– ?Dick! -ladro Gavin. Era una orden.
– No empieces ningun tres-sesenta a menos que tengas trescientos metros de aire debajo -dijo Lude-. Alejate de la colina, amigo.
– Eres un condenado idiota -declaro Gavin. Era una evaluacion final. Un veredicto.
Baedecker meneo la cabeza.
– Un celebrante -dijo. Avanzo cinco pasos y salto.
CUARTA PARTE – LONEROCK
La ceremonia funebre es en nochevieja, las nubes estan bajas, y la corta procesion de vehiculos ha viajado cuatro horas y media desde Salem, Oregon, a traves de neviscas intermitentes. Aunque todavia es de manana la luz esta borrosa y opaca. Arboles, piedras y maderas la absorben dejando solo contornos grises. Hace mucho frio. El humo blanco del tubo de escape del coche funebre acaricia a los seis hombres que sacan el ataud del vehiculo y lo trasladan por la quebradiza hierba escarchada.
Baedecker siente el frio de la manija de bronce a traves del guante y se maravilla ante la liviandad del cuerpo de su amigo. Llevar el macizo ataud no es un esfuerzo con la ayuda de los otros cinco. Baedecker recuerda un juego infantil donde un grupo hacia levitar a un voluntario en posicion supina: cada nino ponia un solo dedo bajo el cuerpo tenso. El nino acostado se levantaba medio metro del suelo entre un coro de risas. Para el nino Baedecker, la sensacion de alzar a alguien de ese modo iba acompanada por un ligero temor ante ese desafio a la gravedad, la violacion de leyes inviolables. Pero siempre, al final, con delicadeza o brusquedad, bajaban al nino que chillaba y se contorsionaba, le devolvian el peso; la gravedad era obedecida.
Baedecker cuenta veintiocho personas junto a la tumba. Sabe que podria haber habido muchas mas. Se comento que asistiria el vicepresidente, pero el ofrecimiento apestaba a ano electoral y Diane termino pronto con eso. Baedecker mira a la izquierda y ve el chapitel de la iglesia metodista de Lonerock en el valle, tres kilometros mas abajo. La luz tenue caracolea con el paso de las nubes, y Baedecker se queda fascinado por la sensacion de sustancia movil del lejano chapitel. La iglesia habia permanecido cerrada durante anos antes de las exequias de esta manana, y mientras Baedecker metia combustible en la estufa de metal, antes de la llegada de los demas deudos, reparo en la fecha de un periodico viejo: 21 de octubre de 1971. Baedecker hizo una pausa tratando de recordar donde debian de estar el y Dave el 21 de octubre de ese ano. Menos de tres meses antes del vuelo. Houston o el Cabo, muy probablemente. Baedecker no recuerda.
La ceremonia es breve y simple. El coronel Terrence Paul, un capellan de la Fuerza Aerea y viejo amigo, dice unas palabras. Baedecker habla un momento, recordando el paseo de su amigo por la superficie lunar, ligero, aureolado por la luz. Leen en voz alta un telegrama de Tom Gavin. Hablan otros. Por ultimo, Diane evoca en voz baja el amor de su esposo por el vuelo y la familia. La voz se le quiebra un par de veces, pero se recobra y concluye.
En el silencio que sigue, Baedecker casi oye como los copos de nieve se posan sobre los abrigos, la hierba y el ataud. De pronto, un estruendo sacude la ladera, y el grupo alza los ojos hacia los cuatro T-38 que bajan del noroeste en formacion cerrada, a menos de doscientos metros de altura para mantenerse bajo las nubes. Mientras la formacion pasa rugiendo con un gemido que retumba en los huesos, los dientes y el craneo, el reactor que sigue al lider abandona repentinamente la formacion y trepa casi verticalmente hacia el gris techo de nubes. Los otros tres T-38 desaparecen al sudeste, y el chillido de las toberas se transforma en un murmullo que se pierde en el silencio.
La formacion del piloto ausente, como de costumbre, conmueve a Baedecker hasta las lagrimas. Parpadea en el aire frio. El general Layton, otro amigo de la familia, hace una sena a la guardia de honor de la Fuerza Aerea. Quitan la bandera americana del ataud y la doblan ceremoniosamente. El general Layton entrega la bandera doblada a Diane. Ella la acepta sin lagrimas.
