guerra. El motivo de mi viaje es escuchar sirenas, y trasponer sus tonadas para laud, y desembarco en este puerto averiguando si modernamente, en las playas proximas, ha sido oida alguna de estas senoras.
El mozo rubio arranco de su laud unas voces melodiosas, e hizo una graciosa reverencia. Sonreia con los ojos azules, y toda su figura era el cromo de la alegre mocedad en una revista ilustrada.
Intervino entonces en la conversacion uno pequeno y gordo, amulatado, que mascaba cana amarga y la espumilla rojiza le quedaba en la comisura de los labios, el cual habia estado hasta entonces muy afanado pintando con brocha gorda una sena en colorado en los sacos de centeno en los que se habian sentado los dos reyes.
– Soy siriaco, y llevo diez anos en este puerto en el trato del centeno, ilustres extranjeros, y nunca supe que por esta parte cantase la sirena, y no se me hubiese escapado la noticia, porque como todos los de Damasco, criados en el bazar, soy muy amigo de novedades. Ademas, por herencia de un tio mio, de familia de pilotos levantinos, tengo en un pergamino tres clausulas interrogantes para sirenas, a las que estas damas de la mar no pueden negarse a responder, y me gustaria hacer la prueba.
El siriaco tenia ojos negros de muy vivo mirar, como si estuviese guardando cuatro tiendas a la vez, y por mas senas le faltaban dos dientes y tenia la mano derecha cubierta de verrugas azuladas. A preguntas de Eumon y de Egisto se nego a decir cual era el tema de esas clausulas interrogantes, y en la respuesta trato a Egisto muy respetuosamente, dandole de senoria y haciendo como un intento de inclinar la cabeza. El tracio se fijo, y se dijo que quizas el siriaco hubiese ido tierra adentro a comprar grano, y reconociese a Egisto por haberlo visto en alguna procesion. Dado que no bajaba dama del barco, y que no habia mayores novedades en el puerto, convido a Eumon a unas jarras de vino en la taberna, que tenia un salido cubierto de canizo.
– ?Brindo por las sirenas cantoras! -dijo Eumon levantando su jarra.
– En los mares de mi pais, las que hay son silenciosas, y andan tristes, sombras somnolientas que se dejan llevar por las olas de aqui para alla, ven pasar indiferentes los navios y no responden a los galanes que les ofrecen alma y cuerpo. La culpa del silencio sirenal de aquel norte -prosiguio el mozo del laud- la tuvo un misionero irlandes, que en su isla esta en los altares, y se llamo o llama Tigearnail de Clones. El monje era muy ascetico, y cuando acudio a evangelizar mi provincia, nos quito del aquavitae y del baile agarrado, y habiendo llegado a sus oidos que muchos jovenes salian al mar a escuchar sirenas, y los mas entusiastas se entregaban con estas calidas al amor carnal, aunque sabian que en ello les iba la vida, y viendo en un arenal a un caballero barbilampino, llorado de progenitores y parientes, ahogado por la flor marinera que lo habia desvirgado, se empeno en librarnos de aquella plaga. Volvio por cierto tiempo a su isla, y encerrandose en una biblioteca que fuera de san Patricio, aprendio en los libros de ars magna un gran secreto que toca a la naturaleza del canto de las sirenas. La cosa es que la sirena, cuando canta, lo que sale de su boca se condensa caliente en el aire, en una como nubecilla que de lejos alguien tomaria por un ave marina, y cuando la sirena termina su canto, se queda sin voz hasta que dicha simulada ave o nube, enfriandose al no recibir ayuda de boca de la sirena, desciende, y la sirena la aspira, y ya puede repetir el concierto. Las sirenas, que cada una tiene su cancion, juegan a robarse unas a otras el repertorio. Y san Tigearnail de Clones mando tejer a cuenta del patrimonio real una gran red de mas de doscientas varas de lado, de finisima malla, y educando dos docenas de cuervos que habia traido de lrlanda en sostenerla en el aire, mando que se propalase que el principe heredero, de quince anos, lindo como un limon maduro, salia a sirenas con un ardor que su padre no podia contener. Y las sirenas todas, por ver cual de ellas disfrutaba de aquel bomboncito, se apinaron en un estrecho, y viendo pasar la barra una barca con brioso y solitario remero, y el brillo de las cadenas de oro que llevaba alrededor del cuello era como si de dia compitiese con el sol una luz de faro, soltaron cada una sus coplas de encanto, y cuando todas las musicas estuvieron en el aire, gaviotas hechas como de vilanos estivales, y se produjo el instante silencioso de la recuperacion del canto, a una sena del misionero los cuervos gaelicos dejaron caer la red. Recogida,
fue quemada con todas las canciones cautivas, y este es, senores, el motivo del silencio dolorido de las sirenas cimarianas.
