Practica el uso del indice y el pulgar para controlar la regulacion.

Suelta un suspiro. Hace mas de tres anos que no maneja una aeronave de motor y se alegra de que la telemetria no este enviando su ritmo cardiaco a un equipo medico; los doctores diagnosticarian taquicardia con un solo vistazo a los monitores. Baedecker abre el regulador con la mano izquierda y aprieta el interruptor con el dedo bueno. Se oye un gemido fuerte, la turbina despierta con un siseo, como cuando se enciende el piloto de un enorme termo, y el medidor de temperatura del gas de escape salta al rojo mientras los rotores comienzan a girar. A los cinco segundos la turbina zumba de manera uniforme, los rotores son un borron, una presion suave desde arriba.

– Bien, de acuerdo -le dice Baedecker al microfono muerto-. ?Ahora que? -Enciende la calefaccion y el descongelante, espera treinta segundos a que se despeje el parabrisas, apenas mueve la palanca de control colectivo. Ese ligero tiron -Baedecker recuerda el quisquilloso freno del viejo Volvo de Joan- incrementa el angulo de inclinacion elevando al Huey dos metros sobre los patines.

Un revoloteo no estaria mal, piensa Baedecker. Acelera para compensar el angulo, y su mano izquierda protesta de dolor cuando le pide que haga dos cosas al mismo tiempo. Afloja a los tres metros, planeando sostener el Huey alli por un minuto, el parabrisas al nivel de la puerta del piso alto del granero de Kink, que esta a quince metros. De inmediato la fuerza de torsion intenta impulsar la maquina en sentido contrario a las agujas del reloj sobre el eje. Baedecker aprieta el pedal derecho, compensa en exceso y el rotor de cola impulsa el Huey en direccion opuesta. Lleva la rotacion a un angulo de detencion de 180 grados, donde empezo, pero entretanto el angulo de inclinacion reducido hace bajar y subir la nave. Baedecker empuja demasiado la palanca ciclica, nivelando a unas pulgadas del suelo para brincar varios metros cuando los controles responden.

Baedecker lo deja bajar a tres metros, mientras maniobra febrilmente con el regulador, la palanca, el control de inclinacion y los pedales en un esfuerzo para lograr un mero revoloteo. Cuando cree que lo ha logrado, mira a la izquierda y nota que se desliza despacio, como si estuviera sobre rieles de vidrio, sin friccion, a tres metros del frio suelo directamente hacia el granero de Kink.

Patea el pedal para hacer girar la pesada maquina en una vuelta brusca, mueve la palanca hacia adelante y hacia atras, y el Huey se desploma en un aterrizaje rechinante y torpe, botando dos veces antes de asentarse con un crujido sobre los patines, en el centro del patio.

Baedecker se pasa el dorso de la mano por la frente. El sudor le empapa el cuello y las orejas. Suelta la palanca y el control colectivo y se reclina. El arnes se mueve con el, reteniendolo. Los rotores continuan girando.

– Bien, amigo -murmura Baedecker-, no me vendria mal una mano.

«Trata de contener el aliento, zopenco.» Es la voz de Dave por el interfono inactivo, a traves de los silenciosos auriculares de Baedecker. Es la voz de Dave en su mente.

Baedecker se relaja, exhala una larga bocanada de aire, no inhala, deja que su mente vagabundee mientras su cuerpo recuerda esas horas de instruccion diecisiete anos atras. Aun conteniendo el aliento, alza la palanca de inclinacion, tira de la palanca ciclica, ajusta la regulacion y los pedales al elevarse, y revolotea sin esfuerzo a tres metros del suelo. Inhala con cuidado. Es un vuelo firme y gracil, tan simple como estar sentado en una lancha en un mar calmo. Baedecker hace girar el Huey, baja el morro para ganar velocidad, inicia un viraje largo y ascendente que lo llevara a Lonerock, a seiscientos metros.

Aun no esta oscuro. En realidad es la primera vez que el sol asoma ese dia por debajo de las nubes, pero Baedecker tantea la palanca colectiva buscando el interruptor y enciende y apaga varias veces la luz de aterrizaje. Abajo, el cubo oscuro de la cupula de la escuela permanece en penumbra, Baedecker se estabiliza a ocho mil metros y apunta el morro del Huey con rumbo oeste-sudoeste.

A cien nudos, el viaje durara menos de quince minutos. El sol poniente le da en los ojos. Se calza el casco- visor, pero la vista es demasiado oscura, asi que se lo echa hacia atras y entorna los ojos. El monte Hood esta aureolado por una corona de oro, las nubes irradian tonos rosados y amarillos como liberando los colores que absorbieron esa semana.

