El cortejo recorrio varias habitaciones, siempre dirigido por Samper, hasta alcanzar una, enorme, cuyas paredes estaban revestidas con grandes espejos antiguos. El anfitrion la llamaba el salon de los espejos y el mismo se disculpaba de su dudoso gusto alegando que era un capricho extravagante. Probablemente aquel dia penso que era el lugar idoneo para el final de la fiesta y habia hecho cubrir el suelo con globos de colores. Era un anfitrion cuidadoso.

Los invitados se lo agradecieron redoblando sus energias. Pronto reino la mas absoluta confusion. El estallido de los globos se mezclaba con los canticos y las exclamaciones. Tras dar una vuelta en torno al salon la cadena de bailarines empezo a romperse por varios de sus eslabones. Algunos tropezaban y estaban a punto de caer. Otros caian voluntariamente, aceptando con docilidad las ordenes del alcohol que habian ingerido. Hubo dispersiones y reagrupamientos. Los mas recalcitrantes intentaban continuar el baile, los mas ansiosos de felicidad se deseaban, otra vez, un ano inmejorable. La mayoria se sumio en una gimnasia de abrazos, corriendo de un lado a otro en busca de interlocutores a quienes abrazar. El efecto multiplicador de los espejos actuaba implacablemente, esparciendo fragmentos en secuencias inacabables.

Victor vio a Angela que se le acercaba. Reia. Todos reian. Blasi, Samper, el senador. El tambien reia. Queria escapar pero reia. Nadie queria dejar de hacerlo, como si se hubiera impuesto la certeza de que mientras durara la risa aquel mundo en el que estaban encerrados no podria desaparecer.

VI

La resaca que temia David Aldrey se hizo notar con efectos inmediatos y a principios del nuevo ano la ciudad se desperto con la cabeza confusa y el cuerpo embotado. Las fiestas de Navidad habian actuado como un oportuno analgesico pero cuando, tras ellas, cesaron sus efectos, la vida reaparecio con un ropaje excesivamente aspero. El paisaje se torno inhospito, poniendo de relieve desacostumbradas arideces, como si la estepa, penetrando sigilosamente en la ciudad, se hubiera apoderado de muchos de sus bastiones. La temperatura exterior coincidio con la interior. Fue un enero extremadamente duro, con abundantes nevadas que blanquearon las azoteas y formaron un magma sucio sobre el asfalto. El frio se erigio en un enemigo cotidiano.

Otro frio, sin embargo, frente al que nada podian hacer el espesor de los abrigos y la combustion de las calderas, se instalo en las conciencias. El intruso no era el producto de una suposicion. Tenia forma, era palpable, con tentaculos que llegaban a cualquier rincon. Esta era la verdadera crudeza del frio. Mientras se pudo pensar que alcanzaba unicamente a algunos, seres invisibles que deambulaban en la periferia del dolor, no fue mas que una vaga sombra sin consistencia. Golpeaba a otros, elegidos para ser golpeados por un azar adverso. Pero cuando se sintio que esos otros podian ser cada uno, hasta apresar a todos, la lejana sombra tomo el aspecto de un cielo negro y permanentemente encapotado. La igualdad en la amenaza llevo consigo la comunion en el miedo. El sentimiento de que algo esencial habia sido arrebatado, y de que en adelante habria que vivir con tal perdida, introdujo la tirania de lo inseguro y la nostalgia de lo irrecuperable.

En aquellos dias gelidos el caudal de afectados por la enfermedad aumento de modo desorbitado. Las aguas malignas empezaron a rebasar los diques de contencion, regando, con sus miasmas, la piel de la ciudad. El veneno penetraba por todos sus poros, y cualquier antidoto era insuficiente. Por primera vez hubo claros sintomas de terror en una poblacion que, arrinconando su pudor y su disimulo, se vio empujada a sentir el sabor amargo del peligro. Y bajo el imperio del peligro las conductas se volvieron peligrosas. Las familias que antes, desesperadas, entregaban sus enfermos a los hospitales, ahora lo hacian con alivio y, aun, con rabiosa satisfaccion. Los hogares vomitaban a sus envenenados, despreocupandose de su suerte. Nadie queria tener contacto con el mal.

Pero el temor al mal aprisiono a la ciudad en una red de odios, sospechas y acusaciones. Poco importaba que los exanimes fueran inofensivos en su terrible apatia. Portadores de un estigma fatal e incomprensible se les otorgo la imagen de agresores agazapados. Eran individuos que podian irrumpir a cualquier hora y en cualquier sitio para envolver con su desgracia. De enfermos a adversarios, los exanimes fueron tomando la forma de una quinta columna que actuaba impunemente en el seno de la comunidad. En las casas el vecino contemplaba con recelo al vecino y en las calles, el transeunte al transeunte. Cada ciudadano se impuso el deber de ser guardian de los demas.

