Pablo guardo silencio, sin saber como digerir la explicacion.
– Es como un espiritu que se hereda -aclaro ella.
– ?Que se hereda? -repitio el.
– Si, y maldita sea esa herencia. Solo la padecemos las mujeres.
Contrario a lo que esperara, Pablo tomo el hecho con bastante naturalidad. Cosas mas raras se aceptaban como ciertas entre los chinos.
– A ver, explicamelo bien -pidio curioso.
– Herede esto de mi papa. El no puede verlo, pero mi abuela si. Y mami, por ser su esposa, tambien.
– ?Quieres decir que cualquier mujer podria ver el duende si se casa con un hombre de la familia?
– Y antes de casarse tambien. Asi le paso a una de mis tatarabuelas: vio al duende apenas le presentaron a mi tatarabuelo. Se pego un susto terrible.
– ?Nada mas de conocerlo?
– Si, parece que el duende puede saber quien se casara con quien.
Pablo le acaricio la mano.
– Tengo que irme -murmuro de nuevo, acuciado por un nerviosismo mayor que el provocado por un duende invisible-. Tus padres pueden llegar y los mios no saben donde estoy.
– ?Nos seguiremos viendo? -pregunto ella.
– Toda la vida -le aseguro el.
Durante el camino de regreso, el muchacho se olvido del Martinico. Su corazon solo tenia espacio para Amalia. Iba saltando feliz y ligero, como si el mismo se hubiera convertido en un espiritu. Trato de pensar en lo que le diria a sus padres por la demora. Tuvo el tiempo justo para inventar una excusa, antes de empujar la puerta entreabierta.
– Papi, mami…
Se detuvo en el umbral. La casa estaba llena de personas. Su madre lloraba en una silla y su padre permanecia cabizbajo junto a ella. Vio el ataud en una esquina y fue entonces cuando noto que todos vestian de amarillo.
–
Habia regresado de la Isla de los Inmortales para enfrentarse a un mundo donde los humanos morian.
Recordare tu boca
Pese a la advertencia de la cartomantica, Cecilia se nego a abandonar su relacion con Roberto. Aunque no podia alejar la aprension que sentia junto a el, decidio atribuirla a su inseguridad y no a su instinto. Era cierto que todo aquel oraculo la habia sorprendido con su exactitud, pero no pensaba actuar siguiendo los consejos de una adivina.
Roberto le habia presentado a sus padres. El viejo era un tipo simpatico que hablaba continuamente de los negocios que haria en una Cuba libre. Montaria una fabrica de pinturas («porque en las fotos que traen de la isla todo se ve gris»), una tienda de zapatos («porque esos pobres de alla andan casi descalzos») y una libreria donde se venderian ediciones baratas («porque mis compatriotas se han pasado medio siglo sin poder comprar los libros que les da la gana»). A Cecilia le divertia mucho aquella mezcla de inversionista con buen samaritano, y nunca se escabullia cuando el hombre la llamaba para contarle de algun nuevo proyecto que se le habia ocurrido. Su mujer lo reganaba por aquel afan delirante de pensar en mas trabajo cuando ya se habia retirado hacia diez anos; pero el le decia que su retiro era temporal, un descansito antes de emprender la ultima jornada. Roberto no participaba de aquellas discusiones; solo parecia interesado en conocer mas sobre la isla que nunca habia pisado. Sin embargo, esa era una mania comun en los de su generacion, hubieran o no nacido en Cuba, y ella no se detuvo a reflexionar mas en el asunto.
Las fiestas de Navidad habian reavivado su relacion en las ultimas semanas. El animo de Cecilia, que siempre se alborotaba durante la epoca invernal, ahora bullia. Se fue de tiendas, por primera vez en mucho tiempo, dispuesta a remozar su aspecto. Ensayo maquillajes y se compro trajes nuevos.
La ultima noche del ano, Roberto paso a recogerla para ir a una fiesta que se celebraria en uno de esos islotes privados, llenos de mansiones donde vivian actores y cantantes que se pasaban la mitad del ano filmando o grabando en algun confin del planeta. El anfitrion era un antiguo cliente de Roberto que ya lo habia invitado otras veces.
Se perdieron un poco por callejas oscuras y frondosas antes de llegar. El patio, con su hierba recien cortada, terminaba en un muelle desde el cual se veian los grandes edificios del centro y un trozo de mar. Gente desconocida iba y venia por las habitaciones, curioseando entre las obras de arte que complementaban la decoracion minimalista. Despues de saludar al dueno de la casa, abandonaron el tumulto y se acercaron al muelle, se quitaron los zapatos y aguardaron la llegada del nuevo ano hablando naderias.
Cecilia tuvo la certeza de que, por fin, sus tribulaciones amorosas terminaban. Ahora, chapoteando con los pies desnudos en el agua fria, se sentia completamente feliz. A sus espaldas habia comenzado la cuenta regresiva de la television, mientras la costa oriental de Estados Unidos veia subir la manzana luminosa de Nueva York, en pleno Times Square. Los fuegos artificiales comenzaron a estallar sobre la bahia de Miami: racimos blancos, esferas rodeadas por anillos verdes, sauces de ramas rojas…
Cuando Roberto la beso, ella se abandono con los sentidos borrachos de gusto, saboreando aquel zumo de uvas en su boca como una golosina divina y sobrenatural. Fue una liturgia sensual e inolvidable; ultima estacion de aquel romance.
Una semana despues, Roberto llego a su apartamento al anochecer.
– Vamos a tomar algo -le dijo.
Desde una mesita al aire libre, junto a la bahia, se veia un velero -mezcla de barco pirata y cliper- repleto de gentes que no tenian nada mas que hacer, excepto pasearse por las tranquilas aguas contemplando el bullicio en tierra. Entre uno y otro Martini, Roberto le dijo:
– No se si debemos seguir viendonos.
Cecilia creyo que oia mal. Poco a poco, enredandose con las palabras, el le confeso que habia vuelto a ver a su antigua novia. Cecilia aun no entendia. El mismo habia insistido para que volvieran a salir juntos; le habia asegurado que no existia nadie mas. Ahora parecia confundido, como si se debatiera entre dos fuerzas. ?Estaba de veras embrujado? Le confeso que habian conversado, intentando aclarar lo ocurrido en su pasada relacion. Y mientras Roberto hablaba, ella se iba muriendo con cada palabra suya.
– No se que hacer -concluyo el.
– Yo te ayudare -dijo Cecilia-. Ve con ella y olvidate de mi.
El la miro extranado… o quizas atonito. Las lagrimas no la dejaban ver. Ahora actuaba con esa especie de instinto irracional, y un poco suicida, que la acompanaba cada vez que se veia ante una situacion injusta. Si la perseverancia y el amor no bastaban, ella preferia retirarse.
– Necesito que hablemos -dijo el.
– No hay nada de que hablar -musito ella, sin gota de rencor.
– ?Puedo llamarte?
– No. No puedo seguir asi o acabaras con la poca cordura que me queda.
– Te juro que no se lo que me pasa -murmuro el.
– Averigualo -le dijo ella-, pero lejos de mi.
Cuando llego a casa de Freddy, estaba al borde del colapso. Ajeno a lo que ocurria, el muchacho la invito a pasar en medio de un desorden de casetes y discos compactos. La grabadora dejaba escapar un bolero quejumbroso. Cecilia se sento en el suelo, a punto de llorar.
– ?Ya sabes que el Papa llego a La Habana? -pregunto el muchacho, mientras apilaba los discos en diferentes