El jueves por la noche Baedecker estaba en la sala de los Gavin, planeando la excursion del fin de semana, cuando sono el timbre de la puerta principal. Gavin fue a abrir la puerta. Deedee le contaba a Baedecker el problema de Tommy y su novia cuando saludo una voz.
– ?Hola, Richard!
Baedecker se volvio sorprendido. Era imposible que Maggie Brown estuviera en casa de Gavin, pero alli estaba, con el mismo vestido de algodon que cuando habian recorrido juntos el Taj Mahal. Llevaba el pelo mas corto, aclarado por el sol, pero la cara bronceada y pecosa era la misma, los ojos verdes eran los mismos. Incluso el pequeno y casi agradable orificio entre los dientes testimoniaba que en efecto era Maggie Brown. Baedecker se quedo de una pieza.
– La muchacha me preguntaba si habia venido a la casa indicada para encontrar al famoso astronauta Richard E. Baedecker -dijo Gavin-. Le he respondido que asi era.
Mas tarde, mientras Tom y Deedee miraban la television, Baedecker y Maggie se fueron a andar por el paseo de la calle Pearl. Baedecker habia estado en Boulder una vez -una visita de cinco dias en 1969, cuando su equipo de ocho astronautas novatos estudiaba geologia alli y utilizaba el planetario Fiske de la universidad para ejercicios de navegacion con guia de los astros-, el paseo no existia entonces. La calle Pearl, en el corazon de la vieja Boulder, era solo otra calle polvorienta y atestada del oeste, con drugstores, tiendas de saldos y restaurantes familiares. Ahora era un paseo de cuatro manzanas, sombreado por arboles, adornado con colinas ondulantes y flores, bordeado por costosas tiendas donde lo mas barato era un pequeno helado Haagen Dazs por un dolar cincuenta. En las dos manzanas que Baedecker y Maggie acababan de recorrer, se habian cruzado con cinco musicos callejeros, un coro de Hare Krishna, una actuacion de cuatro malabaristas, un equilibrista solitario que tendia su cuerda entre dos quioscos y un joven etereo que tan solo llevaba una tunica de sarga y una piramide dorada en la cabeza.
– ?Por que has venido? -pregunto Baedecker. Maggie lo miro y Baedecker tuvo una sensacion extrana, como si una mano fria le hubiera aferrado la nuca.
– Tu me llamaste -dijo Maggie.
Baedecker se detuvo. Un hombre tocaba el violin con mas entusiasmo que talento. El estuche del instrumento yacia en el suelo con dos billetes de un dolar y tres monedas de veinticinco centimos.
– Llame para ver como estabas -dijo Baedecker-. Como estaba Scott cuando lo viste por ultima vez. Solo queria cerciorarme de que habias vuelto sana y salva de la India. Cuando la muchacha del dormitorio me dijo que aun visitabas a tu familia, decidi no dejar ningun mensaje. ?Como supiste que era yo? ?Como demonios me encontraste?
Maggie sonrio, un destello de picardia en los ojos verdes.
– Ningun misterio, Richard. Primero, supe que eras tu. Segundo, llame a tu compania de St. Louis. Me dijeron que habias renunciado y te habias ido, pero nadie sabia adonde hasta que hable con Teresa, de la oficina del senor Prescott. Ella encontro la direccion que habias dejado para un caso de emergencia. Yo tenia el fin de semana libre. Y aqui estoy.
Baedecker pestaneo.
– ?Por que?
Maggie se sento en un banco de pino, y Baedecker se sento junto a ella. La brisa agito las hojas e hizo bailar la luz del farol y las sombras. A media manzana estallo un aplauso cuando el equilibrista realizo algo interesante.
– Queria saber como andaba tu busqueda -explico Maggie. Baedecker la miro desconcertado.
– ?Que busqueda? -pregunto.
