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Cuando Rizzardi se hubo marchado, Brunetti pregunto, senalando con un movimiento de cabeza el hospital:
– ?Tiene usted algo mas que hacer ahi?
– No, creo que no -respondio Niccolini, sacudiendo la cabeza como para apartar de ella la idea o el lugar-. Firme algunos papeles cuando fui, pero nadie me dijo que tuviera que hacer nada mas. -Miro hacia el hospital, luego a Brunetti y anadio-: Me dijeron que no puedo verla hasta esta tarde. A las dos. -Luego, hablando mas para si que para Brunetti, dijo-: Esto no tenia que haber ocurrido. -Levanto la vista y concluyo, como si temiera que Brunetti tuviera alguna razon para dudarlo-: Era una buena mujer.
A pesar de los anos -decadas- que llevaba de policia, Brunetti aun deseaba creer que aquello era cierto en la mayoria de las personas. La experiencia sugeria que eran buenas, al menos que no se las ponia en situaciones insolitas o dificiles, y entonces algunas, incluso muchas, cambiaban. Brunetti se sorprendio pensando en la oracion: «No nos dejes caer en la tentacion.» Que inteligente, quienquiera que hubiera dicho eso -?fue el propio Cristo?-, por darse cuenta de lo facilmente que somos tentados, de lo facilmente que caemos y de lo acertado que es orar para librarse de la tentacion.
– … usted cree que ellos… -oyo decir a Niccolini, y volvio de nuevo su atencion a su interlocutor.
En lugar de acabar la frase, el veterinario levanto la mano en el aire, con la palma hacia el cielo, y luego la dejo caer a su costado, como resignado ante el hecho de que los cielos tenian escaso interes en lo que le habia sucedido a su madre. La falta de atencion por parte de Brunetti habia sido solo temporal. Tenia muchos deseos de escuchar cuanto el doctor tuviera que decir, asi que, mirando el reloj, sugirio:
La mirada de Niccolini fue franca y directa. Despues consulto tambien su reloj: permanecio unos momentos con la mirada fija en el, como si tratara de descifrar que significaban los numeros.
– Dispongo de una hora -dijo finalmente. Luego, en tono muy decidido, anadio-: Si. -Miro el
– ?El bar? ?O el
Quiza Niccolini se estaba refiriendo a la vida. Ahora. Despues.
– Todo, creo. Ya no vengo mucho a Venecia. Solo para visitar a mi madre, y vive tan cerca de la estacion que no tengo que ver otras partes de la ciudad.
Miro a su alrededor, con los ojos tan asombrados por lo que veian como los de un turista, expuestos por vez primera a aquello. Se volvio y senalo la iglesia de los Miracoli.
– Fui a la escuela elemental Giacinto Gallina; conozco este barrio. O lo conocia. -Senalo con la mano uno de los bares-. Sergio ha desaparecido y ahora el bar es chino. Y los dos ancianos que regentaban Rosa Salva tambien han desaparecido.
Como si lo estimulara el nombre del bar, Niccolini echo a andar en direccion a el. Brunetti se coloco a su altura, dando por supuesto que su invitacion habia sido aceptada. Por acuerdo tacito, escogieron una mesa en el exterior, sin sombrilla, a fin de poder disfrutar mejor de los restos de sol otonal que les quedaban. Habia un menu sobre la mesa, pero ninguno de los dos se preocupo de el. Cuando acudio el camarero, Brunetti pidio una copa de vino blanco y dos
Los primeros meses despues de que la madre de Brunetti cayera victima del alzheimer que la llevaria a la muerte, estuvo ingresada en la residencia de ancianos situada un poco mas alla de Barberia delle Tole. Aunque le importaba mucho que Niccolini le hablara de su madre, no quiso tratar de ganarse su camaraderia y su buena voluntad contandole el sufrimiento de su propia madre como una manera de estimularlo.
Aguardaron en silencio, extranamente relajados en su mutua compania.
– ?Venia a verla muy a menudo? -pregunto finalmente Brunetti.
– Hasta hace un ano si, pero luego mi mujer tuvo gemelos, y era mi madre la que iba a vernos.
– ?A Vicenza?
– En realidad a Lerino, de donde procedian mis padres. Ella llegaba en el tren y yo iba a recogerla. -El camarero llego con las copas de vino. Brunetti tomo la suya y bebio un sorbo y luego otro. Niccolini ignoro la suya y continuo hablando-: Tenemos ademas una hija de seis anos.
Brunetti penso en la alegria que la mujer habria tenido con sus nietos y dijo:
– Eso debia de hacerla feliz.
Niccolini sonrio por primera vez desde que se conocian y parecio rejuvenecer.
– Si, la hacia feliz.
Regreso el camarero y puso los emparedados frente a ellos.
– Es extrano -observo Niccolini, tomando su copa pero sin hacer caso de los emparedados-. Paso toda su vida con ninos, primero como maestra, luego conmigo y con mi hermana, y despues con otros ninos, porque regreso a la ensenanza cuando nosotros dos fuimos a la escuela.
Bebio de su vino, cogio un emparedado, lo estudio y lo devolvio al plato. Brunetti comio un poco de su primer emparedado y luego pregunto:
– ?Que era extrano,
– Que cuando se jubilo dejara de trabajar con ninos.
– ?Que hacia, pues?
Niccolini estudio el rostro de Brunetti antes de preguntar, hablando muy despacio, como si buscara en su vocabulario las palabras adecuadas.
– ?Por que quiere saber todo eso?
Brunetti tomo otro sorbo de vino.
– Me interesan las mujeres de la generacion de mi madre. -Luego, con una mirada en direccion a Niccolini, y antes de que este pudiera objetar, anadio-: Bien, de edad aproximada a su generacion. -Dejo la copa en la mesa y continuo-: Mi madre no trabajaba. Estaba en casa y cuidaba de nosotros, pero una vez, hace anos, me dijo que le hubiera gustado ser maestra. Sin embargo, su familia no tenia dinero, por lo que se puso a trabajar a los catorce anos. De criada. -Brunetti lo dijo abiertamente, como desafiando todos los anos en los que habia rechazado aquella sencilla verdad, deseando que sus padres hubieran sido distintos de lo que fueron, mas ricos, mas cultos-. Asi que siempre me he interesado por aquellas mujeres que pudieron hacer lo que mi madre hubiese querido. Lo que hicieron con la oportunidad que tuvieron.
Como si ahora quedara convencido de la legitimidad del interes de Brunetti, Niccolini prosiguio:
– Empezo a trabajar con ancianos. Bien, muy ancianos. De hecho -dijo, senalando con la barbilla-, empezo ahi.
Todo el mundo en Venecia sabria que se referia al hogar de ancianos, la
– ?Empezo que? -pregunto Brunetti-. ?A hacer que?
– A visitarlos. A escucharlos. A sacarlos aqui, al
Este tambien era un fenomeno con el que todos en la ciudad estaban familiarizados: ancianos fragiles, curvados en sus sillas de ruedas y cubiertos con mantas, independientemente de la estacion, empujados al sol por amigos o parientes o, cada vez mas, por mujeres con aspecto de proceder de Europa oriental, que los llevaban al
Brunetti se pregunto si la madre de aquel hombre pudo haber sido una de las personas que ayudaron a la suya, pero apenas se le ocurrio ese pensamiento, lo rechazo por irrelevante.