– ?Y habia principe heredero? -pregunto el siriaco.
– No, que el remador era un lego, acolito de san Tigearnail, y he de contar como nota curiosa que, pese a los detentebala y escapularios de defensa que llevaba en su pecho, lo encandilaron los cantos a la vez de aquellas hermosas, cuyas desnudas formas adivinaba en las ondas, y bien alimentado como estaba y continente como fuera toda su vida, se le acumulo en la sangre el licor venereo, y revento por las partes.
– ?Nunca tal paso con mis garanones -comento Eumon-, y eso que a alguno tuve a dieta un ano largo!
Pasaron el dia los reyes paseando por el puerto, dando una vuelta en lancha, recogiendo caracolas, acompanados del mozo del laud, quien les dio un concierto, y nunca Egisto habia logrado, desde los anos de la adolescencia, horas mas felices. Cuando regresaron a la taberna, ya tenia el siriaco preparada la cena, y levantada una tienda de lona y pieles para que durmiesen dentro de ella, en cojines de pluma, aquellos forasteros. El oregano del adobo del cordero perfumaba el atardecer.
VI
– Me llamo Ragel -dijo el siriaco mientras se cenia por enesima vez la faja, que debia parecerle que cada vez que se apretaba se quitaba la barriga-, y siendo todavia un nino me pusieron mis padres a servir, que eramos doce hermanos, y en casa no habia pinones para tantos. Tuve muchos amos, los mas de ellos mercaderes, ya de telas, ya de granos, y con el dinero que pude ir ahorrando, que no fue mucho debido a mi gula, nacida quiza de que no se me pasa nunca el recuerdo de las hambres infantiles y temo que vuelvan, y entonces devoro un cordero entero, o media docena de gallinas con arroz; digo que con el dinero que fui ahorrando me estableci en esta ribera, y ahora comercio en cereales, yendo a comprar centeno y avena en las ferias del Vado de la Torre, donde soy muy apreciado por la senora condesa dona Ines la Amorosa, porque le cuento piezas de teatro y le explico puntos de lana, que de un amo escoces que tuve, que vino a cazar centauros a la Helade Firme, aprendi a calcetar en las largas horas de la espera.
El siriaco al hablar se dirigia siempre a Egisto, como olvidado del resto de la compania, y fue a Egisto a quien sirvio primero, ofreciendole las que creia las mejores tajadas, y abriendo para el la sesada, y preparandosela con perejil y bayas de enebro.
– ? Y tu don escoces encontro centauros? -pregunto uno de los ayudantes de pompa de Eumon, el mas flaco y pequeno, buen cabalgador, que respondia por Cirilo.
– No encontro centauros vivos mi amo don escoces, pero en la cueva en la que tuvo que refugiarse un dia de horrible tempestad hallo el esqueleto de uno, y pasamos alli dos semanas lavando los huesos y numerandolos, y eran en total ciento nueve, y mi amo decia que aquella cifra contradecia la ciencia anatomica paduana, de lo que parecia muy satisfecho. Se llevo el esqueleto en tres cajas precintadas, y me dejo de recuerdo seis agujas de calcetar y una gorra a cuadros rojos y verdes, que mucho senti perderla, que un dia en que paseaba por el muelle vino una ventalada subitamente y me la arranco de la cabeza, llevandola al mar.
El oficial Cirilo pidio permiso a Eumon para contar una historia, a lo que el rey accedio gustoso. Estaban todos sentados en sus cojines alrededor del fuego, haciendose lenguas de la generosidad de Ragel, prodigo ahora en limonada y en melones dulces, y Egisto habia llamado a su vera a su oficial de inventario, que parecia mustio y distraido, como que estuviese pensando en cosas que pasaban a mil leguas. No se quitaba el ancho sombrero marron con toquilla carmesi, cuyas alas le ensombrecian medio rostro, y en el viaje se retrasaba siempre un poco, evitando la conversacion con los ayudantes tracios. Gastaba bigote, rubio, espeso y caido, y tenia las manos muy blancas. El sirio Ragel alimento el fuego con unas astillas de roble bravo y virutas de aliso, que se consumen en azul. Y Cirilo conto:
– En un valle entre montanas, en mi pais natal, nacio un nino cuyas orejas, siendo nuestra nacion ya abastecida de ellas en exceso, sorprendieron por lo grandes, peludas y