imagen, cuando eran requeridos para que delatasen al conspirador. ?Que vida perdida! Y todo habia surgido alli, en aquella torre, teniendo el dieciocho anos y habiendo subido a que le dejasen mirar por el anteojo, lo que el fisico de entonces le permitio. Egisto admiro el paisaje, y nombro en voz alta las pequenas aldeas del otro lado del rio, perdidas entre vinas y maizales, y despues dirigio el anteojo hacia las murallas de la ciudad y las calles y plazas, que le parecia poder tocar con las manos los puntiagudos tejados rojos, y finalmente quiso contemplar el fino dibujo frances de los jardines reales, y estando en ello, entro en campo una dama vestida de azul, la cual se inclino para dar de comer en su mano canamones a un gorrion, y al inclinarse, el amplio escote de su blusa permitio ver unos hermosisimos pechos. La vision ruborizo a Egisto, y lo turbo, y se ponia a morir cuando estaba solo en su cuarto y los recordaba. Todos sus suenos iban a parar en caricias de sus manos, y todos sus desvelos en poder apoyar su cabeza en aquellas deliciosas manzanas nevadas. Egisto se asomo por encima del reloj de sol, estiro el anteojo, contemplo los abandonados jardines en los que ya no se podia seguir la linea de los cuadros, y busco en vano la sombra de aquella vision de antano. ?Que terrible deseo al que habia entregado toda su vida! Todavia ahora al rostro arrugado del viejo rey subia una oleada de sangre caliente, y se le secaba la boca como entonces. Pidio un vaso de agua a Helion, y este le ofrecio un trago de vino aguado del porron de barro negro, que no tenia otra cosa a mano, y el rey hizo un buche y devolvio el liquido, salpicando las plumas de un grajo que se disponia a salir en busca de almuerzo. Triste, cansado, hambriento, tentando con la contera del baston el borde de los escalones, el rey descendio lentamente de la torre. Y solo, encorvado, arrastrando la raida capa amarilla, se perdio por los largos, inacabables corredores, ordenados en espiral como la cascara del caracol, y en cuyas bovedas tejian sus telas las aranas incansables.

I

Toda la vida la habia gastado en esperar. Dejaba en el lecho a Clitemnestra, y se dirigia, silencioso, de puntillas, espada en mano, hacia la sala de embajadores. ?Sabria Orestes, si llegase oportuno, que era Egisto aquel que estaba alli, de centinela junto a la ventana, ensayando su perfil y su sombra a la luz de la luna? Egisto habia conocido a Orestes nino, pero, ?como seria ahora, adulto, el vengador? Egisto habia ordenado que le hiciesen retratos del hijo de Agamenon, y tenia una docena, pero cada retrato daba un hombre diferente, rostros que en nada se asemejaban, bocas para palabras distintas, miradas que no se dirigian nunca a el, Egisto, que necesitaba ser reconocido por Orestes, no fuese este a equivocarse e ir hacia otro, deslumbrante homicida. Decidio el rey colgarse del cuello con un cordon de cuero, de los de atar el piezgo del odre, un letrero de carton en el que habia pintado con letras rojas su nombre, y lo escondio en el lobo de bronce que estaba en la tercera escalera del trono, a mano derecha, metiendolo entre la parte interior del muslo izquierdo y los testiculos de la fiera. Cuando retiraba el carton, tocaba estos, y le parecia que una fuerza antigua y selvatica lo saludaba, lo que tenia por buen augurio. Egisto, con el letrero sobre el pecho, avanzaba hacia la puerta. Diecisiete pasos justos hasta el poste de la primera reverencia. Si entonces tendia la espada, tirando al pecho del subito enemigo, podria clavarla justamente en el corazon del que entraba, o en el cuello, pues pasaba la punta media cuarta del umbral. Imaginaba Egisto que aquel trozo de espada que asomaba por la puerta era luminoso como el ojo de un felino, como si el mismo hubiese puesto en la punta de la ancha hoja de acero uno de sus propios ojos, y vigilase en la oscuridad del largo corredor que descendia, en suaves curvas, hacia el jardin. Egisto veia con su espada. Noches enteras habia consumido en esa espera, largas noches invernales, en las que el viento no permitia escuchar el catarro de la lechuza en la torre, y breves y dulces noches veraniegas, en las que el ruisenor no cesaba de dolerse. Egisto prefirio, al principio de su centinela, la espera en las noches de lluvia al final de la primavera, pero las carreras de los ratones en el desvan, rejuvenecidos con el tiempo tibio, le daban una sensacion de compania y tranquilidad que no era lo propio de su tragica expectacion, y por eso paso a preferir la espera en las noches lluviosas de comienzos de otono. El viento arremolinaba hojas secas en las curvas del corredor, y el ruido que hacian al rozar con la piedra le parecia a Egisto los pasos de Orestes. Egisto, verdaderamente, lo pensaba todo como si la escena final se desarrollase en el teatro, ante cientos o miles de espectadores. Un dia se dio cuenta de que Clitemnestra tenia que estar presente en todo el ultimo acto, esperando su hora. Podria Egisto, en la pared del fondo, en el dormitorio, mandar abrir un ventanal sobre la sala de embajadores, un ventanal que permitiese ver la cama matrimonial, y en ella a Clitemnestra en camison, la cabellera dorada derramada en la almohada, los redondos hombros desnudos. Cuando se incorporase, despertada por el ruido de las armas, en el sobresalto debia mostrar los pechos, e intentando abandonar el lecho para correr hacia el ventanal, una de las hermosas piernas hasta medio muslo, algo mas, que la tragedia permite todo lo que el terror exige. Clitemnestra gritaria:

– ?Hijo!

