testimonios se contradecian, desde el de la nodriza al del maestro de primeras letras. Unos lo daban por jugueton alegre, por doncel franco y generoso, y otros lo ponian de hipocrita y avaro, amigo solo de aduladores. Cuando se fue, llegaban las nuevas mas dispares de parte de los agentes secretos: que se hiciera caballero andante, que no salia de los prostibulos, que iba al templo siete veces al dia, que no dormia por jugar a dados, que regalaba monedas de oro en los hipodromos, que estaba preso por deudas, que lo querian casar con una princesa de Siria, que era marica probado, que juraba vivir de pan y agua hasta la venganza, que se emborrachaba para olvidar… ?Quien casaria todo esto? Eusebio pensaba que si el hubiese tenido gusto por la carrera politica, le habria dado a Egisto las noticias de la perversidad y desgracia de Orestes, y a Ifigenia las de la esplendida nobleza y grave actitud de su hermano, ejemplo de principes exilados. Pero mejor estaba en su registro, con sus pantuflas, sin problemas mayores, tratando extranjeros, yendo a banos de mar en los septiembres, cita semanal con viuda, y todo el ano acostandose cuando las campanas de la Basilica tocaban a visperas y benditas animas, salvo que hubiese teatro. Ahora habia venido a complicar las cosas este forastero. ?Lo detendremos por falso Orestes? El no ha dicho que sea el principe. Detenerlo supondria volver al tiempo de las sospechas y del miedo cerval. Al miedo de la venida de Orestes se le echaba la culpa de todo mal: abortos, perdidas de vino, ciclones, fiebres, e incluso caidas de andamio y muertes subitas. Una escasez de panos negros que hubo, se probo que tuvo su origen en que un viajante le dijo al oido a un tendero que habia encontrado a Orestes en una frontera, y que venia con la terquedad de imponer a todos lutos por su padre, y los mayoristas acapararon. No, no se detendria a Orestes, al falso Orestes. Era preferible correr el riesgo, una probabilidad entre un millon, de que fuese Orestes. Se le invitaria, si su conducta lo justificaba, y continuaban los rumores en barberias y tabernas, a que abandonase la ciudad. Y a esta decision habia llegado el senor Eusebio, cuando el ujier le anuncio que aguardaba audiencia don Leon. El senor Eusebio metio los informes en el cajon, y mando que pasase el forastero.

Don Leon, en la puerta, hizo una cortes inclinacion de cabeza, y aceptando la invitacion del senor Eusebio para sentarse ante el, se excuso por no haber acudido antes al Registro de Forasteros, pero estuvo a la espera de su caballo y paje de equipajes, y en una maleta traia la autorizacion paterna para viajar que, siendo primogenito de ley bizantina, le era necesaria. Y se la mostraba al senor Eusebio, en pergamino y con cuatro bulas, todas colgando de cintas purpura, pues eran plomos imperiales.

– Me llamo Leon, hijo de Leon, y viajo por ver mundo, estudiar caballos y comparar costumbres por medio del teatro.

El senor Eusebio asintio sonriente.

– ?Aristocraticas ocupaciones! ?Sois rico?

– En su provincia tiene mi padre una torre, y alrededor una buena labranza, y por parte de madre, que en paz descanse, herede en Armenia rebanos, y el peaje de un puente muy transitado. Llevo conmigo doce onzas legales.

Y sacando una bolsa de dentro del jubon, la desato sin prisas, y echo encima de la mesa, rodandolas, las doce monedas de oro.

– Son romanas -anadio.

– ?Religion? -pregunto Eusebio, quien habia comenzado a escribir en el libro registro.

– El alma es inmortal.

– ?Estado, edad, senas particulares?

– Soltero, treinta anos, una mancha en forma de estrella sobre el ombligo.

El senor Eusebio vacilaba en pedirle al extranjero que le mostrase la tal mancha, pero no tuvo que decidirse a hacerlo, que ya don Leon desataba las calzas, que las usaba como llaman de mantel, y levantando la camisa y bajando la cintura de las bragas, mostraba la mancha. Era un estrella casi en celeste, de doce puntas, y una de ellas mas alargada y oscura, como la que en la rosa amalfitana de los vientos da el norte.

– ?Os estudiaron alguna vez la sena?

