Entro una enfermera. Desato las correas y me llevo a una ducha. Permaneci bajo el agua hasta que se enfrio. Otra enfermera me curo los cortes y las abrasiones. Un medico me dijo que debia quedarme alli un mes. En el pulmon izquierdo tenia un absceso del tamano de un puno. Necesitaba treinta dias de antibioticos por via endovenosa.

Le pregunte que le habia ocurrido a mi mente. Respondio que probablemente se hubiese tratado de un «sindrome cerebral post-alcoholico». A los alcoholicos que habian dejado de beber les ocurria en ocasiones. Anadio que habia tenido suerte. Algunos se volvian locos para siempre.

Mi enfermedad pulmonar podia o no ser contagiosa. Para evitar riesgos, me aislaron, me pusieron un gota a gota y empezaron a meterme grandes dosis de antibioticos. Me administraban tranquilizantes para calmar el miedo.

Los tranquilizantes me dejaban aturdido. Yo intentaba dormir todo el dia todos los dias. Estar despierto y consciente me asustaba. Una y otra vez imaginaba que mi cerebro quedaba defectuoso de forma permanente.

Esas pocas horas de demencia resumian mi vida. El horror hacia que todo lo ocurrido hasta ese momento fuera irrelevante.

Siempre que estaba despierto se repetia el horror. No conseguia librarme de el. No me contaba un cuento para acojonarme ni sentia un placer morboso ante mi supervivencia. Sencillamente revivia los momentos de mi vida que me habian conducido a aquello.

El horror no me dejaba. Las enfermeras me despertaban de un arrobado sueno para joderme manipulando el gota a gota. No podia llevar mi mente por estructuras de fantasia recetadas hacia mucho tiempo. El horror jamas me abandonaria.

Imagine la locura permanente. Me autocastigue con aquel cerebro que, en esos momentos, funcionaba esplendidamente bien.

El horror se hizo insostenible. Me marche del hospital, pese a las protestas de los medicos, y tome el autobus hasta la casa de Lloyd. Robe una botella de ginebra, me la bebi y al llegar a su piso perdi el conocimiento. Lloyd llamo de nuevo a la ambulancia.

Llego otra ambulancia. Los enfermeros me sacaron del estupor y me metieron en ella. Me llevaron de regreso al hospital, donde fui readmitido y conducido a una habitacion cuadruple en el ala de enfermedades pulmonares.

Una enfermera me engancho a otro gota a gota. Me dio una gran botella para que escupiese en ella.

Yo tenia miedo de olvidar mi nombre. Lo escribi en la pared detras de la cama, como recordatorio. Y al lado, agregue: «No me volvere loco.»

11

Pase un mes enganchado a una aguja. Un especialista en vias respiratorias me golpeaba la espalda cada dia. Expulsaba grandes flemas que escupia en un recipiente, junto a la cama.

Los abscesos desaparecieron. El miedo se quedo.

Mi mente volvio a funcionar con toda normalidad. Para ponerla a prueba me dedicaba a juegos mnemotecnicos. Memorizaba anuncios de revistas y esloganes de las cajas de leche. Ejercitaba mis musculos mentales para luchar contra la demencia.

Me habia vuelto loco una vez. Podia volver a ocurrirme.

No conseguia librarme del miedo. Me alimentaba de el cada dia, todos los dias. No lograba analizar por que habia llegado al punto de la disfuncion cerebral. Achaque el problema a un fenomeno fisico.

Mi cerebro era como un apendice externo. Mi juguete de toda la vida no era ajeno a mi, semejaba un especimen en una botella, y yo era un medico que lo atizaba con un baston.

Sabia que el alcohol, las drogas y mi obligada abstinencia de ellas eran la causa de mi combustion cerebral; al menos eso me decia mi lado racional. Mi respuesta secundaria se derivaba directamente de la culpa. Dios me castigaba por follar mentalmente con mi madre.

Yo me lo creia. Mi fantasia era transgresora y por lo tanto merecedora de la intervencion divina… Me torture con ese concepto. Exhume la etica protestante del Medio Oeste que mi madre habia intentado eludir y la utilice para flagelarme.

