simples seres humanos, despues de lo sucedido diez anos atras? ?Acaso Eladio Altube sabe quien es el asesino, sabe que no es Joseba Ermo?
– Sientate ahi -me dice el empleado senalandome la unica silla.
Le dirijo una sena amistosa con la cabeza y me siento, pues Eladio Altube aun me debe una revelacion. Suena la escandalosa campanilla y entra un hombre vestido con buzo azul y grasiento de mecanico. Asoma la cabeza de Joseba Ermo para echar un vistazo al nuevo cliente y desaparecer.
El recien llegado necesita seis metros de cadena. Un articulo de dificil manejo sobre un mostrador. Y ruidoso. El cliente elige una no muy gruesa y el muchacho transporta el pesado enroscamiento como de culebras hasta un tornillo al extremo del mostrador. Descuelga una sierra para hierro de la pared a su espalda y toma posicion sobre la cadena trabada por los labios del tornillo. Y, de pronto, el chirrido de sierra contra hierro me remite al sonido que nunca oi, que nadie oyo en Getxo, excepto las cuatro personas vivas que estaban alli cuando rompio la noche de la playa: Antimo Zalla y su hijo, Lucio Etxe y Eladio Altube. Y yo, ahora, lo escuchaba. Una cadena parecida, quizas identica, rodeo los cuellos de los gemelos, y una sierra identica cortando penosamente uno de los eslabones. Asi, pues, en 1935, el sospechoso Joseba Ermo ya tenia la ferreteria y pudo elegir la mejor cadena entre muchas.
Me levanto para preguntar al muchacho:
– ?Teneis candados?
La sierra se detiene y el muchacho y el cliente me miran. ?Como no va a tener candados una ferreteria? «Si», me contesta el muchacho, y regreso a mi silla. Un buen surtido de cadenas y candados para Joseba Ermo. Aunque, tambien, para cualquier otro habitante de Getxo que viniera por aqui. Si bien, puestos a hilar fino, quien proyectara asesinar con cadenas y candados, no se proveeria de ellos en esta ferreteria sino en otra, lejana, para no dejar pistas faciles… ?Y por que no se abre esa puerta y sale Eladio Altube tapandose los oidos?, ?como soporta este chirrido escalofriante que inunda todo el local, un chirrido que habra escuchado casi a diario en esta ferreteria desde la terrible noche que lo escucho atado a la pena y sabiendo que su vida dependia de la velocidad de aquella sierra? Porque el chirrido ha de llegar hasta esa trastienda. Para librarse de el, le convendria haber liquidado su parte del negocio y montar otro en el que vendiera cualquier cosa menos cadenas, sierras y candados.
El muchacho es ajeno a los ecos que despierta su quehacer. ?Cuanto tiempo lleva moviendo adelante y atras su herramienta? ?Dos minutos? Se me antojan mil. Sumare esos dos minutos a los que le restan por cercenar la cadena, a los que ha de anadirse el tiempo que tardo Lucio Etxe en alcanzar la herreria y regresar con los herreros. ?Media hora? ?Tiene sentido ocuparse a estas alturas de unos minutos que ya hicieron o deshicieron dos destinos?
En el muro, sobre la puerta de la trastienda, hay una esfera de reloj cuyo minutero se me ocurre controlar. Tres minutos y cuarto mas tarda el muchacho en separar los seis metros de cadena. Tres minutos y cuarto en unas circunstancias favorables de que carecio Antimo Zalla sobre la pena, baqueteado por los golpes de mar, de noche y con los nervios rotos por la responsabilidad; de manera que habria que anadir quince minutos mas por esas circunstancias adversas, lo que nos pone en dieciocho minutos y cuarto; sin olvidar el otro tiempo precedente, la media hora que tardo Lucio Etxe en subir a Cuatro Caminos y bajar con los herreros; lo que hace unos cincuenta minutos; sin olvidar, tampoco, el tiempo a contar desde que Eladio Altube recobra la nocion de las cosas y se descubre encadenado y con la marea en ascenso y, junto a el, ahogado o a punto de estarlo, su hermano. Y si esta larga agonia, compuesta de varios tiempos, ningun humano que la haya vivido la puede olvidar -y, si se necesita una ayuda, ahi esta el maldito chirrido-, ?por que no se ha abierto aun esa puerta de la trastienda y ha salido Eladio Altube con las manos tapandose los oidos?
En el instante en que el muchacho concluye su trabajo y endereza su cuerpo, quizas una fraccion de segundo antes, algo cae al suelo a sus pies con un ruido especial, quiero decir, un material perfectamente reconocible: hierro, un trozo de eslabon; bueno, dos, las dos mitades cortadas de una misma unidad. Me levanto, paso al otro lado del mostrador y me agacho para recoger mi trofeo. Los pies del muchacho se desplazan unos centimetros para facilitar mi operacion, e imagino su asombro. Me incorporo y le muestro las dos piezas sobre la palma de mi mano.
