realidad, los que le conocian de cerca, opinaban que todo era una estrategia mediante la cual Blasi, en ocasiones a traves de caminos sinuosos, conducia a sus interlocutores al terreno que le convenia. Por otro lado, tenia una singular predileccion por la paradoja. Cuando se mostraba acidamente critico era porque preparaba un final conciliador. Cuando elogiaba demasiado, repartiendo alabanzas a diestro y a siniestro, era porque inevitablemente buscaba crear un ambiente tenso a su alrededor. En cualquier caso habia que reconocerle una habilidad fuera de lo comun.
Aquella noche Blasi recorrio sucesivamente ambos senderos. Primero dijo estar hastiado. Odiaba las fiestas y estaba harto de una vida social que ya no tenia para el ningun aliciente. La gravedad de los problemas que afectaban a la ciudad no autorizaba la dedicacion a las frivolidades. Ni siquiera le quedaba el secreto atractivo de seducir a una mujer, no solo por estar sometido a la vigilancia de la suya sino porque habia perdido el gusto por este tipo de aventuras. Sin embargo, a continuacion, tras exponer el panorama desolador, Blasi, sin transicion alguna, expuso sus motivos de gozo. Elogio a Samper y la posibilidad de compartir la Nochevieja con tantos buenos amigos. Aunque fuera un topico, el deseo de felicidad que se expresaba al principio de cada ano formaba parte de una tradicion encomiable. La gente lo necesitaba. Tenia derecho a prometerse felicidad.
Blasi termino su monologo:
– Especialmente ahora que el desastre se nos viene encima.
Tras el largo rodeo Blasi habia alcanzado su objetivo. Bebio un largo trago de whisky, esperando las respuestas. Victor se mantuvo en silencio mientras el senador y el sociologo se disputaban el uso de la palabra recurriendo a sus autoridades respectivas. Se impuso Penalba:
– No seas exagerado. Ya sabes que te respeto a ti y a tu periodico. Pero el tratamiento que habeis dado a la cuestion de los exanimes ha sido desde el principio exagerado. Y debo decirte que en esto la sociedad es mas prudente que vosotros. No ha magnificado el problema.
– Porque desconoce lo magnifico que es el problema -le interrumpio Blasi con mordacidad.
– No es eso, no es eso -se defendio el senador-. Todos somos responsables de haber llevado mal este asunto. No estabamos preparados para algo asi. Pero se estan encontrando soluciones. Segun mis noticias el numero de afectados esta remitiendo.
– Creo que estas mal informado, senador -le dijo Blasi.
Penalba le sonrio, dandole unas palmadas amistosas en el hombro:
– No olvides que hay secretos incluso para los directores de periodicos mejor informados.
Ramon Mora, que habia estado ansioso por hacerse oir, aprovecho para vengarse del senador:
– Pues no deberia de haberlos. Si los politicos ocultais los datos esto sera pronto una dictadura.
Penalba no parecia dispuesto a perder el buen humor y contraataco:
– Los sociologos teneis demasiados datos y con ellos haceis demasiadas teorias.
Blasi se sumo al ataque:
– Por cierto, ?cual es la tuya? -dijo, interpelando a Mora.
Este carraspeo, tratando de ganar unos segundos. Luego afirmo no tener todavia ninguna teoria firme, aunque, con algunos colegas, habia empezado a estudiar las posibles raices de lo que ocurria. Pensaban que era un tema delicado porque no podian trazarse fronteras rigidas entre la sociologia y la psicologia. Hablo de circunstancias especiales en las que una comunidad inopinadamente queda sometida a traumas colectivos. Habia sucedido en todas las epocas, muchas veces con causas difusas. Aludio a estadisticas recientes en las que los niveles de bienestar eran muy altos. Quiza todo era la consecuencia del miedo a perder tal bienestar. En cualquier caso era pronto para establecer juicios definitivos. Concluyo disculpandose al asegurar que, segun sus informaciones, tampoco la comision de expertos las tenia.
– Porque son unos asnos -anadio una voz.
Era Max Bertran, que se habia incorporado al grupo mientras hablaba el sociologo. Con respecto a Bertran el acuerdo era general: poseia la lengua mas viperina de la ciudad. Su aspecto de fauno atildado reforzaba su fama. Sus criticas eran tan veloces como sangrientas y, a base de ejercitarse, habia hecho de la maledicencia una pasion. Hubiera podido ser feroz, pero habia algo en su actitud que anulaba sus tentativas de ferocidad. Era demasiado igualitario en su maldad. Al atacar a todos por igual sus zarpazos solo producian ligeros rasgunos. Ademas, era demasiado explicito. Eso hacia que su malignidad quedara emboscada en su simpatia. Se le admitia con placer. Las mujeres le buscaban para escuchar sus elogios envenenados y los hombres, para compartir sus delirantes embustes. Bertran lo sabia y se embaucaba a si mismo fingiendo que era un caballero capaz de complacer a unas y a otros. A falta de profesion, pues vivia administrando avaramente una pequena herencia, el sarcasmo era su vocacion. Y para ejercerlo se habia aduenado del don de la ubicuidad: se le podia encontrar en cualquier lugar y en cualquier momento.
