– Oye, operario – llamo
– No faltaba mas – dijo el chico preparando la maquina y el flash.
– Dispara, chico, que ya estamos todos.
Cuando alumbro el flash y se deshizo la escena, muchos se reian.
A
La atencion de muchos de los que estaban por aquel rodal, que es el de la izquierda, conforme se entra en el salon de abajo, se centro de pronto en Aurelio Carnicero, hombre prosopopeyico y de aventajada estatura que, con las gafas puestas y entre las manos las dos fotos, decia algo con tono muy radical y convincente:
– Si, hombre. Completamente seguro. Con cuarenta anos mas, pero esta es su cara. Como si lo estuviera viendo.
Levanto los ojos sobre las gafas, miro hacia el Jefe que estaba a seis u ocho metros, y avanzo luego hacia el con pasos muy seguros y sin dejar de hablar ante la expectacion de todos, con aquel tono oratorio que se gastaba:
– ?Pero Manuel! ?Como no lo has reconocido? Si es de tu tiempo. Pues pocas veces lo verias tu. Yo era un muchacho y no se me ha despintado.
Y se detuvo a unos dos metros del Jefe, con los brazos semiabiertos y el gesto muy teatral, consciente del interes que despertaban sus palabras y actitudes.
– Yo, vamos – continuo Carnicero -, esta tarde ire a ver el fisico del finado, pero con la mera fotografia me sobra y me basta… Y usted, don Lotario, ?tampoco lo ha reconocido- dijo senalando de manera inculpadora al veterinario.
Este, encogiendose mas de lo encogido que solia estar siempre, nego timidamente con la cabeza.
Y luego que Aurelio Carnicero mostro su decepcion ampliamente, dio otro paso adelante, se encaro con
– Y tu, Antonio, ?tampoco lo has reconocido?
– ?Pero tu crees, Aurelio, que si yo lo conociese ibamos a haber armado todo este tiberio? ?No me seas de la Ossa, hombre de Dios!
Como el tono de la respuesta faraonica echaba por tierra tanto enfasis del demandante y tanta suspension de la concurrencia, Aurelio Delgado, un poco corrido, corto la larguisima goma de su alegato y canto el nombre:
– Este es, para que lo sepais todicos, don Ignacio de la Camara Martinez, el de la Casa de Miralagos…, el mismo que viste y calza… Quiero decir, el mismo que vestia y calzaba.
Y dicho el mensaje, quedo fijo en su lugar, con el gesto rebosante de razon, una mano apoyada en la cadera y la otra al frente con las dos fotografias enhiestas como si hubiera cantado las cuarenta con unos naipes desmesurados.
Al escuchar aquel nombre, la mayor parte de los contertulios quedaron desconcertados, con cara de no recordar o no conocer al personaje mentado.
– Si, hombre, si – achucho Aurelio. Y en seguida, dirigiendose a don Gerardo, el mas viejo de la tertulia:
– Fijese usted bien, don Gerardo. Fijese bien usted, que tanto trato a la familia.
Don Gerardo, luego de mirar los retratos con gesto esceptico, dijo:
– Yo… y todos dejamos de ver a Ignacio hace unos cuarenta anos, si no me equivoco. Cuando debia tener el unos veinticinco… No es facil pensar en el ante la fotografia del cadaver de un hombre que muy bien
puede tener setenta.
– Esa frente, esa nariz volandera, ese labio largo son los de don Ignacio de la Camara Martinez… Ya sabe usted que tengo muy buena memoria.
– Si no te digo que no – recalco don Gerardo el farmaceutico- pero que yo no lo reconozco.
Aurelio se quedo con los retratos un poco en el aire, como sin saber a quien atacar despues de las razones del boticario y volvio con ellos a encanonar a Plinio:
– Y tu, Manuel, ?que dices ahora?
– Digo lo mismo que don Gerardo. Puede ser. Ademas, yo no recuerdo en absoluto la cara de don Ignacio… La ultima vez que lo vi fue el dia del accidente de su mujer, el ano treinta, o cosa asi, y tengo una idea
muy remota de su rostro.
– Ademas – dijo el
pobre corredor de vinos.
– Ese es otro cantar. Pesquisas que entran en el terreno del poder judicial y del ejecutivo en los que yo no me meto. Alla Manuel y el senor Juez. Aqui estamos ahora en el momento de la identificacion de la victima, o no victima. ?Me expreso?… Y a ello me atengo. Ademas, a las pruebas me remito… Nada mas facil que buscar fotografias de don Ignacio, que en el pueblo habra muchas, y establecer cotejo.
Y al ver los socios del San Fernando presentes que remitia un poco el debate publico, surgieron comentarios por varios lados. Aurelio comenzo a recordar a los mas proximos la vida de don Ignacio Martinez de la Camara, que prometia ser un buen capitulo, pero en estas entro el cabo Maleza, y se acabo la ocasion para
El cabo, aproximandose al Jefe y luego de saludar sosamente, le dijo:
– Que estan alli los fondistas esperandole.
– Esta bien. Vamos para alla.
– ?Volvemos al tajo, entonces? – le pregunto
– Volvemos – confirmo
– Bueno, senores, hasta mas ver. Y a ti, Aurelio, muchas gracias por la pista.
– Nada, hombre. Ya te digo. Estoy seguro. Ahora, dentro de un rato, en cuanto se eche un poco el sol, voy yo para alla.
– Como quieras.
En el zaguan del Cementerio ya habia otra vez grupos de curiosos. Por los paseos, animacion de ir y venir. El tiempo se habia caldeado mucho y en algunas eras proximas andaban ya en las faenas de trilla.
Apenas bajaron del 'Seiscientos' se fue hacia ellos Enriquito, el de la Fonda de Marcelino.
– ?Hay mas del ramo? – le pregunto
– Si, hay otros dos o tres.
– Buscalos, Maleza.
Cuantos habia alli miraban a
Mientras venian los demas fondistas,
– ?Que, habeis visto al difunto?
– Si – contesto uno de ellos.
– ?Os dice algo?
Algunos menearon la cabeza. Uno aventuro: