Brunetti advirtio que su ojo izquierdo era ligeramente menor que el otro o estaba situado en un angulo diferente. Ambos eran de color castano oscuro, como su pelo, que ya griseaba en las sienes. La nariz y la boca eran sorprendentemente delicadas en un hombre de su estatura, como si se hubieran dibujado para una cara mas pequena.

– Lamento conocerlo en estas circunstancias -dijo Brunetti-. Debe de ser muy dificil para usted.

Debia existir cierto lenguaje formal para aquella circunstancia, penso Brunetti; algun modo de superar la torpeza. Niccolini asintio, apreto los labios, cerro los ojos y luego se aparto rapidamente de Brunetti, como si hubiera oido algo procedente de la puerta del deposito.

Brunetti aguardo, con las manos atras, la una sosteniendo la otra por la muneca. Cobro conciencia del olor de la estancia, que ya habia percibido demasiadas veces: algo quimico y penetrante que trataba, sin exito, de borrar otro, este agresivo, calido y fluido. Frente a el, en la pared, vio uno de esos carteles horrorosos que los hospitales no pueden resistirse a exhibir: mostraba imagenes tremendamente ampliadas de las que creyo eran las garrapatas que transmitian la encefalitis y la borreliosis.

Hablando a la espalda del hombre, Brunetti solo podia pensar en trivialidades.

– Quisiera expresarle mis condolencias, dottore -dijo, antes de recordar que ya lo habia hecho.

El doctor no le respondio inmediatamente, y ni siquiera se volvio. Por ultimo, con una voz baja y torturada, dijo:

– Yo he hecho autopsias, ?sabe?

Brunetti guardo silencio. El otro saco un panuelo del bolsillo del pantalon, se seco la cara y se sono. Cuando se volvio, su rostro parecio por un momento el de otro hombre; por alguna razon, mayor.

– No me diran nada; no me diran como murio o por que le estan practicando la autopsia. Asi que todo cuanto puedo hacer es quedarme aqui y pensar en lo que esta sucediendo.

Su boca se tenso en una mueca y, por un momento, Brunetti temio que el doctor rompiera a llorar. Como no parecia adecuada una replica, Brunetti dejo pasar algo de tiempo y luego se adelanto y, sin preguntar nada, tomo a Niccolini por el brazo. El hombre se envaro, como si el contacto de Brunetti fuera el preludio de un golpe. Giro la cabeza bruscamente y se quedo mirando a Brunetti con ojos de animal asustado.

– Venga, dottore -dijo Brunetti con su tono mas tranquilizador-. Quiza deberia sentarse un momento.

La resistencia del hombre desaparecio, y Brunetti lo condujo hasta la hilera de sillas de plastico, le solto despacio el brazo y espero a que el doctor se sentara. A continuacion, Brunetti ladeo otra silla para situarse oblicuamente frente a el y tambien se sento.

– La vecina de arriba de su madre nos llamo anoche -empezo.

Parecio que a Niccolini le llevara algun tiempo enterarse de lo que Brunetti le explicaba, y luego se limito a decir.

– Me llamo esta manana. Por eso estoy aqui. -Niccolini, casi en contra de su voluntad, empezo a frotarse las manos. El sonido, aspero y seco, era extranamente fuerte-. Me dijo que bajo a decirle a mamma que estaba en casa, y a recoger el correo. Y cuando entro… la encontro. -Se aclaro la garganta y, de repente, separo las manos y las embutio bajo los muslos, como un escolar durante un examen dificil-. En el suelo. Dijo que supo en cuanto la miro que estaba muerta. -El doctor inspiro profundamente, aparto la mirada hacia la derecha de Brunetti y continuo-: Dijo que cuando todo hubo terminado y se la llevaron, a mi madre, decidio esperar para llamarme. Luego me llamo. O sea, esta manana.

– Ya.

El doctor movio la cabeza, como si Brunetti hubiera formulado una pregunta.

– Dijo que yo debia llamarlos a ustedes, a la policia. Y cuando lo hice, ellos, quiero decir ustedes, quiero decir la persona de la questura con la que hable, dijo que yo tenia que llamar al hospital para enterarme de algo. -Saco las manos y las doblo sobre el regazo, donde permanecieron inmoviles. Las estudio y al cabo dijo-: Asi que llame aqui. Pero no quisieron decirme nada sobre el asunto. Se limitaron a pedirme que viniera. -Tras una pausa, anadio-: Por eso me sorprendio que usted me llamara.

