Su rostro permanecio impasible mientras hablaba. Su acento revelaba claramente sus origenes, muy al sur de Venecia.

Uno de los principios del retrato robot mental que poseia Brunetti sostenia que los meridionales, incluidos los ninos, siempre reconocian a los policias, asi que pregunto, sonriendo mientras hablaba:

– ?Es porque somos hombres, porque somos altos o porque somos policias?

La monja retrocedio mas y los invito a entrar con un gesto de cabeza. Cerro la puerta tras ellos y dijo:

– Ya se que Costanza ha muerto, de modo que si un policia viene diciendo que es amigo suyo esta mintiendo para obtener informacion. Por eso no me gusta su aspecto. No me importa lo altos que sean.

Brunetti experimento una subita compasion por las personas de las que se habia burlado al interrogarlas, y admiro a aquella mujer, que habia convertido en un juego infantil su intento. Ademas, admiraba su franqueza al expresarle sus sentimientos.

– Tampoco soy amigo de su hijo, madre -confeso-. Pero hace poco hable con el, y me pidio que viniera y le contara lo sucedido.

La monja no respondio a la franqueza de su interlocutor, pero se volvio y condujo a los visitantes a lo que en otro tiempo debio haber sido la recargada sala de estar de un piso particular. Desde atras, la mujer aun parecia mas baja. Brunetti advirtio que arrastraba la pierna derecha al andar. Los sofas y las sillas estaban tapizados de grueso terciopelo marron y tenian patas talladas en forma de garras de leon. Una mirada mas atenta revelaba que faltaban muchos de los dedos, y algunas de las sillas tenian manchas en los respaldos y partes peladas en los brazos. Varias de las partes deterioradas las rodeaban rasgones en la tela. El desgaste se repetia en la enorme alfombra persa que cubria el suelo de pared a pared.

La monja senalo dos de los sillones y ella ocupo su lugar cautelosamente, frente a ellos, en una dura silla de madera, teniendo cuidado de doblar la pierna derecha. Los asientos que ellos ocuparon se habian hundido con el tiempo y con el uso, hasta el punto de que sus cabezas, una vez acomodados, quedaron al nivel de la toca de la superiora.

Brunetti se inclino a un lado en busca de su cartera, a fin de mostrar su carne, pero la monja se le adelanto diciendo:

– No necesito verlo, signore. Reconozco a los policias en cuanto los veo.

Brunetti desistio y trato de sentarse bien derecho, pero se veia obligado a permanecer encogido, de modo que se puso en pie y se sento en el brazo del sillon.

– Anoche me llamaron cuando fue encontrado el cuerpo de la signora Altavilla, y acudi a su piso. Hable con su vecina -dijo, y la monja asintio, dando a entender que conocia a la mujer y sabia de su relacion con la signora Altavilla, o que estaba al tanto de la llamada telefonica-. La autopsia que se ha practicado esta manana… -empezo, y advirtio que los ojos de la monja se contraian- sugiere que murio de un ataque al corazon.

Hizo una pausa y miro a su interlocutora.

– ?Sugiere? -pregunto suora Rosa.

– Tenia un corte en la frente, que el patologo cree que debio de producirse al caer. Estuve alli anoche y vi que habia caido junto a un radiador. Eso podria explicarlo.

Ella asintio, como si comprendiera, pero no necesariamente como si lo creyera.

Brunetti advirtio entonces algo que no habia visto desde que era un nino de la escuela elemental: la monja desplazo su mano bajo su largo escapulario blanco y levanto las cuentas del rosario que llevaba al costado. Las sostuvo mientras miraba a Brunetti, y desgrano entre sus dedos una cuenta y luego otra. El no tenia idea de si estaba rezando o tan solo tocaba las cuentas para infundirse fuerza y consuelo. Finalmente, la monja se limito a decir:

– ?Podria explicarse?

Como siempre hacia cuando la gente lo pillaba en una mentira, Brunetti compuso una sonrisa desenvuelta e informal.

– No sabremos lo que ocurrio hasta que concluya la inspeccion ocular en su piso.

– Y tampoco lo sabran entonces, ?no es asi? Quiero decir con seguridad.

