separados por sexos, ocupaban caoticamente sus habitaciones. Los mas estaban echados en las literas, en completa inmovilidad. Otros estaban contra las paredes, de pie o sentados sobre el suelo. Muy pocos caminaban. Los que lo hacian se tambaleaban ligeramente, desplazandose con lentitud. Ellos tambien llevaban ya su propio uniforme, de color marron oscuro. Sus cabezas habian sido rapadas. La explicacion, segun comento Arias, era sencilla: en su situacion debian extremarse la funcionalidad y la higiene.
– De todos modos, son realmente presidiarios -anadio, descontento de su anterior comentario.
Victor disparaba su camara hacia objetivos impasibles. De vez en cuando le miraban, sin ningun tipo de reaccion. Confirmo para si mismo que no publicaria aquellas fotos, y esto amortiguo su tension, ayudandole a reflexionar. No era, desde luego, habitual que reflexionara mientras manejaba la camara. Consideraba que aquellos eran momentos de accion. Pero esta vez sucedia lo contrario. Cada instantanea parecia repercutir en su mente hasta llegar a tener la impresion de que la lente por la que observaba le proporcionaba imagenes que habitaban en su interior. Nunca, previamente, habia tenido la sensacion de retratar sus propios pensamientos.
Vio que queria tener compasion pero que, por alguna razon indeterminada, no conseguia tenerla. Tambien vio que este era un hecho particularmente grave. ?Desde cuando era asi? Posiblemente desde hacia mucho tiempo, aunque ahora todo se habia hecho mas evidente. En algun lugar ignorado del trayecto habia perdido su capacidad de compasion. Durante anos no la habia necesitado, de modo que se arraigo su imposibilidad de sentirla. Tampoco la sentia en estos momentos, rodeado de seres desahuciados que la reclamaban silenciosamente. Sentia solo algo mucho mas neutro: malestar. Un malestar incordiante producido por la cercania de cuerpos sin fuerza que le ensenaban como, antes o despues, su cuerpo deberia seguir igual rumbo. El monstruo flaccido esparcia a su alrededor sus bocanadas de debilidad.
– Vamonos de aqui -le interrumpio Arias-. Estoy harto de estos tipos.
Durante el camino de regreso Arias hablo animadamente. No parecia impresionado por las escenas que habia contemplado. Para el todo evolucionaba segun una logica que ya habia previsto y estaba contento de que asi fuera. No era, desde luego, claro en que consistian las supuestas previsiones, a las que se referia veladamente. Daba la sensacion de que, desde hacia tiempo, estaba preparado para lo que, de manera inevitable, debia ocurrir. La ciudad habia sucumbido a la desgracia antes de que se apercibiera de ello. El lo sabia.
– La gente no se daba cuenta. Yo miraba donde nadie lo hacia. Miraba las cloacas y alli habia toda la informacion.
Se hizo acompanar por Victor hasta su casa. Era un piso modesto del barrio portuario. Desde que habia enviudado, hacia cuatro anos, Arias vivia solo, con la unica presencia enjaulada de un canario. Por todas partes se amontonaban periodicos amarillentos y, en las paredes, las fotos familiares se alternaban desordenadamente con fotos dedicadas de boxeadores. Arias se acordaba con exactitud de la fecha de cada una de ellas y le hizo a Victor una pormenorizada explicacion de las circunstancias en las que fueron tomadas. La vida junto a su mujer se mezclaba con los combates de boxeo en una sola secuencia. Tanto la una como los otros aparecian interrumpidos al mismo tiempo.
Durante la cena, que Arias preparo con nerviosa celeridad, continuo hablando de boxeo. Se refirio a un lejano campeon de su juventud que militaba en los pesos medios, la categoria que mas admiraba porque, segun decia con entusiasmo, combinaba mejor que ninguna otra la tecnica y la fuerza:
– Cuando hizo su ultima pelea tenia ya mas de cuarenta anos. Era el mejor boxeador que nunca he visto. Solo habia perdido dos veces, por puntos. Aquel dia reaparecia despues de tres anos sin combates. Su adversario, el otro aspirante, era joven, en la plenitud de su carrera. Fue una pelea impresionante, te lo aseguro. A partir del septimo asalto empezo a sangrar terriblemente por la ceja izquierda. Siempre me acordare porque, desde aquel momento, el otro intento golpearle en ese lugar. Los asaltos finales fueron inolvidables. Estaba perdiendo. Cada vez se le veia mas fatigado y ya no reaccionaba como al principio. Quedo arrinconado contra las cuerdas. El otro era una maquina de boxeo. En el ultimo descanso yo pense que solo un milagro podia salvarle. Me pase el minuto rezando. Era muy querido y creo que casi todos los espectadores rezaron. Y hubo un milagro. El asalto empezo como los anteriores, con el contra las cuerdas. Estaba inmovil, defendiendose, como podia. En realidad, aunque nadie del publico podia suponerlo, esperaba su oportunidad. Su unica oportunidad. Y llego. De repente, sacando fuerzas de no se donde, solto un derechazo brutal. El otro se detuvo, totalmente sorprendido. Hubo una pausa, seguramente muy breve, pero que a mi me parecio larguisima. Le siguieron tres golpes secos. Solo tres. Me acuerdo como si fuera hoy. Dos en el estomago y uno en la cabeza. Su adversario se desplomo. El estaba tambien a punto de caerse. Seguramente si la pelea hubiera durado unos segundos mas se habria hundido. Pero gano.
