 -dijo Baedecker-. No, 1957. Los funerales de mi madre. Murio un ano despues de fallecer mi padre.
– Estan sepultados en el cementerio Calvary -dijo Ackroyd, como si le revelara algo nuevo.
– Si.
– ?Quiere pasar por alli? ?Antes de que oscurezca? No me molesta esperar.
– No. -Baedecker echo un rapido vistazo a la izquierda, horrorizado ante la idea de visitar la tumba de sus padres mientras Bill Ackroyd esperaba en su Bonneville-. No, gracias, estoy cansado. Me gustaria ir al motel. ?El que esta al norte de la ciudad todavia se llama Day's End Inn?
Ackroyd rio y palmeo el volante.
– Cielos, ?ese viejo tugurio? No, senor, lo demolieron en el 62, cuando Jackie y yo nos mudamos aqui desde Lafayette. No, el lugar mas cercano es el Motel Six, en la 74, cerca de la salida de Elmwood.
– Esta bien -dijo Baedecker.
– Oh, no -dijo Ackroyd con expresion consternada-. Habiamos planeado que se quedara con nosotros, Dick.