se ha podido quitar la humedad de aquella parte. La larga espada se mecia en mi mano derecha, y desde el balaustre del rellano, para darle mas lucimiento a mi figura, iluminada perfectamente por cuatro faroles de cristales de diferente color, con un fuelle de mano un criado de confianza hacia menear, como si soplase viento del oeste, las largas y enhiestas plumas de mi casco. Y aparecio al fin, gigantesco, enmascarado, envuelto en dos capas, en una mano el hacha y en la otra la espada, el rey Agamenon.

– ?Dialogasteis? -pregunto el atento Eumon.

No se le habia ocurrido aquello a Egisto. Habria que mandarle recado a Filon el Mozo que escribiese el texto, para recitarlo en otras visitas reales.

– Pregunte quien era aquel tal que, armado y nocturno, turbaba la paz de un pacifico matrimonio, el cual, acabada una modesta cena de caldo de pichon, se encontraba en la cama esperando la visita del sueno, que suelen pintar con alas, no queriendo aquella noche, primer dia de Cuaresma entre griegos, goces conyugales. «?Vete -le grite- a ensombrecer otros umbrales!» No me respondio, y aun pienso que queriendo hacerlo no pudiese, por haber perdido el habla agonizante en los largos anos de ausencia entre barbaros. Rugio, imitando el leon, y avanzo hacia mi.

– ?Cuando estaba acatarrado rugia muy bien! -comento Clitemnestra.

– Rugio -prosiguio Egisto- y avanzo hacia mi. ?Deja de ser un heroe un hombre astuto? Yo contaba con el tercer escalon, rezumando humedad salitrosa, y con sus zapatos claveteados. Sonrei. No pude evitarlo. Y al llegar al tercer escalon, resbalo. Al caer, dio media vuelta y me ofrecio su espalda, y mi hierro entro facil hacia el corazon. Ya no rugio mas.

– Ulises no hubiese tenido nada que reprochar a tu astucia -dijo Eumon, que conocia los clasicos.

– Ademas -apostillo Clitemnestra suspirando-, se habia afeitado la barba rubia. ?Nunca se lo perdonare!

Egisto miro para Eumon, quien se encogio de hombros.

– ?Misterios de las mujeres! -dijo el tracio-. En mi pais se estudian mucho estas salidas de las feminas. En la tertulia de esta noche os contare algunos puntos.

III

Eumon el Tracio era alto y flaco y vestia a la moda de su pais, que era un chaleco bordado y dos faldas forradas de diferente color. Tenia la clara mirada alerta de los pastores, y era mas bien callado, salvo cuando la conversacion trataba de pajaros, de mujeres o de mulas, siendo de estas ultimas su nacion la principal proveedora de las iglesias griegas, y las hacian a medida por encargo de metropolitanos y archimandritas, tanto en ancho como en alto y en balanceo. La ciencia de los criadores habia llegado a tanto en el pais de Eumon, que sacaban del vientre de la yegua madre la mula que querian, bebiendo en blanco, calzada de mano, bragada, y para el abad del monasterio de Olimpios, cana de cola, que era ese el gusto de Su Beatitud, y conto Eumon que una vez, necesitando el obispo de Adana un muleto con unas alas pequenas en las patas, casi a raiz de los cascos, y tal como vienen las de Hermes en las estatuas antiguas, que queria monsenor sacar la bestezuela en un milagro, los abuelos de Eumon se comprometieron a lograr tal hibrido, y poniendo a la yegua bajo un asno zaino al que habian colocado unas alas de muestra, hechas con plumas timoneles de cuervo, y paseando el asno asi vestido por delante de ella los nueve dias siguientes al coito, llevando despues la yegua a un campo donde todos los muletos destetados tenian aquel mismo adorno en las patas, no queriendo ser menos Aragow, que asi se llamaba la yegua, dio a sus meses una cria alada, como pedia el mitrado de la ciudad de Adana, celebre desde Teofilos, el clerigo que vendio el alma al diablo.

– Decidme, ?como no divulgasteis el arte ese? -pregunto Egisto.

– No compensa, querido amigo, salvo por encargo pagado en oro, que la yegua en su prenez hace tantos esfuerzos, que podemos llamar espirituales imaginativos, en sacar su cria a la moda, que despues de parir esta, queda definitivamente esteril, le entran melancolias, aborrece el trebol, adelgaza, y un dia cualquiera se desboca y se tira por el gran precipicio de nuestra frontera helenica, cuyo fondo son unas rocas puntiagudas.