Brunetti vio que Vianello cruzaba y descruzaba las piernas, y luego tambien se ponia en pie. Se puso en jarras y se inclino hacia atras. Cuando de nuevo echo el cuerpo adelante, dijo:

– Madre, si pudieramos usar uno de estos sillones para interrogar a la gente, creo que nos ahorrariamos mucho tiempo. Y tendriamos mucho mas exito.

Ella trato de contener una sonrisa, pero no lo consiguio. Luego los sorprendio a ambos diciendo, en el mas puro veneziano, «Ti xe na bronsa coverta». Al oirla pasar sin esfuerzo de su italiano con acento al dialecto perfectamente pronunciado, ambos se sorprendieron y le dirigieron sonrisas de respuesta. Su afirmacion era rigurosa: Vianello se parecia mucho a las brasas de un brasero tapado. Uno nunca sabia que resplandor se ocultaba alli o que luz podia brotar de su invisible silencio.

Como si desaprobara la disposicion de animo que ella misma habia propiciado y quisiera ponerle fin, borro su sonrisa. Dirigio la mirada al espacio entre ellos dos, y Brunetti advirtio que recuperaba su expresion de reserva.

– ?Que le gustaria saber sobre Costanza?

El hecho de ponerse en guardia la avejento: tenso la espalda, forzando los musculos que le habian permitido inclinarse hacia delante, y su rostro se distendio fatigadamente.

Vianello imito a Brunetti y se sento en el grueso brazo de su sillon. Saco su cuaderno del bolsillo lateral, apreto el extremo de su boligrafo y se preparo para tomar notas.

– No sabemos nada en absoluto de ella, madre Rosa -dijo Brunetti-. Su vecina y su hijo la elogiaron.

– No lo dudo.

Cuando parecia que no tenia nada mas que decir, Brunetti continuo:

– Me gustaria saber algo de ella, madre.

De nuevo aguardo a que la monja dijera algo, pero no lo hizo.

– ?Era popular entre las personas de aqui? -pregunto, haciendo un gesto con la mano, como para abarcar la residencia entera.

La monja respondio casi enseguida:

– Era generosa con su tiempo. Estaba jubilada, creo que tendria unos sesenta y cinco anos, asi que tenia su propia vida, pero los escuchaba. Se llevaba a algunos de paseo, hasta la riva, incluso los embarcaba si querian.

Brunetti no dio indicio alguno de la sorpresa que lo embargo ante aquella subita locuacidad. Ninguno de los dos hombres respondio, de modo que ella anadio:

– A veces se pasaba la manana mirando pasar las embarcaciones mientras ellos hablaban, o se sentaba con ellos en sus habitaciones y los escuchaba. Les dejaba hablar durante horas, y prestaba siempre atencion a lo que decian. Hacia preguntas, recordaba lo que le habian dicho en visitas anteriores. -Hizo un gesto con la mano en direccion a la puerta de la habitacion, imitando el de Brunetti-. Eso los hace sentirse importantes, creen que lo que dicen es interesante y que alguien lo recordara.

Brunetti se pregunto si ella se incluia entre quienes escuchaban y recordaban aquellas historias, o si la hacia sentir importante tener a alguien que recordara lo que decia.

– ?Los trataba a todos de la misma manera?

Advirtio que ella no estaba preparada para aquella pregunta y que no le gusto oirla. Quiza desaprobaba las amistades con los ancianos o quiza, sencillamente, desaprobaba las amistades.

– Si. Claro.

Brunetti vio que apretaba el rosario con el puno: se acabo el distendido fluir de las cuentas.

– ?Ninguna amistad en especial?

– No -respondio al instante la monja-. Los pacientes no son amigos. Ella sabia el peligro que hay en eso.

Confuso, Vianello pregunto:

– ?Que peligro?

– Muchos de ellos estan solos. Y muchos tienen familias que estan esperando que mueran para hacerse con su dinero o con sus casas. -Aguardo un momento, como para comprobar si los impresionaba que una monja pudiera hablar con tan cruda claridad. En vista de su silencio, continuo-: El peligro consiste en que ellos se sientan demasiado apegados a las personas que los tratan bien. Costanza… -empezo, pero no termino lo que iba a decir.

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