Victor se alegro de su llegada, pensando que Bertran tomaria la iniciativa. Lo hizo, pero dirigiendo contra el los primeros dardos:
– Te veo mas delgado. Los premios no te convienen.
– Ya lo se -dijo Victor, sin ofenderse-. Pero yo no tengo la culpa.
– Si, si la tienes -replico Bertran-. Y este.
Senalo a Blasi. El aludido se rio, moviendo su cuerpo de manera que pareciese que esquivaba el dedo acusador.
– Teneis la culpa de haber convertido esta ciudad en un manicomio.
Blasi estaba encantado. Veia la oportunidad de utilizar a Bertran contra Penalba:
– Pero, querido Max, ?que estas diciendo? El Consejo de Gobierno te desmiente. No hay locos, hay exanimes. Lo cual es muy distinto.
– Exanimes, exanimes. ?A que imbecil se le ocurriria este nombre? A alguno de tus periodistas.
– No, Max, no seas ignorante. Es un nombre cientifico. Lo ha aprobado el Senado.
Por fin Blasi consiguio su objetivo. Bertran miro socarronamente a Penalba y dijo:
– El Senado, ?que es eso? ?Una cueva de vividores?
Penalba sonrio, dando a entender que sabia que Bertran le tomaria como victima predilecta:
– Max, esto es una injuria que esta penada por la ley. Podrias ir a la carcel. ?Y yo que te queria proponer para las proximas elecciones!
– Tengo mi dignidad. No puedo aceptarlo -replico Bertran.
– Lastima -concluyo burlonamente Penalba.
Bertran, sin amilanarse, volvio a arremeter contra los expertos:
– Una comision de asnos.
El si tenia un juicio establecido sobre lo que sucedia. Era la decadencia irreparable.
– Esto es solo el inicio. A mi no me extrana. Yo ya lo venia pronosticando desde hacia tiempo. La ciudad esta llena de idiotas, y esto se contagia. ?Cuantos idiotas hay en esta casa? Yo he visto muchisimos. Casi todos. ?Sabeis lo que pienso?: que vuestros malditos exanimes son la gente sana que intenta refugiarse frente a la idiotez. A mi me caen bien. Mucho mas que otros.
Brindo por los exanimes. Iba a continuar pero fue interrumpido por una repentina invasion. Desde el salon entro una bulliciosa hilera de bailarines, encabezada por Samper. Iban uno tras otro, enlazados por la cintura, moviendose y gritando al ritmo de la musica. Victor dedujo que la fiesta habia entrado en su tramo culminante. Alejada ya toda reserva los invitados expresaban su alegria con un entusiasmo que rayaba el paroxismo. El uniforme oscuro de los hombres estaba manchado con purpurina y serpentinas. Algunos se habian despojado de sus chaquetas y exhibian sus camisas tenidas de sudor. Las mujeres se agitaban, envueltas en destellos y ajenas al desorden que la noche habia depositado en sus maquillajes. Todos gesticulaban con furia incontenible, deleitandose en el caos de espasmos y bocas rugientes.
Viendolos acercarse Victor tuvo la subita impresion de asistir a un trance grotesco. Por unos pocos instantes su imaginacion le condujo a un inesperado cambio de decorado: hombres y mujeres desnudos, bailando alrededor de un fuego. Sus cuerpos estaban tatuados y sus caras, cubiertas con imponentes mascaras de animales. El resplandor de la hoguera iluminaba las pieles pintarrajeadas. Fuera del redondel todo era oscuridad. Sintio el contacto de varias manos que le palpaban el cuello y los hombros. Luego unos dedos le agarraron por el antebrazo. Varias bocas rozaban su cabello. Se dio cuenta de que todos habian sido incorporados a la comitiva, a excepcion de Max Bertran que pugnaba infructuosamente por evitarla. La pequena silueta de fauno desaparecio en el tumulto. Ya no habia posibilidad de escapar. Una cabellera rubia se balanceaba ante sus ojos y, a sus espaldas, alguien que vociferaba le echaba el aliento sobre la nuca.