Ella, mas calmada ahora que tenia asignada una mision, dijo:

– No creo que sea dificil. Al fin y al cabo, ?cuantas clinicas de esa especialidad puede haber en Verona?

El subio a su despacho, dejandola entregada a la tarea de averiguarlo.

Habia pasado mas de una hora cuando la signorina Elettra entro en el despacho de Brunetti. El observo que llevaba una falda verde hasta media pantorrilla y unas botas que dejaban en ridiculo a las de Marvilli.

– ?Si, signorina? -dijo el cuando hubo terminado de contemplar las botas.

– ?Quien lo iba a decir, comisario? -pregunto la joven, que, al parecer, ya lo habia perdonado por su intento de defender a los carabinieri.

– ?A decir que?

– Que en Verona y sus alrededores hay tres clinicas de esterilidad, o clinicas particulares con departamentos especializados en problemas de esterilidad.

– ?Y el hospital publico?

– Lo he comprobado. Los trata la unidad de Obstetricia.

– O sea, cuatro en total -observo Brunetti-. Y todas en Verona.

– Extraordinario, ?verdad?

El asintio. Brunetti, lector infatigable, hacia anos que estaba enterado del sensible descenso observado en el numero de espermatozoides de la poblacion masculina europea, y habia seguido con tristeza la campana de publicidad que habia contribuido a derrotar un referendum que habria ayudado a fomentar la investigacion en materia de fertilidad. La tesitura adoptada por muchos politicos -ex fascistas que abogaban por la inseminacion artificial y antiguos comunistas que suscribian los dictados de la Iglesia- tenia a Brunetti alucinado.

– Si esta seguro de que fueron a una clinica de Verona, no tengo mas que encontrar su numero de la Seguridad Social. Tuvieron que darlo, aunque fuera una clinica privada.

Cuando la signorina Elettra entro a trabajar en la questura, semejante declaracion de intenciones habria impulsado a Brunetti a improvisar un sermon acerca del derecho de los ciudadanos a la intimidad y, en este caso concreto, a la sacrosanta confidencialidad de la relacion entre medico y paciente, seguido de un comentario sobre la inviolabilidad del historial clinico de las personas.

– Si -respondio ahora, sencillamente.

Viendo que ella iba a anadir algo, el levanto la barbilla en senal de interrogacion.

– Probablemente, lo mas facil sea repasar sus datos telefonicos y ver a que numeros de Verona llamaron - sugirio ella. Brunetti ya ni se molesto en preguntar como pensaba obtenerlos.

Despues de escribir el nombre de Pedrolli bajo la mirada de Brunetti, ella levanto la cabeza.

– ?La esposa usa el apellido de el o el suyo propio?

– El propio. Marcolini. Su nombre es Bianca.

Ella lo miro e hizo un pequeno sonido gutural que tanto podia ser de afirmacion como de sorpresa.

– Marcolini -repitio en voz baja-. Vere que puedo encontrar. -Y se fue.

Cuando ella salio del despacho, Brunetti penso en quien podria darle los nombres de las otras personas arrestadas por los carabinieri. Quiza lo mas rapido fuera utilizar las vias burocraticas existentes y preguntar a los propios carabinieri.

Empezo por llamar a Marvilli a la comandancia de Riva degli Schiavoni, donde le informaron de que el capitan habia salido a un servicio y no estaba localizable telefonicamente. Cuarenta minutos despues, Brunetti habia hablado con el comandante de Marvilli, y tambien con los de Verona y de Brescia, y todos le habian dicho que no estaban autorizados a divulgar los nombres de las personas que habian sido arrestadas. Ni cuando Brunetti afirmo que llamaba por orden de su superior, el questore de Venecia, pudo obtener informacion. Cuando pidio que se retirara al agente de la puerta de la habitacion del dottor Pedrolli, se le dijo que se tomaba nota de su peticion.

Cambiando de tactica, Brunetti marco el numero del despacho de Elio Pelusso, un amigo periodista que trabajaba para Il Gazzettino. A los pocos minutos, tenia el nombre, la profesion, la edad y la direccion de cada una de las personas arrestadas, asi como el nombre de la clinica de Verona en la que muchos de los detenidos habian sido tratados.

Llevo la informacion a la signorina Elettra y repitio lo que le habia dicho la signora Marcolini acerca de sus intentos por tener un bebe. Ella movia la cabeza de arriba abajo mientras tomaba nota y luego dijo:

– Existe un libro sobre esto, ?sabe?

– ?Como dice?

– Una novela de un escritor ingles, no recuerdo el nombre. De cuando los ninos se acaban y lo que hace la gente por conseguirlos.

– Una idea antimalthusiana, ?no? -dijo Brunetti.

– Si. Es casi como si vivieramos en dos mundos -dijo ella-. El mundo en el que la gente tiene demasiados hijos, que enferman y mueren de hambre, y nuestro mundo, en el que la gente desea hijos y no puede tenerlos.

– ?Y hace cualquier cosa por conseguirlos? -pregunto el.

Ella golpeo con el indice los papeles que tenia delante y dijo:

– Eso parece.

De nuevo en su despacho, Brunetti marco el numero de su casa. Cuando Paola contesto con un laconico «Si», supuso que la habia arrancado de algun pasaje especialmente apasionante de lo que estuviera leyendo y pregunto:

– ?Puedo contratarte como documentalista de internet?

– Depende del tema.

– Tratamientos contra la esterilidad.

Tras una larga pausa, ella pregunto:

– ?Es por ese caso?

– Si.

– ?Por que yo?

– Porque sabes buscar.

Despues de un muy audible suspiro, Paola dijo:

– Podria ensenarte facilmente, ya lo sabes.

– Hace anos que me dices eso -respondio Brunetti.

– Lo mismo que la signorina Elettra, y Vianello, y hasta tus hijos.

– Si.

– ?Y sirve de algo?

– Pues no, en realidad no sirve de nada.

Se hizo otro largo silencio, y Paola dijo:

– Esta bien. Te dare dos horas de mi tiempo y bajare lo que me parezca interesante.

– Gracias, Paola.

– ?Que consigo a cambio?

– Devocion imperecedera.

– Crei que eso ya lo tenia.

– Devocion imperecedera y el cafe servido en la cama durante una semana.

– Esta manana te han sacado de la cama a las dos -le recordo ella.

– Ya pensare algo -dijo el, consciente de lo vagas que sonaban sus palabras.

– Mas te vale -dijo ella-. De acuerdo, dos horas, pero no podre empezar hasta manana.

– ?Por que?

– Porque tengo que terminar este libro.

– ?Que libro?

– Los embajadores -respondio ella.

– Pero, ?no lo habias leido ya?

– Si. Cuatro veces.

Un hombre menos bregado en las exigencias de los intelectuales, las exigencias del matrimonio y las exigencias de la prudencia, habria hecho alguna objecion, pero Brunetti claudico.

– Esta bien -dijo, y colgo.

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