sentia un forastero en una jodida tierra extrana.

Los chicos de Fairfax eran ferozmente brillantes y refinados. Fumaban y conducian coches. El primer dia de clases se burlaron de mi sin compasion al verme aparecer en mi Schwinn Corvette.

Comprendi de inmediato que alli mis gracias no servirian de nada. Me replegue en mi mismo y contemple el terreno con cierto distanciamiento.

Asisti a clases y mantuve la boca cerrada. Me desembarace de mis conexiones con las escuelas mas distinguidas e imite el vestir de los alumnos mas modernos de Fairfax: pantalones ajustados, sueter de alpaca y botas puntiagudas. La indumentaria no me cuadraba; con ella parecia una mezcla de chico asustadizo cantante frustrado.

El instituto Fairfax me sedujo. Fairfax Avenue me sedujo. Me encanto la onda insular yiddish. Me encantaba oir a los mayores parlotear en aquel desconcertante lenguaje gutural. Mi reaccion confirmo la teoria del viejo: «Farfullas esa mierda nazi porque quieres llamar la atencion.»

Trabaje con ahinco e intente asimilar. La metodologia me eludio. Conocia la manera de desquiciar, de provocar, de comportarme como un bufon y, en general, de hacer un espectaculo de mi mismo. La nocion de un simple contrato social entre iguales me resultaba completamente ajena.

Estudie. Lei montones de novelas de detectives y fui a ver peliculas policiacas. Deje volar la fantasia y segui con la bici a alguna chica desde su casa hasta la escuela. Mi capacidad de asimilacion se estanco. Envie al carajo la magnanimidad. Me harte de ser un anglosajon protestante anonimo en medio de una comunidad judia. No soportaba que mi existencia pasase inadvertida.

El partido Nazi americano establecio un puesto avanzado en Glendale. La Legion Americana y la Asociacion de Veteranos de Guerra Judios querian que lo abandonase. Me acerque en bicicleta a la oficina de los nazis y compre diversos articulos por valor de cuarenta dolares.

Me llego para un brazalete nazi, varios ejemplares de la revista Stormtrooper, un disco llamado Enviad a su casa a esos negros, de Odis Cochran y los Three Bigots, unas cuantas docenas de pegatinas con lemas racistas y doscientos «pasajes de barco para Africa», que daban derecho a todos los negros a un viaje de ida al Congo en una barcaza que hacia agua. Yo estaba encantado con mi nuevo material. Era divertido y escandalizador.

Lleve el brazalete en las cercanias de mi casa. Pinte esvasticas en el cuenco del agua de la perra. Mi padre empezo a llamarme «Der Fuhrer» y «mamon nazi». Se hizo con un gorro judio y se lo ponia delante de mi para fastidiarme.

Fui en bici a la libreria Poor Richard's y compre un surtido de folletos de extrema derecha. Unos los envie por correo a las chicas con las que estaba obsesionado. Otros, los pegue en buzones por todo Hancock Park. Lloyd, Fritz y Daryl me expulsaron de su grupo. Resultaba demasiado raro y lastimoso para ellos.

Mi padre llevaba mucho tiempo sin conseguir un trabajo. Nos retrasamos en el pago del alquiler y nos echaron del apartamento. El casero dijo que seria preciso fumigarlo. La acumulacion de efluvios canidos durante cinco anos habia hecho inhabitable el lugar.

Nos trasladamos a un cuchitril mas barato, a cinco calles de distancia. La perra empezo a aplicarse en la nueva casa. Yo hice mi primer numerito nazi en el instituto Fairfax.

Las declaraciones en clase me costaron muestras de burla y algunas risas. Proclame mi intencion de establecer el Cuarto Reich en el sur de California, de deportar a todos los monos a Africa y de engendrar, mediante ingenieria genetica, una nueva raza dominante a partir de mi propia sangre. Nadie me consideraba una amenaza. Era un fuhrer inocuo.

Mantuve mi postura. Algunos profesores llamaron a mi padre y lo pusieron al corriente de lo que sucedia. El les dijo que no me hicieran caso.

La primavera del 63 marco el punto algido de mi blitzkrieg. Interrumpia las clases, distribui folletos de contenido racista y vendi «pasajes de barco para Africa» a diez centavos cada uno. Un chico judio, mas corpulento que yo, me acorralo en la rotonda y me dio una buena paliza. Consegui atizarle un punetazo…, y me magulle todos los dedos de la mano derecha.