– Si, adivinos griegos. Anuncia, segun ellos, robusta ancianidad, abundantes hijos y felices venganzas. Veremos si la aciertan, porque todavia soy joven, aun no encontre esposa, y no me obliga venganza alguna.

El senor Eusebio admiro la educacion del fotastero, y gusto de su mirada sosegada y franca, y de la nobleza de sus gestos, como por ejemplo cuando derramo las monedas de oro sobre la mesa. Para hacerlo de aquella manera, hacian falta senorio y generosidad. Toco el senor Eusebio la campanilla, y mando que se acercase el oficial sigilante, y acudio este con la pasta roja y el sello, y don Leon tendio la mano diestra para que se la sellasen. Lo que hizo el senor Eusebio con la facilidad que da la costumbre, pero al levantar el sello, se fue pegada a el la parte de pasta donde debia quedar grabado EGISTVS REX. El forastero mostraba la palma abierta, con aquel fallo en el sellado, a la altura de la hebilla del cinturon, la cual figuraba una serpiente animada en un ciervo, emblema que habia sido hacia anos de los amigos de Orestes, y que todavia, cuando los agentes secretos lo veian en cualquier parte, les obligaba a decir que Orestes regresaba. El senor Eusebio y el extranjero se miraron. Don Leon sonrio y exclamo, mas para si mismo que para el senor Eusebio:

– ?Si todos los Orestes posibles fuesen Orestes, no valdria la pena ser Orestes!

Y salio.

El senor Eusebio se golpeo suavemente la frente, como ayudando a su cerebro a dilucidar aquella frase, que parecia tomada del libro segundo de la Sibila, y que tanta verdad decia.

Segunda Parte

Egisto habia terminado la visita matinal a sus armas, lo que le llevaba todos los lunes una hora larga, y la hacia acompanado del maestro armero, que era un cojo vizcaino, y del oficial del inventario. En los primeros anos de su reinado, Egisto conservo la tradicion de hacer la revista en la plaza de armas, ensayando espadas y lanzas, tendiendo el arco, y disparando carabinas y escopetas contra vejigas pintadas de colores que un esclavo sostenia con una pertiga sobre las almenas. Ahora se limitaba a ver como estaban de limpias y engrasadas las hojas, y a acariciar la culata de su escopeta favorita, llamada «Fulgencia», recordando que con ella habia abatido, metiendole las postas en la frente, el jabali gigante de Caledonia. Despues de la visita de armeria, el rey subia los cuarenta y ocho grados de la escalera de caracol de la torre vieja, para inspeccionar el servicio de anteojos, que estaba a cargo de un sargento de optica fisica llamado Helion, algo pariente suyo por parte de madre. Y habiendo quedado Helion en la tierna infancia tuerto del derecho, se dedico a suplir su deficit ocular con cristales de aumento, y asi llego a dominar la ciencia del catalejo.

Con el de servicio, el rey Egisto escrutaba el reino suyo, doliendose de las provincias perdidas en los ultimos anos, que los condes fronterizos se quedaron con las tierras montanesas y con los valles fluviales, y aunque se decian vasallos, se quitaban de renta con mandarle una cesta de manzanas o un lechon, y todo lo mas una piel de vaca. Y el no habia podido acudir contra aquellos insurrectos porque estaba atado a su palacio por la dichosa espera de Orestes vengador, que no acababa de llegar. En los tiempos antiguos, los reyes de entonces subian todos los dias a las almenas para estudiar los vados, los atajos de las colinas y el despliegue de la caballeria en los llanos, entre los oteros, y las senales de marcha se daban por cohetes y por palomas mensajeras, y el rey felicitaba a las tropas agitando una bandera. ?Todo se lo llevo Troya lejana, todo lo consumio! Y Egisto, en los primeros anos de su reinado, tuvo que gastar la mayor parte de su tiempo y de su dinero en defender la corona, que al fin habia llegado a ella por ese sendero que se llama crimen. Horas y horas sopesando sospechas, estudiando gestos y palabras, de puntillas por los corredores y las galerias buscando sorprender un conciliabulo subversivo, comprando espejos magicos que dejaba en los salones y antecamaras con el pretexto de que estaba estudiando la cuadratura de la luna, y que al final lo enganaban, desnudos de toda

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