Como respuesta, Maggie se desabotono la parte superior del vestido blanco. Alzo un collar a la luz opaca y Baedecker tardo unos segundos en reconocer la medalla de San Cristobal que le habia dado en Poona. Era la medalla que su padre le habia dado en 1951 el dia en que Baedecker ingreso en la Infanteria de Marina. Era la medalla que llevo a la Luna. Baedecker meneo la cabeza.
– No -dijo-, no lo entendiste.
– Si -dijo Maggie.
– No. Admitiste que cometiste un error al seguir a Scott a la India. Ahora estas cometiendo un error todavia mas grande.
– No segui a Scott a la India. Fui a la India para ver que hacia, porque crei que le apasionaban las preguntas que yo tambien considero importantes. Me equivoque. No le interesaba hacer preguntas, solo hallar respuestas.
– ?Que diferencia hay? -pregunto Baedecker. La conversacion se le escapaba de las manos, se le iba como un avion que se detenia en el aire.
– La diferencia es que Scott opto por la ley del menor esfuerzo -dijo Maggie-. Como la mayoria de la gente, se sintio incomodo a la intemperie, no protegido por ninguna sombra de autoridad. Asi que cuando las preguntas se pusieron dificiles, se conformo con respuestas faciles.
Baedecker meneo la cabeza de nuevo.
– No me enredes con frases pomposas. Estas totalmente confundida, y me confundes con otra persona, Maggie. Soy solo un tio maduro que se ha cansado de su trabajo y tiene dinero suficiente para tomarse unos meses de vacaciones no merecidas.
– Pamplinas -dijo Maggie-. ?Recuerdas nuestra conversacion en Benares? ?Sobre lugares de poder?
Baedecker rio.
– Claro -dijo. Senalo a dos jovenes con pantalones cortos harapientos que acababan de pasar, internandose en la multitud con sus patines. Detras de ellos venia un corredor con pantalones cortos cenidos y una vanidad tan obvia como el sudor que le relucia en el rostro bronceado. Un grupo de adolescentes cenudos con pelo tenido de rojo y cortado a lo mohicano le cedio el paso-. Y me estoy acercando, ?eh?
Maggie se encogio de hombros.
– Quizas este fin de semana. Las montanas siempre pueden ser lugares de poder.
– Y si no bajo del pico Uncompahgre con un par de tablillas de piedra, ?regresaras a Boston el lunes y continuaras tus clases? -pregunto Baedecker.
– Ya veremos.
– Mira, Maggie, creo que tenemos que…
– Oye, mira. Ese tio esta sentado en una silla sobre el alambre. Me parece que esta haciendo magia. Ven, vamos a mirar, -obligo a Baedecker a levantarse-. Despues te comprare un helado de chocolate.
– ?Asi que te gustan los equilibristas y los trucos? -pregunto Baedecker.
– Me gusta la magia -dijo Maggie, arrastrandole.
– Seis-seis-seis es la marca de la bestia -dijo Deedee-. Esta en mi tarjeta de Sears.
– ?Que? -dijo Baedecker. La fogata se habia consumido y solo quedaban brasas. Afuera hacia mucho frio. Baedecker se habia puesto un jersey de lana y su vieja cazadora de vuelo. Maggie se acurrucaba junto a el en una abultada cazadora de plumas. La otra fogata se habia apagado un rato antes, los cuatro jovenes habian entrado en sus tiendas y Tommy habia regresado y se habia metido en silencio en la tienda que compartia con Baedecker.
–
– ?En tu tarjeta de Sears? -pregunto Maggie.
– No solo alli, sino en sus declaraciones mensuales -respondio Deedee con voz baja, suave, seria.
– La tarjeta de Sears no deberia ser un problema a menos que la lleves en la frente, ?verdad? -dijo Baedecker.
Gavin se inclino para arrojar dos ramas al fuego. Las chispas volaron confundiendose con las estrellas.
– No tiene gracia, Dick -dijo-. El