La paliza no solo no me desanimo, sino que confirio validez a mi actitud. Ya no dejaria indiferente a nadie.

El verano del 63 transcurrio borroso. Lei novelas de misterio, fui a ver peliculas policiacas, imagine escenarios para crimenes y aceche a Kathy en Hancock Park. Robe libros, comida, maquetas de aviones y banadores Hang- Ten para venderselos a surferos ricos. Mi pasion nazi se modero. Sin un publico cautivado, no resultaba divertida.

Mi madre llevaba cinco anos muerta. Rara vez pensaba en ella. Su asesinato no ocupaba ningun lugar en mi panteon del crimen.

Aun tenia pesadillas con la Dalia Negra en ocasiones. Todavia estaba obsesionado con ella, era el nucleo de mi mundo criminal. Por entonces ignoraba que la Dalia era la pelirroja, solo que modificada por mi subconsciente.

Las clases se reanudaron en septiembre. Volvi a mi rutina nazi y actue ante un publico aburrido.

El abismo entre mi mundo interior y el exterior era cada vez mayor. Queria dejar los estudios definitivamente y vivir dedicado por entero a mis obsesiones. La educacion formal no valia nada. Estaba destinado a ser un gran novelista. Los libros que me gustaban constituian mi verdadero curriculum.

En septiembre empezo en television la serie El fugitivo. Me enganche a ella enseguida. Se trataba de una serie negra para consumo de masas. Un medico acusado injustamente de asesinato huia de la silla electrica. Cada semana llegaba a una ciudad distinta e, indefectiblemente, la mujer mas interesante de cuantas alli vivian se enamoraba de el. Un policia meticuloso hasta extremos patologicos perseguia al medico. Los representantes de la autoridad eran corruptos y retorcidos a causa de su poder. La serie tenia un trasfondo de deseos sexuales. Las actrices invitadas me agarraban por los huevos y no me soltaban. Siempre rondaban la treintena y eran mas atractivas que guapas. Respondian al estimulo masculino con cautela y avidez. La serie olia a sexo real a la vuelta de la esquina. Las mujeres eran complicadas y turbulentas. Sus deseos poseian una carga psicologica. Cada martes por la noche, a las diez, la television me ofrecia una Jean Ellroy distinta.

Transcurrio el otono del 63. El primero de noviembre volvi a casa del instituto y me encontre a mi padre sentado en un charco de orina y heces. Se retorcia y babeaba, lloraba y balbucia. Su tensa musculatura se habia relajado. Era algo horrible. Yo tambien me puse a llorar y a balbucir, mientras el me miraba con los ojos muy abiertos y la vista desenfocada.

Lo limpie y llame al medico. Llego una ambulancia. Dos enfermeros se llevaron a mi padre al Hospital de Veteranos.

Me quede en casa y limpie los restos de suciedad. Un medico telefoneo para decir que mi padre habia sufrido una apoplejia. No moriria y era muy probable que se recuperara. Tenia parcialmente paralizado el brazo izquierdo y su habla era ininteligible, por el momento.

Temi que fuera a morirse. Temi que siguiera vivo y me matara con aquellos grandes ojos acuosos.

Empezo a recuperarse. Al cabo de unos dias su capacidad de hablar mejoro y volvio a mover ligeramente el brazo paralizado.

Lo visite a diario. El pronostico era bueno, pero el viejo ya no era el mismo. En apenas una semana el viril artista de la bravuconeria se habia convertido en un tierno chiquillo. La transformacion me desgarro el corazon.

Tuvo que leer cartillas infantiles para conseguir que la lengua y el paladar trabajasen de manera sincronizada. Su mirada decia: «Quiereme, estoy desamparado.»

Intente quererlo. Menti sobre mis progresos en el instituto y le prometi que cuando me pagaran bien como escritor, lo mantendria. Mis mentiras lo animaron como anos antes solian animarme a mi.

La mejoria continuo. Le dieron el alta el 22 de noviembre, el dia que se cargaron a JFK. Volvio a su cuota cotidiana de dos paquetes de cigarrillos. Volvio al Alka-Seltzer. Volvio a su antiguo hablar despreocupado sin mas que un cierto deje nuevo en el modo de arrastrar las palabras, pero sus condenados ojos lo delataban.

Estaba aterrorizado e indefenso. Yo era todo cuanto tenia, su unico escudo contra la muerte y un lento apagarse en un asilo de ancianos.

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