Y tampoco queria Egisto pasar el rio en la barca, por no ser reconocido del barquero Filipo, que fuera de sus siervos antiguos, cuando los reyes mandaban en los rios. Que pasasen todos, que era una linda cosa meter los caballos en la barca e ir a sabor de la corriente desde las ruinas del puente al pedron de la otra orilla, el barquero a popa con la larga pertiga, que el iria en su Solferino a cruzar el rio una legua mas arriba, y ya les saldria a la venta del Mantinco a hora de almuerzo. Se acepto la propuesta, y Egisto decidio separarse de la compania al llegar a las lomas que dicen del Ahorcado. Estos eran dos oteros gemelos, que separaban la marina propiamente dicha del pais del rio, y si en la cara que daba al mar, como barrida por el viento salado, aparecian desiertos, con grandes calveros areniscos y barrancadas de desnudas paredes, donde capas rojizas alternaban con otras de cantos rodados, por la banda del rio era un pais de bosques espesos que los nativos llamaban la Selva. El camino que llevaba al vado atravesaba sotos de castanos, ancheaba en un claro del hayedo, cruzaba el sombrio robledal, y terminaba su viaje llaneando por entre prados regadios, bordeado de abedules y de chopos. Los prados de cada vecino estaban separados por mimbreras y manzanos, y las blancas casas con sus huertos aparecian de muros bajos encalados, en los que ahora, en otono, coloreaba en rojo la hiedra.

Pregunto Eumon por que se llamaban del Ahorcado aquellas lomas, y respondio el oficial del inventario, que desde sus tratos con Ragel se aproximaba al resto de la comitiva y aparecia locuaz, que un leproso se habia marchado de su casa cuando lo dio el medico del lugar por gafo, a vivir de limosna, tocando la campanilla por los caminos para que los viandantes se apartasen. Dejaba mujer guapa y moza, y ella le juro que le seria fiel, y que los viernes, junto a una fuente que brota vera del camino -y que se podia ver desde donde estaban hablando-, le dejaria el almuerzo de vigilia, visto que es el dia en que los ricos dan limosna de la carne que les sobro el jueves, y temen no se les conserve para el sabado, y el leproso consideraba que la guarda de la abstinencia era condicion para el milagro de su curacion, que andaba pidiendo a los santos anargiros. Pero llego un viernes en el que no hallo el bacalao con manzanas asadas, y se sento a pensar que haria si es que la mujer estaba enferma, cuando llego un perro que tenia de guarda en la casa y le era muy afecto, y en la boca portaba el can un borcegui que el gafado, por el color amarillo, conocio como del medico que, dandolo por leproso, lo echara de vagabundo. Y el doliente, estimando que no podia anadir al mal de la lepra la indignidad de los cuernos, en el unico arbol que habia en estas lomas, y que era un pino castellano, se colgo.

– El ahorcado -explico el oficial del inventario- fue bajado del arbol con pertigas, por miedo al contagio, y tenia atado a su cinturon, con sus propios cordones, el borcegui del medico, y otro gafado que paso por alli y examino al difunto, dijo por altavoz que no estaba leproso. La viuda se marcho del pais, y el medico nunca mas se atrevio a diagnosticar lepra en un marido con mujer moza, aunque la tuviese.

Se despidieron los dos reyes, y viendo como Egisto obligaba a un trote corto al viejo Solferino, Eumon se dijo que le habia de hacer a Ragel el encargo de un caballo para el rey, y que se lo mandaria como regalo de despedida. Desde los anos de mocedad, nunca Egisto se habia visto solo en el campo, saludado por el sol, libre cabalgador. Cantaban los pajaros en los alisos, volaban los cuervos en los barbechos, y sobre su cabeza describia anchos circulos, indolente cazador de gazapos, el gavilan. ?A que llaman los hombres vivir? En un repente, el corazon del viejo rey habia recobrado el ritmo de la juventud. Egisto oso canturrear el comienzo de un romance antiguo, con andante de lanza y banderola que salia a librar cautiva. Y viendo un fresno joven en el lindero del bosque, apeandose del caballo tiro de navaja y corto la mas esbelta rama, la que limpio y redondeo en los nudos, y con un cordon del jubon ato su punal y su panuelo verde de sonarse en los oficios en la punta mas fina. Y ya dueno de lanza con banderola, troto por aquellos claros, poniendo la mano izquierda de visera por ver si aparecia a lo lejos la figura de una aventura, y deteniendose pensativo en las encrucijadas, como los heroes que pintan los libros de caballerias. El propio bayo Solferino parecia contagiado del entusiasmo real, y sacaba el andar braceado de sus buenos dias de picadero. Egisto inclinaba de vez en cuando la cabeza, fingiendo saludar a pasajeros que no habia, poblacion transeunte de las novelas bizantinas escuchadas en el salon de palacio a Solotetes. Saliendo de un espesura de alamos plateados, junto a un regazo, asustando torcaces bebedores, paso una corza joven, que se detuvo un instante y levanto la dulce mirada hacia el rey. ?Igual era una infanta encantada que acababa de llegar de los bosques de las Ardenas, huyendo de las cazas!