Eumon levantaba la mano derecha al hablar y tropezaba algo en las erres. La barba redonda la tenia arrubiada, y lo mas notable de su figura eran las grandes orejas, que cerraban el pabellon hacia delante.

– Mis orejas, que aqui llaman la atencion, y tu barquero, en el vado de la torre me tomo, creo, por el ultimo adelanto veneciano en escuchas, en mi nacion son poca cosa, y segun los historiadores las grandes orejas de los tracios hipicos vienen de cuando los antepasados creian que era el viento llamado Boreas el fecundador de las yeguas, y habia que estar con el oido atento al canto suyo, para encerrar a estas cuando se sospechaba la llegada de aquel falo silbador e invisible. Generalmente se las vestia con bragas de cuero, inutilizando asi la violencia del ventarron, aunque no sin perjuicios, que al verse el tramontano privado de sus goces carnales, se revolvia furioso contra el poblado, y derribaba tiendas y dispersaba pajares. De aquellas centinelas nos quedaron a los tracios estas nobles orejas.

Y el rey Eumon hizo una perfecta demostracion de la movilidad de las suyas, abriendo y cerrando el pabellon, abocinandolo, y haciendolo estremecer como hoja de higuera en dia de vendaval.

Clitemnestra le recordo a Eumon que habia prometido hablar de los misterios de las mujeres en la tertulia vespertina, y el tracio asintio, advirtiendo que, en conjunto, disentia de la novela francesa.

– La ciencia del misterio femenino -explico Eumon- comenzo a cultivarse entre los tracios por la necesidad de penetrar en el secreto de las querencias de las yeguas. ?Quien podra negar que en la imaginacion de cada yegua no haya un ideal masculino? En la imaginacion de la yegua galoparan hermosos caballos, y nosotros, los tracios de las paradas, en vez de estos perfectos corredores les ofrecemos a las yeguas unos asnos, aunque lujuriosos, de agraria taciturnidad, aburridos los poitevinos, irritables los de Vich. Defraudadas, las yeguas jovenes pasan largos periodos de histerismo, del que solo las libra la forzada maternidad. Un gran criador, pariente mio, fabrico en madera siete caballos, a los que cubrio con pieles diferentes, capas varias desde bayo a ruano, y eran los similes de tamano natural. Mi pariente soltaba la yegua virgen por entre ellos, puestos en el pastizal, y estaba atento a la eleccion que la hembra hacia, pudicamente el primer dia, con espantadillas, idas y venidas y sin saber con cual quedarse, pero al segundo dia ya se habia decidido, y se acercaba lametona al preferido, ofreciendole prueba de festuca en sazon. Entonces, con la piel del elegido, mi pariente vestia al asno padre de turno, y se le echaba a la yegua, la cual se entregaba facil. Algun inconveniente solia haber con ciertos asnos, que no se dejaban disfrazar, ya que seguros de su buena presencia, querian ser aceptados por si mismos en la copula. Mi pariente, vistos los buenos resultados de esta practica, especialmente con yeguas discolas, y las mas que salen asi son de las delgadas y muy escogidas en alimentarse, dicto a un pendolista de Elea un tratado que se hizo famoso sobre la prudente libertad que se le puede conceder a la mujer en la eleccion de marido.

– ?Mis padres eligieron por mi! -suspiro Clitemnestra-. Mi nodriza me dijo que Agamenon entraria desnudo en mi camara, y que yo, para no asustarme, que no me fijase en otro detalle que en su barba rubia. ?Como, Eumon de Tracia, me entro esa incoherente vehemencia, esa terquedad en que si volvia Agamenon, trajese, al cabo de los anos mil, la misma barba lozana y puntiaguda?

Eumon apoyo el dedo indice de su mano derecha en la estrecha frente, y volviendose a Egisto explico el caso, diciendo que lo hacia por intuicion, y por analogia con la interpretacion de suenos.

– Y no es dificil la explicacion, que estando como estabas, Clitemnestra, en la espera del peregrino, temias asustarte si aparecia de pronto ante ti, y trabajando todavia en lo oscuro de tu alma la advertencia preventiva de tu nodriza, sin darte cuenta te asegurabas con ella, diciendote, sin

decirtelo, que evitarias el espantoso terror, y acaso el castigo por tu

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