del infierno. Una vez mas, Delfina habia visto lo que nadie pudo prever y, desde entonces, quienes habian dudado de ella reconocieron que por su boca hablaba alguien cercano a Dios. Se convirtio en el oraculo oficial del pueblo, que mas tarde se declaro en duelo cuando la familia se traslado a Sagua.

Pero su abuela no se dedico a decir la buenaventura. Despues de casarse, se mudo a La Habana para criar a su hija y cultivar flores. Tenia tanta pericia en lograr rosas y claveles que muchos vecinos querian comprarselos, pero ella siempre se nego a mutilar sus matas. Solo de vez en cuando, en alguna ocasion especial, regalaba ramitos que eran recibidos como joyas.

Cecilia echo a andar por el sendero que serpenteaba entre la hierba, salpicada a ratos por mazos de campanillas silvestres y adelfas. La casa de su abuela tambien era un jardin. Su vajilla de porcelana, sus muebles, sus copas de bacara, incluso sus ropas, tenian motivos florales. Ahora, en medio de tanta naturaleza fastuosa, no podia dejar de evocarla.

El timbre del celular la saco de su ensueno. Era Freddy.

– ?Que haces? -pregunto el.

– Paseo un poco.

– ?Tienes algo para esta noche?

Ella abandono el sendero y se dirigio a la costa.

– Quiero ver un programa sobre piramides que anunciaron en el Discovery.

– ?Por que no vamos al bar?

Ella camino un poco mas antes de responder.

– No se si tenga ganas de salir.

Comenzo a quitarse los zapatos.

– Pero, mi china, tienes que espabilarte. El ano pasado te quedaste encerrada en las vacaciones.

– Ya sabes como soy.

– Una antisocial.

– Una ermitana -lo corrigio.

– Con vocacion de monja -anadio el-. Y con la desgracia de que, como no eres catolica, no puedes meterte en un convento. Y la verdad es que eso te vendria de maravillas, porque no haces nada por buscarte un hombre.

– Ni tengo intenciones de hacerlo. Prefiero quedarme para vestir santos.

– ?Lo ves? Santa Cecilia de La Habana en Ruinas. Cuando se muera Barba Azul, levantaran una ermita en tu honor, en el monte Barreto que quedaba por tu casa, y la gente ira en peregrinacion hasta alli, lanzandose en carriolas y chivichanas loma abajo desde Tropicana, todos borrachos y con lentejuelas. Me imagino que hasta daran un premio: el que llegue vivo y sin destarrarse sera proclamado santo o santa del mes…

Dejo de escuchar a Freddy, absorta en el mar que golpeaba las rocas. Era una ermitana en aquel lugar. Alli no tenia pasado. Su biografia habia quedado en otra ciudad que se esforzaba en olvidar aunque era parte de su infancia feliz, de su adolescencia perdida, de sus padres muertos… O quizas por eso mismo. No queria recordar que estaba irremediablemente sola.

De pronto penso en su tia abuela, la unica hermana de su abuela vidente. Vivia en Miami desde hacia treinta anos, tras marcharse de Cuba siguiendo los consejos de Delfina. Cecilia solo la habia visitado en una ocasion y despues no habia vuelto a verla.

– ?Me estas oyendo? -chillo Freddy.

– Si.

– Entonces, ?vienes o no?

– Dejame pensarlo. Te avisare mas tarde.

La soledad se habia espesado en torno a ella como un circulo dantesco. Busco su agenda para llamar a Lauro. Siempre se proponia pasar los telefonos al celular, pero olvidaba hacerlo; por eso llevaba consigo aquella libre ti ta descuartizada. Su mirada cayo sobre otro numero que aparecia en la misma pagina… Si, aun tenia familia: una ancianita que vivia en el centro de la ciudad. ?Por que no habia regresado a verla? La respuesta estaba en su propio dolor; en el miedo a recordar y a perpetuar lo que, de todos modos, nunca mas tendria. Pero ?no estaria siendo muy egoista? ?Que era peor: evitar el recuerdo o enfrentarlo? Haciendo un esfuerzo, comenzo a marcar aquel telefono.

Lolo vivia en un vecindario con amplias aceras de hierba recien cortada, muy cerca de esos dos emporios de la cocina cubana que eran La Carreta y Versailles, a los cuales acudian los noctambulos. Mientras casi todos los negocios cerraban antes de la medianoche y perdian dinero a manos llenas (o mas bien vacias), esos restaurantes se mantenian abiertos hasta bien entrada la madrugada.

Cecilia intento guiarse por su memoria, pero todos esos edificios eran identicos. Tuvo que sacar el papel y mirar los numeros. Se habia equivocado de esquina. Camino un par de calles mas hasta que lo encontro. Tras subir los escalones, toco un timbre que no sono. El chillido de una cotorra interrumpio un misterioso zumbido proveniente del interior.

– Pin, pon, fuera… -grito la cotorra.

Los pasos se arrastraron hasta la puerta. Cecilia vio la sombra a traves del cristal de la mirilla.

– ?Quien es?

Cecilia suspiro. ?Por que los viejos hacian esas cosas? ?No estaba viendo que era ella?

– Soy yo, tia… Ceci.

?Se sentian tan inseguros que querian comprobar que la persona que veian era la misma que parecia ser? ?O es que no se acordaba de ella?

La puerta se abrio.

– Pasa, m’hijita.

La cotorra seguia alborotando.

– Que se vayan, que se vayan…

– ?Callate, Fidelina! Si sigues asi, voy a echarte perejil. Los chillidos cesaron.

– Ya no se que hacer. Los vecinos estan a punto de hacerme un consejo de guerra. Si no fuera porque me la dejo el difunto Demetrio, ya la hubiera regalado.

– ?Demetrio?

– Mi pareja de jugar al bingo durante nueve anos. Estaba aqui el dia que viniste a verme. Cecilia no se acordaba.

– Me dejo de herencia la punetera cotorra, que no para de chacharear en todo el santo dia.

El pajarraco chillo de nuevo.

– Pin, pon, fuera… Abajo la gusanera.

– ??Fidelina!!

El grito sacudio el apartamento.

– El dia menos pensado tambien me acusan de comunista.

– ?Quien le enseno a decir eso?

Cecilia recordaba aquella frase, coreada en la isla contra miles de refugiados que buscaran asilo en la embajada de Peru, poco antes del exodo del Mariel.

– Ese demonio lo aprendio de un video que trajeron de La Habana. Cada vez que viene alguien de visita, repite la cantaleta.

– Pin, pon, fuera…

– Ay, los vecinos me van a quemar viva.

– ?No tienes un trapo?

– ?Para que?

– ?Lo tienes?

– Si.

– Traelo.

La anciana se fue al cuarto y regreso con una sabana doblada y perfumada. Cecilia desplego la tela y la arrojo sobre la jaula. Los chillidos cesaron.

– No me gusta hacer eso -dijo la mujer, frunciendo el ceno-. Es cruel.

– Mas cruel es lo que esa cotorra le hace a los timpanos de los humanos.

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