Naturalmente esta actitud repercutio en todos los ordenes de la vida ciudadana. Donde se hizo sentir con mas evidencia fue en los lugares de ocio. Bares y restaurantes vieron disminuida drasticamente su clientela. Algunos cines tuvieron que suspender sus proyecciones por falta de espectadores. Se aplazaron conciertos y representaciones teatrales. Las competiciones deportivas languidecieron. La mayoria solo abandonaba su casa para ir en busca de lo imprescindible. Y lo imprescindible, como pronto se dedujo, era sobre todo el alimento y el salario. Hubo acumulacion de provisiones y, con ello, el temor a un futuro desabastecimiento. Se mantuvo la disciplina laboral pero nadie se atrevia a pronosticar hasta cuando podria mantenerse.

El Consejo de Gobierno, aunque pretendio prolongar la prudencia, acabo legislando con rotundidad. La inicial serenidad de la poblacion durante el mes de diciembre le habia sorprendido agradablemente. Ahora la sorpresa era de signo contrario. El estado de animo que denotaba la ciudad exigia intervenciones severas. Se convoco, de nuevo, al Senado a una sesion urgente, si bien esta vez con la intencion de despojarlo de sus atribuciones. No fue disuelto, pues se continuo estimando necesario preservar las formas, pero se anulo su poder. No tenia sentido, se dijo, proceder a largas deliberaciones cuando lo que la situacion reclamaba era rapidez. El partido gubernamental y el de la oposicion se pusieron de acuerdo para que este ultimo entrara en el Consejo. Mientras se engrasaba la maquinaria de los decretos se informo solemnemente a los representantes del pueblo que las hermosas discusiones debian ser postergadas para tiempos mejores. Los senadores, sin argumentos para defender la rentabilidad de sus voces, aceptaron sin resistencia la utilidad de su silencio.

Uno tras otro, los decretos fueron promulgados con celeridad. El primero y mas importante era, por supuesto, aquel que sancionaba la legitimidad de gobernar por decreto durante un periodo provisional. Gracias a ello se supo que habia comenzado oficialmente la provisionalidad. La ley no permitia vislumbrar cuando terminaria. Sin embargo, esto no parecia amedrentar al Consejo de Gobierno que, en pleno impetu legislador, cuidaba con esmero el redactado de sus disposiciones de modo que acabara siempre con la misma indicacion: provisionalmente. Y asi, provisionalmente, se introdujeron la censura en todos los medios de comunicacion y la policia en todos los rincones de la ciudad.

Ya avanzado el mes de enero el escenario urbano ofrecia un aspecto singular, como si en el se librara una batalla que, sin embargo, no dejaba signos de destruccion. Todo estaba intacto. No habia ruinas ni ningun otro indicio devastador. No se veian fuerzas que combatieran entre si. Nadie guerreaba y, no obstante, se afianzaba la certidumbre de que, efectivamente, una guerra tenia lugar. A ello contribuia, sin duda, la constante presencia de patrullas policiacas y la cada vez mas insoportable exhibicion de ambulancias. Pero, todavia mas que estas senales visibles, la certidumbre de la guerra se sustentaba en lo invisible. Era lo que no se veia lo que la hacia palpable. Era su irrealidad lo que la hacia verdadera.

El que los periodicos, las emisoras de radio o las televisiones, sometidos a la censura, dieran constancia de la paz reinante unicamente ayudaba a alimentar el sentimiento de guerra intangible. Los partes belicos, elaborados por portavoces anonimos, se propagaban espontaneamente, excitando el miedo pero asimismo la fruicion ante lo prohibido. En consecuencia, los frentes de batalla se multiplicaron. Se hablo de disturbios en los barrios perifericos, acompanados de represiones sangrientas. Tambien se aludio a un cierre inminente de las escuelas y no faltaron los informadores, siempre etereos, que pronosticaron quiebras comerciales y despidos masivos. Entre tanto, la imaginacion popular, espoleada por las murmuraciones, incrementaba generosamente la cantidad y el peligro de los exanimes. Desconociendose la cifra aproximada se hacian calculos tan abultados que pronto se dejo de hablar de individuos, prefiriendose la imagen de una multitud informe que se desparramaba por los recovecos de la ciudad. Los afectados por el mal pasaron de ser algunos a ser muchos. Sin embargo, la continua repeticion de que eran muchos rompio las fronteras de cualquier magnitud: entonces, sencillamente, fueron eso o aquello, una presencia que se evocaba con una mezcla de crueldad y terror. La imaginacion, aliada con la censura, conformo un demonio que se agigantaba sin cesar.

En estas circunstancias los mensajeros de la desdicha actuaron con indiscutible eficacia, descargando los rumores en los oidos avidos de la poblacion. Cuanto mas sombrio era el mensaje mayor era el exito de su impacto. De ahi que, mientras a las informaciones oficiales se les otorgaba escaso valor, las suyas, ricas en

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