Amalia queria causar la mejor impresion, pero el lloriqueo de Isabel se habia transformado en una rabieta que no la dejaba vestirse.
– ?No se sentira mal? -pregunto Pablo, meciendo en sus brazos a la nina que gritaba con el rostro congestionado-. Mejor suspendemos la cena.
– De ninguna manera. Si es necesario, ve solo. Yo me encargare de…
El Martinico asomo su cabeza tras la cortina y la nina sonrio. Mientras el duende y la pequena jugaban a los escondidos, la mujer termino de arreglarse. Los pucheros comenzaron otra vez cuando el Martinico agito las manos en gesto de despedida, arreciaron cuando la familia salio al pasillo y llegaron a su apogeo frente a la puerta de la mansion.
– Adelante -dijo el empresario, que habia acudido a abrirles-. ?Vivian!
Su esposa tenia una piel de blancura teatral, casi refulgente.
– ?Quieren tomar algo?
Isabel aun lloraba en el regazo de su madre y, por un instante, los adultos se miraron sin saber que hacer.
– Ve con Pablo a la biblioteca -sugirio Vivian a su marido-. Yo me ocupo de Amalia y de la nina.
Desde la puerta, Amalia contemplo las estanterias de caoba repletas de volumenes iluminados por una luz calida y amarillenta.
– Vamos a la cocina -dijo Vivian-, le daremos algo.
– No creo que sea hambre porque comio antes de salir -comento Amalia mientras caminaban por el pasillo-; y si lo fuera, no se si tendrias algo apropiado para ella. Todavia no come muchas cosas.
– No te preocupes. Freddy se encargara de eso.
Amalia penso en la distancia que separaba a su familia de aquella que se permitia tener un cocinero: algo con lo que ella ni siquiera se atrevia a sonar.
Isabel ya no lloraba, quizas por el apetitoso aroma a panetela que inundaba el pasillo… Amalia se detuvo de golpe al ver al cocinero. O mas bien, la cocinera.
– ?Fredesvinda!
La gorda se habia quedado pasmada.
– ?Amalita!
– ?Ustedes se conocen? -pregunto Vivian con una inflexion diferente en la voz.
– Claro -comenzo a decir Amalia-. Fuimos…
– Yo trabajaba para los tios de la senora cuando ella todavia era una chiquilla -la interrumpio la cocinera-. Dona Amalita visitaba la casa a menudo.
Amalia no se atrevio a desmentirla porque descubrio una luz de advertencia en los ojos de la gorda.
– ?Esta es su nina? -pregunto la gorda.
– Si -contesto Vivian-. ?Que podemos darle de comer?
– Acabo de hornear una torta.
– Un poco de leche tibia estara bien -dijo Amalia.
– Haz lo que la senora te pida, Freddy… Quedas en buenas manos, Amalita.
El taconeo se perdio por el pasillo de marmol negro.
– ?Por que inventaste ese cuento? -susurro Amalia.
– ?Que querias? -la tuteo Fredesvinda, poniendo a calentar un poco de leche-. ?Confesar que habiamos sido vecinas?
– ?Por que no?
– Ay, Amalita, eres demasiado inocente -la regano su amiga, que ahora cortaba un pedazo de torta-. Si ustedes no hubieran mejorado de situacion, don Julio no les habria invitado a cenar. Decir que fuiste vecina de una cocinera no va a ayudarlos a salir adelante y Pablo necesita cerrar ese negocio…
– ?Como sabes?
– Los criados oimos muchas cosas.
Mientras Fredesvinda hablaba, la nina hurto un pedazo de torta y volvio a alargar su manita para tomar otro.
– No, Isa -dijo Amalia-. Eso no es para ti.
La nina empezo a gimotear.
– Prueba un poco de panetela antes de irte -dijo la gorda-. Yo le dare la leche y tratare de que duerma… ?Ay, pero que mona es!
Comenzo a pasearse con la nina en brazos, tarareando bajito. Cuando Amalia acabo de comer, se dio cuenta de que su criatura se habia dormido, arrullada por Fredesvinda que tarareaba algo con su hermosa voz de contralto.
– No sabia que cantaras tan bien. Deberias dedicarte a eso.
– Tal parece que no tuvieras ojos. ?Quien va a querer contratar a una cantante que pesa trescientas libras?
– Puedes bajar un poquito.
– ?Crees que no lo he intentando? Es una enfermedad…
El eco de unas voces llego hasta ellas.
– Acaba de irte -la regano Fredesvinda-. Una senora no debe quedarse tanto tiempo hablando con los criados. Si la nina se despierta, ire a buscarte.
Amalia camino por el pasillo, guiandose por las risas. No recordaba si debia doblar a la derecha o a la izquierda. Las voces que retumbaban entre las paredes la fueron guiando hasta el recibidor.
– ?Que quieres tomar, Amalia?
Antes de que pudiera responder, dos campanillazos sonaron en la entrada.
– Debe ser el -dijo Julio-. Vivian, sirvele algo a Amalia. Yo ire a abrir.
Pablo se inclino para buscar mas hielo y Amalia probo su licor mientras las voces se acercaban por el pasillo. De pronto, la conversacion ceso de golpe. Fue la actitud tensa de Pablo, mas que el prolongado silencio, lo que hizo que Amalia se volviera hacia la puerta. Su padre estaba alli, con una expresion de pasmo mortal.
– ?Se encuentra bien, don Jose?
– Si, no… -susurro Pepe como si le faltara el aire.
Un gemido vago e indefinido se escucho en el pasillo.
– Podemos hacer la reunion otro dia -propuso Julio.
– Con permiso -dijo la gorda Fredesvinda, pugnando por sostener a Isabelita que intentaba bajar hasta el suelo-. Senora Amalia, la nina estaba llamandola.
– Disculpe, don Julio -murmuro Jose.
Y ante la mirada atonita de sus anfitriones, dio media vuelta y salio al recibidor. Casi a tientas busco la puerta e intento abrirla, pero se enredo con la cerradura que era muy complicada.
Algo tiro de sus pantalones.
– Tata.
La nina, casi un bebe, se tambaleaba sobre sus pies y contemplaba a aquel senor que no sabia como abrir una puerta. Jose retrocedio dos pasos para alejarse, pero la pequena no soltaba su pantalon.
– Tata -lo llamo con rara insistencia.
Era su propia mirada y la mirada de su hija. Vencido, casi sin fuerzas, se agacho, la tomo en sus brazos y se echo a llorar.
Era como si el tiempo no hubiera transcurrido, excepto que ahora su padre tenia mas canas y sus ojos se llenaban de un brillo diferente cuando jugaba con su nieta. Porque si Jose habia vivido fascinado con su hija, Isabel ejercia sobre el un efecto casi hipnotico. No se cansaba de alzarla en brazos, ni de contarle historias, ni de ensenarle a abrir los estuches de los instrumentos. Amalia aprovechaba cada oportunidad para dejarle a la nina, mientras ella se ocupaba de otros asuntos. Ahora, en la calurosa tarde de esa ciudad eternamente humeda, la campanilla anuncio su llegada a la tienda donde habia jugado tantas veces cuando era nina.
– Hola, papi -saludo al hombre inclinado sobre el mostrador.
Jose alzo la vista.