– ?Puedo quedarmelas?
– Que no te vean los jefes -dice el muchacho.
Que no me pregunte para que la quiero porque no lo se. Ignoro igualmente si la agradable sensacion de haberme hecho con algo que creo importante tiene fundamento. Hasta hoy, solo disponia de las versiones que circularon por Getxo a raiz de la tragedia, mi caudal se reducia a viejos retazos recibidos precariamente por un mocito que estaria en otras cosas. Tampoco el esfuerzo memoristico por recuperar ese pasado -sin olvidar los contactos personales con Lucio Etxe y el de hoy con Eladio Altube- me habia zambullido en el problema tanto como estos dos trozos de hierro. Es la diferencia entre los palidos ecos del pasado, unas confesiones, seguramente desvirtuadas por el tiempo, y este rotundo envio que retiene mi mano, un fragmento no de la cadena evocada sino de la real. Con este eslabon partido estoy «tocando» el caso. Ellos se llevarian una cajetilla Lucky abierta a los labios y la retirarian con un cigarrillo menos, que prenderian con otro movimiento elegante de su mechero, lanzarian con satisfaccion una larga bocanada de humo, ladearian su sombrero y rumiarian un ?ok!
Tanta es mi euforia que a punto estoy de preguntar al muchacho: «?Recuerdas a quien vendiste una cadena similar a esta hace diez anos?». Se marcha el cliente con su pesado paquete y sale Joseba Ermo de la trastienda para recoger del mostrador el importe de la venta y comprobar la anotacion en la libreta abierta. Regresa a su encierro sin dirigirme una sola mirada.
– Salgo a comer -le anuncia el muchacho antes de que se cierre la puerta. Me dirige un adios con la mano y se va.
Regreso a mi silla. Ellos tambien esperaban en pensiones de mala muerte, en antros amarillos de nicotina y alcohol, o en esquinas heladoras. Estoy esperanzado, lo que puede no ser bueno; prefiero sentirme moderadamente ufano, sin caer en un entusiasmo de principiante. Traslado lentamente mis dos fetiches al bolsillo de la chaqueta.
Mi placida espera se rompe con el escandalo de la campanilla. Es una mujer de unos cuarenta anos, con una cesta.
– El dependiente ha salido y ellos estan ahi dentro -le informo, con la intencion de que se marche. Pero ella va hasta el mostrador para depositar en el la cesta, y se vuelve.
– No vengo a comprar -me dice con una sonrisa triste pero luminosa, a su pesar. Es rubia y bonita, con el pelo estirado hacia atras y recogido en un mono. Su rostro sereno resiste muy bien la gran exposicion. De haberla encontrado en otro lugar que no fuera esta ferreteria no me habria asombrado a mi mismo revelandome de pronto: «Es la mujer de Eladio Altube. ?Como se llamaba?, ?como se llama?». No dejo de mirarla y enseguida me respondo: «Bidane Zumalabe, del caserio Zumalabena». Una historia corriente: hubieron de retrasar un ano la boda por la muerte del hermano; los Altube la habrian retrasado aun mas, sin que por ello la tragedia hubiera pesado menos sobre el acto. El matrimonio se instalo en el mismo piso de Berango donde vivieran los gemelos, y solo cuatro anos mas tarde se traslado a Zumalabena, caserio raiz de los Zumalabe; aunque Eladio Altube jamas toco una herramienta de campo… Son chismes que ama recitaba en la cocina.
– Usted no es de Getxo -oigo a la mujer.
Es por mi traje, la corbata, en un dia de labor; y mi sombrero. Me pongo en pie.
– Tengo ahi, a un paso, la libreria.
Quiza no sea Bidane Zumalabe. Sonrie, pero ha perdido parte de la seguridad con que llego: son los libros que parece ver sobre mi cabeza, de los que ella puede sentirse tan lejana. Pertenece a esa inmensa mayoria de personas que, terminada la escuela, no vuelven a coger uno. Parece avergonzarse un poco, al menos, delante de un librero demasiado bien vestido.
– Estoy de servicio -se me ocurre decirle.
Es imposible que sepa a que me refiero, pero se cree en el deber de corresponder:
– He venido a traerle la comida.
– ?A quien de los dos? -salto como un muelle.
La mujer vuelve la mirada a la puerta de la trastienda, de la que continuan saliendo voces fuertes.
– A mi marido, claro.
La ocasion es un regalo que no puedo desperdiciar.
– Lo que ocurrio en la playa hace diez anos fue muy duro y te toco de cerca, vuestra relacion estaba en