Baedecker desciende a cien metros al dejar atras el rio John Day. Sonrie. Casi oye la voz de Dave: «Esto se llama vuelo SLC, chico. Sigo Las Carreteras.» Casi pasa por alto la ruta de acceso del ashram porque esta mirando un hato de vacas al sur, pero luego vira a la derecha en una comoda maniobra, sintiendo que ahora la maquina trabaja con el y el con ella, mirando por la ventanilla las matas de salvia y los bancos de nieve y los pinos bajos que arrojan largas sombras sobre un cauce seco.

Sobrevuela el bloqueo caminero a 50 metros; ve salir a dos hombres y resiste el impulso de descender en vuelo rasante a 120 nudos con los patines a dos metros del suelo. No ha venido para eso.

Tres kilometros despues cruza una elevacion, ve el ashram y comprende su error.

Es una condenada ciudad. El camino se transforma en asfalto a traves del largo valle, cientos de tiendas permanentes se alinean a un lado, edificios y aparcamientos al otro. En la interseccion de dos calles surge una gigantesca estructura, un verdadero ayuntamiento, y detras de ella varias hileras de autobuses aparcados; una multitud de personas corretean por las calles. Baedecker sobrevuela por dos veces la arteria principal a mas de treinta metros de altura, pero el ruido de los rotores solo consigue atraer a mas gente de los edificios y las tiendas. Las calles lodosas se convierten en un hormigueo de camisas rojas. Baedecker teme que le disparen en cualquier momento. Sostiene el Huey en un revoloteo indeciso sobre lo que podria ser el ayuntamiento, un edificio largo con techo permanente y suelo y paredes de lona, y piensa: «?Y ahora que?»

«Relajate.»

Baedecker se relaja. Hace rotar el helicoptero hacia el sol que se oculta detras de los cerros. El repentino crepusculo es mas agradable que el dia gris. Echando una ojeada al complejo de mas de un kilometro de largo, avista una colina de cima roma cerca de un edificio en construccion de madera en la esquina sudeste del pueblo. La colina y la estructura solitaria se encuentran alejadas de las principales arterias, separadas por varios cientos de metros del resto del laberinto.

Sobrevuela una vez e inicia un cuidadoso descenso. Se halla a diez metros de la cima de la colina cuando por el rabillo del ojo distingue una forma roja. Cinco personas han salido del edificio en construccion, pero Baedecker solo tiene ojos para el que esta delante. La figura aun se encuentra a sesenta metros, a la sombra del edificio, pero Baedecker sabe al instante que es Scott: mas delgado que nunca, sin la barba que llevaba en la India, con el pelo mas corto que nunca en los ultimos diez anos, pero Scott.

Aterriza agilmente, y el Huey se asienta sobre los patines sin un quejido. Por un minuto, Baedecker tiene que concentrarse en la consola, dejando que los rotores giren en un susurro caliente pero asegurandose de que la maquina permanecera en tierra unos minutos. Cuando mira hacia adelante, ve a cuatro de las figuras aun inmoviles en la penumbra, solo Scott avanza deprisa colina arriba, trotando por la escarpada y pedregosa cuesta.

Baedecker abre la portezuela, deja el casco en el asiento y sale agachandose instintivamente bajo los rotores. En el linde de la colina permanece erguido un instante, los brazos en jarras. Luego, avanzando deprisa y con firmeza sobre ese terreno traicionero, desciende al encuentro de su hijo.

QUINTA PARTE – MONTE DEL OSO

Baedecker corria. Corria deprisa, el sudor le provocaba escozor en los ojos, le dolian los costados, el corazon le palpitaba deprisa, el jadeo le quemaba la garganta. Pero seguia corriendo. El ultimo kilometro tendria que haber sido el mas facil, pero fue el mas dificil. El trayecto que seguian los llevo entre las dunas y de vuelta a la playa, y alli fue donde Scott decidio apurar el paso. Baedecker se rezago cinco metros pero rehuso dejar que esa distancia creciera.

Cuando avistaron el motel de Cocoa Beach, Baedecker sintio que el esfuerzo le agotaba las ultimas reservas de energia, sintio que el corazon y los pulmones reclamaban un paso mas lento, pero fue entonces cuando acelero, esforzandose para alcanzar al delgado pelirrojo. Scott miro a la derecha cuando su padre lo alcanzo, le sonrio e inicio una veloz carrera que lo llevo de la costa dura y humeda a la blanda arena de la playa. Baedecker se mantuvo a la altura del hijo unos cincuenta metros y luego se rezago. Recorrio los ultimos cien metros hasta el pequeno muro de cemento del hotel en un trote tambaleante.

Scott hacia ejercicios de estiramiento cuando Baedecker se desplomo en la arena y apoyo la espalda en el

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