Y en ese mismo instante Egisto caia, mortalmente herido. Tendria que caer sin doblegarse. Agamenon habia dado unos pasos, le habia caido la espada de la mano, se habia agarrado a un cortinon, se habia llevado las manos al pecho… A Egisto le gustaria caer de otra manera. Como herido por el rayo. ?Si pudiese mandarle recado a Orestes para que trajese una larga espada, de hoja sinuosa! O caer como cae una piedra en el sereno remanso de un rio de oscuro rostro, y los espectadores, echando hacia atras unanimes las cabezas, asustados, como queriendo evitar que la sangre los salpicase, simularian las ondas que se expanden en las quietas aguas. Egisto caia, y en el enorme silencio solamente se escuchaba el golpe en las tablas de su pesada espada, seguido de otros golpes, los del casco rodando por las escaleras, reflejando en su brunida superficie la luz de las antorchas portadas por los esclavos. Ya estaba muerto el rey, y no podia levantarse a recibir los aplausos, ni a dirigir el asesinato de Clitemnestra. Con Orestes, el se batiria en silencio, pero entre la madre y el hijo era obligado que hubiese un dialogo. Habria que sugerirle a Clitemnestra unas frases, unos gestos, las posibles respuestas a las preguntas de Orestes, alguna pregunta a Orestes, en la que se revelase su corazon, a la vez de madre y de amante apasionada. Orestes preguntaria, naturalmente, como habia consentido la reina en el asesinato del ungido, y llevado, despues del crimen, el asesino al lecho nupcial. Habria que dar con el tono, con las palabras solemnes y significantes, y sin embargo proximas, del grito. Convendria buscar testigos de las grandes venganzas griegas. Por otra parte, lo mejor seria que uno de sus agentes secretos, en un puerto lejano, hubiese encontrado a Orestes y tratado con el el dialogo de la hora de la venganza. ?Un toma y daca para el teatro! Un agente secreto que supiese enroscarse en el pensamiento serpentino de Orestes, plegarse a sus mil facetas como la luz a la cara tallada del diamante, penetrar a traves de las rendijas de la ira al rincon mas oscuro. El dramaturgo de la ciudad podia poner por escrito el dialogo. Egisto le explicaria las horas ocultas de la gestacion del crimen y las horas esplendidas del amor. La conquista de la bella soberana habia durado muchas semanas. Egisto, vestido de seda, sollozaba, se impacientaba, hablaba de darse muerte, se dejaba crecer las unas para aranarse el rostro, se ofrecia para ir a averiguar si Agamenon vivia. Clitemnestra cedio el dia en que Egisto menos lo esperaba. Piso la reina, sin darse cuenta de ello, el galgo de Egisto, tumbado al sol, y que se levanto quejandose. Creyo la reina que el perro al alzarse se revolvia contra ella, y se echo en los brazos de Egisto. Las bocas se encontraron. Egisto prolongo el beso durante un largo minuto, y la reina se desmayo. Alli mismo fue, en la galeria, y el galgo, ya tranquilo y deseoso de que lo acariciase el amo como solia, acudio adonde yacia la amorosa pareja, y se puso a lamer lentamente el cuello de Egisto, como cuando, en los dias de caza, a mediodia, Egisto, fatigado, echaba una siesta debajo de un roble.

Cuando aparecio el rey guerrero, a Egisto le fue muy facil convencer a la reina de que aquel hombre, siempre armado y grosero, debia perecer. Clitemnestra decia que ella se sentia viuda, como si el marido se hubiese perdido en un naufragio. Una noche llego un corredor avisando a Egisto de que asomaba el viejo rey, cuya nave habia echado el ancla en la desembocadura del rio. Y casi al mismo tiempo del aviso entraba Agamenon en la ciudad, cantando, golpeando con el puno de bronce en el escudo de madera y piel, pidiendo vino, probando su honda en los faroles, llamando a gritos a su mujer.

– ?Vengo perfumado, palomita!

Le abrieron las puertas del palacio porque dio el santo y sena, y como era luna nueva, se sento en la escalera principal afirmando que no se acostaria con Clitemnestra hasta dictar sentencia en todos los pleitos que dejara pendientes. Sus dos soldados alarmaban por calles y plazas, la gente despertaba, se abrian ventanas y se encendian luces. Agamenon, abriendo los brazos, imitaba el rugido del leon, y ordenaba a su heraldo que advirtiese a las prenadas que no malpariesen con el susto, que aquellos rugidos eran el ritual del regreso del rey. Egisto avanzaba, descalzo, espada en mano. Las anchas espaldas de Agamenon

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