Brunetti asintio, como para sugerir que la policia no iba a intervenir, y al mismo tiempo considerando el empeno de Niccolini en apartar a la policia de la muerte de su madre. Pero ?que ciudadano no haria lo mismo? Brunetti trato de alejar de su cabeza esa sospecha y tambien la imagen de una burocracia capaz de invitar a aquel hombre a acudir a semejante lugar, y dijo:

– Lamento la confusion, dottore. En estas circunstancias debe resultar doblemente doloroso.

Se hizo el silencio entre ellos. Niccolini volvio a centrar la atencion en sus manos, y Brunetti decidio que seria mas sensato no decir nada. Las circunstancias, el sitio y la cosa horrible que estaba teniendo efecto en la otra habitacion, todo eso los oprimia, y debilitaba su deseo de hablar.

Aquello no duro mucho, aunque Brunetti no tuvo idea del tiempo que transcurrio hasta que aparecio en la puerta Rizzardi, que habia cambiado su chaqueta de laboratorio por sus traje y corbata habituales.

– Ah, Guido -dijo al ver a Brunetti-. Queria… -empezo, pero entonces advirtio la presencia del otro hombre. Brunetti lo puso en guardia de que podia tratarse de un pariente de la mujer cuya autopsia acababa de realizar. Desistio de continuar, volvio su atencion al hombre y se presento-: Soy Ettore Rizzardi, medico legale. -Se adelanto y le tendio la mano-. Lamento verlo aqui, signore.

Brunetti le habia visto hacer aquello incontables veces, pero en cada ocasion era algo nuevo, como si el medico solo hubiera descubierto en aquel momento el dolor humano y quisiera esforzarse en procurar consuelo.

Niccolini se puso en pie y dio la mano a Rizzardi. Brunetti advirtio que Rizzardi tensaba los labios por efecto del apreton que le daba el otro. Como respuesta, el patologo se le acerco y le apoyo la mano en el hombro. Niccolini se relajo un poco, luego jadeo, como buscando aire, apreto los labios y echo la cabeza atras. Inspiro profundamente por la nariz varias veces y luego, despacio, solto la mano de Rizzardi.

– ?Que ha sido? -pregunto, casi en tono de suplica.

Rizzardi parecio no inmutarse por el tono de Niccolini.

– Quiza fuera mejor que pasaramos a mi despacho -propuso el patologo con calma.

Brunetti los siguio al despacho de Rizzardi, al final del corredor, a la izquierda. A medio camino, Niccolini se detuvo y Brunetti oyo al veterinario decir:

– Creo que tengo que salir fuera. No quiero seguir aqui.

Resultaba obvio para Brunetti que Niccolini respiraba con dificultad, de modo que se adelanto a Rizzardi y condujo a los dos hombres, por los diversos vestibulos y patios, de nuevo a la entrada principal y al campo, donde descubrio que la belleza del dia los estaba aguardando.

De regreso al sol y al mundo vivo, a Brunetti lo poseyo el ansia de tomar un cafe, o tal vez era azucar lo que deseaba. Los tres descendieron los bajos peldanos de acceso al hospital y empezaron a cruzar el campo. Niccolini volvio a echar atras la cabeza y dejo que el sol le banara la cara, en un gesto que a Brunetti le parecio casi ritual. Se detuvieron junto a la estatua de Colleoni, y Brunetti contemplo anheloso la hilera de cafes al otro lado del campo. Sin preguntar, Rizzardi echo a andar hacia ellos, y se dirigio al Rosa Salva. Se volvio e hizo una sena a los otros dos, invitandolos a seguirle.

Una vez dentro, Rizzardi pidio un cafe, y cuando los otros se le unieron, asintieron al camarero, dando a entender que pedian lo mismo. A su alrededor el publico, de pie, comia bollitos, algunas personas ya tomaban tramezzini o bebian cafe, y otros, un spritz de ultima hora de la manana. Que hermoso, pero que terrible, emerger de alli y entrar aqui, en medio del silbido de la cafetera y del tintineo de las tazas en los platillos, y enfrentarse a aquel recordatorio de lo que todos sabemos y nos sentimos incomodos por saber: que la vida continua, sin que importe lo que le ocurra a cualquiera de nosotros. La vida pone un pie delante del otro, silbando una tonada que es lugubre o alegre, alternativamente, pero siempre pone un pie delante del otro y sigue avanzando.

Cuando los tres cafes estuvieron sobre la barra, frente a ellos, Rizzardi y Brunetti rasgaron los envoltorios del azucar y vertieron este en sus tazas. Niccolini permanecio mirando su taza como si no estuviera seguro de lo que era. Hasta que le dio un codazo un hombre que paso para devolver su taza y su platillo al mostrador, no cogio la bolsita de azucar y vertio el contenido en su cafe.

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