Tras la cena Arias queria continuar repasando sus viejos tiempos. Victor hizo ademan de marcharse pero fue retenido con el ofrecimiento de un conac.
– No te vayas todavia. Nunca tengo invitados.
Se quedo. Bebieron varias copas de aquel pesimo conac que a Victor le subia a la cabeza con la misma violencia que los golpes descritos por Arias. Este, sin embargo, abandono su cronica pugilistica y, dando un giro improvisado en sus preferencias, se declaro ferviente amante de la opera.
– Creia que no te gustaba ningun espectaculo -le replico Victor.
Y era cierto. Arias nunca habia asistido a ninguna representacion de opera pero se sabia de memoria arias enteras. Inmediatamente quiso demostrarlo. Entonaba bien, aunque su voz gangosa destrozaba todas sus tentativas. Cada vez retrocedia, empezando de nuevo. Pronto dejo de lado la solemnidad de sus primeros intentos para parodiar sus propias interpretaciones. Tambien a el el conac le habia subido a la cabeza. Se puso a hacer extranos ademanes. Muy serio, como un nino, con una seriedad franca.
– Hazme una foto mientras canto -pidio.
Victor le hizo varias, con la sensacion de fotografiar un tiempo que pronto desapareceria para siempre. No habia en ello ningun rastro de tristeza: el conac, maltratandole el cuerpo, le hacia participar de una escena decididamente comica.
VII
Los frios intensos se prolongaron a lo largo de todo el invierno poniendo en duda la llegada de la primavera. Cuando esta por fin llego, con cierto retraso en relacion a las exigencias del calendario, la ciudad, indiferente, permanecio sumida en su particular invierno. Las expectativas taumaturgicas que algunos habian albergado resultaron defraudadas y la bonanza del clima no sirvio para extirpar el frio de los corazones. El tipo de existencia que se habia ido imponiendo en los meses invernales se mantuvo inalterado. Un indicio resumia todos los demas: el paseo habia sido abolido. Las calles, desde luego, no estaban vacias. El trafico de vehiculos era denso, como siempre, y muchos transeuntes seguian ocupando las aceras. Pero nadie paseaba. El inicio de la primavera no cambio la situacion, como quiza hubiera sido de esperar. Los ciudadanos consumian con prisa sus trayectos, sin entretenerse ante los escaparates de las tiendas ni detenerse en las terrazas al aire libre que en aquella epoca, como cada ano, resurgian frente a los establecimientos de las principales avenidas.
– Esto es el espiritu de la fortaleza -habia sentenciado Max Bertran una manana en que se encontro casualmente con Victor delante de la terraza desertica de un cafe de renombre-. El ano pasado hubiera sido casi imposible encontrar una mesa libre.
Era una expresion certera porque, efectivamente, parecia que el espiritu de la fortaleza se habia apoderado de la ciudad, de modo que sus habitantes tenian una constante necesidad de refugio. Cotidianamente sus incursiones, mas alla de las murallas de sus casas, les conducian a los centros de trabajo y aprovisionamiento, para, a continuacion, correr a resguardarse en sus madrigueras. Lo superfluo habia ido cediendo terreno a lo imprescindible, debilitandose hasta tal punto la vitalidad social que daba la impresion de que una ley de hierro, ruda y arcaica, hubiera aplastado el complejo entramado de leyes que encauza la conducta de una comunidad moderna. Podia incluso afirmarse que la ciudad, sin abjurar explicitamente de su refinada civilizacion, habia sufrido un brusco retroceso en la historia, descendiendo hasta estadios primitivos del comportamiento humano. Y, asi, en la cumbre de su progreso, segura hasta hacia muy poco de su bienestar, experimentaba lo que era la lucha por la supervivencia en un entorno hostil.
A esta realidad, alejada de toda prevision pero tal vez comprensible por la fuerza agobiante de las