Individuos y grupos pequenos saludan a la viuda, y luego la gente se detiene un instante y se aleja lentamente hacia los automoviles que aguardan mas alla de la cerca.
Baedecker se queda unos minutos. Siente el aire frio en los pulmones. Mas alla del valle ve las colinas moteadas de nieve gris. La carretera del condado atraviesa la ladera del acantilado como una cicatriz. Mas al oeste, un risco combado se eleva de las colinas boscosas, y Baedecker piensa en escamas de estegosaurio. Echa una ojeada a la pequena cabana del extremo del cementerio y ve la semioculta excavadora amarilla. Dos hombres con monos grises y gorras azules fuman y observan. «Esperando a que me largue», piensa Baedecker. Mira la superficie del ataud gris suspendido sobre la fosa cavada en la tierra escarchada, da media vuelta y camina hacia los coches.
Diane espera ante la portezuela abierta de su jeep Cherokee blanco, y llama a Baedecker cuando los demas han subido a sus propios coches.
– Richard, ?quieres bajar la colina conmigo?
– Claro -dice Baedecker-. ?Quieres que conduzca yo?
– No, yo conducire. -El Cherokee es el ultimo coche en partir. Baedecker mira a Diane cuando bajan la estrecha senda de grava; ella no mira hacia el cementerio. Tiene las manos desnudas, blancas, firmes sobre el volante. La nieve arrecia mientras bajan en zigzag por el camino abrupto y Diane pone en funcionamiento los limpiaparabrisas. El vaiven de metronomo de los limpiaparabrisas y el ronroneo de la calefaccion son los unicos sonidos durante varios minutos.
– Richard, ?crees que salio bien? -Diane se desabrocha el abrigo y baja la calefaccion. Lleva un vestido azul oscuro; no encontro un vestido negro de embarazada en los tres dias anteriores al funeral.
– Si -dice Baedecker.
Diane asiente con la cabeza.
– Yo tambien.
El jeep traquetea al pasar sobre una zanja. Las luces de freno del coche de delante parpadean cuando aminora la velocidad para eludir una piedra que sobresale en la maltrecha carretera. Atraviesan una parcela y doblan hacia un camino de grava que se interna en el valle.
– ?Te quedaras con nosotros en Salem esta noche? -pregunta Diane-. Comeremos algo caliente en casa y luego regresaremos.
– Desde luego -dice Baedecker-. Le dije a Bob Munsen que me encontraria con el esta tarde, pero no puedo volver a las siete.
– Tucker estara aqui esta noche -dice Diane, como si aun necesitara convencerlo-. Y Katie. Estaria bien que los cuatro estuvieramos juntos por ultima vez.
– No tiene que ser la ultima vez, Diane -dice Baedecker.
Ella mueve la cabeza pero no responde. Baedecker le mira la cara, ve las pecas que resaltan contra la tez palida, y recuerda una muneca alemana de porcelana que su madre guardaba en el escritorio. Baedecker la rompio un dia de lluvia cuando jugaba con Boots, su enorme spaniel. Aunque su padre la pego, desde entonces Baedecker siempre fue sensible a la infinitesimal traceria de lineas de fractura en las mejillas blancas y la frente de la delicada estatuilla. Baedecker escruta los rasgos de Diane como si buscara en ellos nuevas lineas de fractura.
Afuera la nevisca arrecia cada vez mas.
Baedecker llego a Salem a principios de octubre. Se apeo del tren, dejo el equipaje y miro en torno. La pequena estacion estaba a cincuenta metros. Parecia construida en los anos 20 y abandonada poco despues. Crecian matas de musgo en el tejado.
– ?Richard!
Mas alla de una familia que intercambiaba abrazos, Baedecker distinguio la silueta alta de Dave Muldorff cerca de la estacion. Agito el brazo, cogio su vieja bolsa de vuelo y echo a andar hacia Dave.
– Demonios, que alegria verte -dijo Dave. La mano era grande, el apreton firme.
– Lo mismo digo -dijo Baedecker. Con repentina emocion, comprendio que de veras se alegraba de ver a su viejo colega-. ?Cuanto ha pasado, Dave? ?Dos anos?
– Casi tres -dijo Dave-. Esa ceremonia que animo Mike Collins en el Museo del Aire y del Espacio. ?Que