Mi nueva fuerza mental era la autoconservacion. Realice ejercicios mentales para que mi cerebro se mantuviera agil, con lo cual, mas que apuntalar mi confianza alimentaba mi miedo.

Los abscesos pulmonares se curaron por completo. Sali del hospital e hice un trato con Dios.

Le dije que no beberia y me olvidaria de los inhaladores. Le dije que no robaria. Lo unico que queria era recuperar mi mente para siempre.

El trato cristalizo.

Volvi al terrado de Randy. Ni bebi ni inhale ni robe. Dios mantenia mi mente en orden.

Pero el miedo continuaba.

Sabia que podia volver a ocurrir. Comprendia el aspecto absurdo de todos los contratos divinos. Los residuos de tanto alcohol e inhaladores podian estar al acecho en mis celulas. Los cables de mi cerebro podian chisporrotear y desconectarse sin previo aviso. Podia perder la chaveta al dia siguiente o en el ano 2000.

El miedo me mantenia sobrio; no impartia lecciones de moral. Los dias pasaban lentos, sudorosos y ansiosos. Vendi plasma en un banco de sangre de los bajos fondos y vivi una semana con diez dolares. Rondaba por las librerias y leia novelas policiacas. Memorizaba capitulos enteros para que mi mente se fortaleciera.

Un chico del edificio de Lloyd trabajaba de cadi. Me dijo que pagaban bien y era libre de impuestos. Podias trabajar o no, segun te apeteciese. El club de golf de Hillcrest era de categoria. Los socios me daban buenas propinas.

El chico me llevo alli. Supe que habia tenido suerte.

Era una prestigiosa institucion judia al sur de Century City. El campo de golf era ondulado y de un verde intenso. Los cadis se congregaban en una caseta donde bebian, jugaban a cartas y contaban historias obscenas. Eran borrachos, consumidores de droga y ludopatas. Supe que alli encajaria.

El trabajo de los cadis consistia en llevar los palos del jugador y conocer las diferencias entre un palo y otro. Yo no sabia nada de golf. El entrenador me dijo que aprenderia.

Empece cargando una sola bolsa. Al cabo de unos dias pase a llevar dos. No eran tan pesadas. Un recorrido de dieciocho hoyos duraba cuatro horas. Por las dos bolsas te pagaban veinte dolares. En 1975 era una buena pasta.

Trabajaba en Hillcrest seis dias a la semana. Con lo que ganaba alquile una habitacion en el hotel Westwood. El sitio era equidistante de Hillcrest y de los clubes de campo de Bel-Air, Bretwood y Los Angeles. Casi todas las habitaciones estaban ocupadas por cadis. El lugar era una prolongacion de la caseta donde se reunian.

El trabajo se apodero de mi vida. Los rituales calmaban el miedo y lo mantenia alejado, difuso.

El campo de golf me encantaba. Era un mundo verde perfectamente autonomo. El trabajo de cadi no exigia gran desgaste mental. Yo dejaba vagar la mente y me ganaba la vida al mismo tiempo.

El entorno me estimulo. Mientras caminaba con los socios de Hillcrest inventaba historias sobre ellos y sobre peleas de bandas le cadis de los bajos fondos. El choque cultural entre los ricos judios y los cadis con un pie en el arroyo era objeto de risas constantes. Trabe amistad con un companero que iba a la universidad a tiempo parcial. Discutiamos interminablemente sobre los socios de Hillcrest y la experiencia que suponia un trabajo como el nuestro.

Me relacionaba con gente muy distinta. Escuchaba a todos y aprendia a hablarles. Hillcrest era como una especie de estacion de servicio camino del mundo real.

La gente me contaba historias. Aquello era como asistir a un curso de tradiciones del club de golf. Oi historias de hombres humildes que habian salido de la pobreza a zarpazos e historias de hombres ricos que por culpa del alcohol habian terminado sus dias como cadis. En el campo de golf se aprendia picaresca.

Casi todos mis companeros fumaban hierba. La hierba no me asustaba como el alcohol o los inhaladores. Me despedi de cuatro meses de abstinencia total con hierba tailandesa.

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