– ?Te doy salvoconducto! -le grito Egisto-. ?Soy el rey!

La corza no lo escucho, y parecio irse en vuelo sobre los grandes helechos. Se terminaba el bosque, y ya se veian los dos molinos y el estrecho paso junto a la represa. Y con el bosque se terminaba aquella hora de libertad y de fortuna. Egisto temio ser visto desde los molinos con aquella lanza que parecia de nino pobre que saliese a jugar a canas, y deshaciendo el ingenio, guardando punal y panuelo, tiro la rama de fresno a la cuneta, y al rey le parecio que con ella, que alli quedaba en el polvo, habia tirado al suelo el ultimo dia feliz de su vida. Por el rostro de Egisto se deslizaron dos gruesas lagrimas.

Paso el rey el rio por el camino de los molinos, y a las doce horas en punto llego a la venta del Mantineo, donde lo esperaba Eumon con el resto de los viajeros, quienes bajo la parra ya vendimiada probaban los vinos y hablaban de dona Ines, la condesa de aquellos campos y de aquella torre, que se veia desde alli altiva y oscura en una colina hacia el sur, guardando el vacio, y de la guerra en los ducados vecinos, que se habian hecho insurrectos sastres y podadores, y querian consules de libre eleccion. Y Ragel contaba y no paraba de los delirios amorosos de dona Ines, y a el mismo, un anochecer de noviembre con viento y lluvia, y se habia visto obligado a echarse el capizuelo de cuero por la cabeza, lo confundio la senora, primero con un correo aleman, y le pedia noticias de un amante que decia que tenia por alla, y despues con el propio amante, que se habia tenido el pelo de negro y se habia recortado la perrera en flequillo, y llegaba a escondidas por ver si la dama le era fiel. Descubierto que era Ragel el Sirio, dona Ines, decepcionada, no le dejo entrar en la casa y le hizo dormir en la huerta, al abrigo del tejadillo que cubria el lavadero.

– No me marchare -dijo Eumon paseando con Egisto mientras la hija rubia del Mantineo ponia la mesa- sin pasar a saludar a esa dama tan enamoradiza, y el pretexto sera que somos colegas. ?Y que edad tendra?

– Pasara algo de los treinta y cinco, pero dicen que se conserva como de quince, y cuando aparece en lo alto de la escalera creerias que es una imagen policromada de altar, Maria Magdalena que se ha puesto a andar. Y yo creo -asevero Egisto- que el dia en que dona Ines comenzo con eso de los amores locos, a querer hacer de cada viajero desconocido un amante suyo, y a entregarse, en suenos de palabras, a varones que venian de lejos perfumados con anis, fue cuando dio en imaginar que Orestes, tras mi muerte, se refugiaba en su torre y ella lo esperaba a la puerta de su condado, con un candelabro encendido en una mano, y la copa de vino en la otra. Su ama, Modesta llamada, me dice que nunca nombra a Orestes, pero que todos los desconocidos que pasan por la torre, y a los que declara subito amor, son como las apariencias del que vendra un dia. Por eso yo queria, en mi malicia defensiva, y por muestra de la mente siempre avizor, haciendole el regalo de la caja de musica, ver de llevarla a la cama media hora, en uno de sus calores que le dan, que se pone a temblar como el centeno verde, y desgarra panuelos con los agudos dientes, y adelantarme en la prueba de la nina al hijastro vengador.

– ?Es virgo? -pregunto el tracio, curioso.

– ?Eso puede jurarse! -afirmo Egisto-. ?Y aun estoy, por meditacion que no por informes, en que tambien lo sea Orestes!

El rey de la tragedia se empino para alcanzar un pequeno racimo que habian olvidado en la parra los vendimiadores, y el tracio lo contemplo con pena. Egisto iba viejo, terminando la sesentena. Se metia de hombros, y cuando llevaba el vaso a la boca le temblaba la mano. Inquieto, de vez en cuando se levantaba de donde estaba sentado, miraba alrededor, y se iba a otro asiento, siempre frente a la puerta. Eumon se alegro de haberle dado ocasion para aquellas vagancias por los campos y la marina.

En la venta, con el cotidiano y vespertino paso de refugiados, habia poco que comer, y caro, y el almuerzo quedo reducido a un poco de truchuela cocida con calabazo dulce, y de postre un higo por cabeza, miguelino reventado, que derramaba sus azucares por la corteza verde y rosa. Y quejandose el siriaco Ragel al Mantineo -el griego fugitivo, gordo y bien barbado, siempre sudoroso, que daba nombre a la posada- de la mala calidad de los vinos, aseguro el mesonero que nada hace mas dano a los vinos que el ruido de la guerra, y es sabido que los caldos se vuelven y ensombrecen, y al final quedan como agua muerta.

– Tenia un odre de tinto galiano que estaba en su punto, y aun no lo habia subido al estante y estaba cabe la puerta, que queria que lo tomasen dos heladas, cuando llego una viuda joven con dos crios, y se echo junto a el, tomandolo de almohada, y llora que llora toda la noche, y a la manana

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