siguiente el vino era vinagre, y habia perdido la color.

Desde la posada, que esta en un alto y tiene como un serrallo abovedado alrededor de un patio cuadrado con fuente y abrevaderos, decidieron seguir a la ciudad sin hacer noche alli, lo que contrario a Ragel, quien aseguraba a los reyes que en anocheciendo comenzaba el paso de huidos de la guerra, y a lo mejor podia escucharse una buena historia, y que no todas las viudas mozas que pasasen iban a llevar dos ninos en brazos. Lo que le dolia al siriaco era no poder hacerle la prometida revista de cuerpo al falso oficial del inventario.

Salio la tropilla no bien terminado el almuerzo, y camino por el atajo que va entre brezales y eras de centeno a salir adonde dicen la legua del lobo, y cuando llegaron al mojon, donde el camino real comienza a descender, en amplias curvas, hacia la ciudad, vieron a esta, blanca y redonda, y era la hora de encender faroles, y ya se veian aqui y alla alegres luces.

– ?Es el hogar! -dijo el tracio respetuoso, quitandose la birreta.

– ?Es la prision! -dijo Egisto inclinando la cabeza. Entraron en la urbe por la puerta del Palomar, y hallaron la puerta de palacio abierta.

– ?No tienes centinela? -pregunto Eumon a Egisto.

– ?Vienen cuando quieren! ?Deben andar ahora en el vareo de las castanas!

La puerta la habia abierto una campesina, que habia hallado alli refugio, segun explico a Egisto, porque habiendo traido una cerda prenada a la feria de San Narciso, adelantandose con la sesion de fuegos artificiales -que ella habia llegado de prisa con su troyano por encontrar temprano un buen lugar a la sombra en el ferial-, el animal se puso a parir, y le parecio que no molestaria en aquel caseron viejo y desierto. Y alli estaba, tumbada en paja la cerda, que era galesa recastada, con manchas negras en el lomo, y doce lechones mamaban incansables, propietario cada uno de una teta fecunda. Egisto le recomendo cuidado, no fuese a provocar un incendio con la vela que habia encendido a los pies de una lucha antigua en marmol que adornaba la pared, y eran Hector y Aquiles, y si bien en el relieve simulaba que suspendian el dialogo de sus espadas por escuchar los consejos de un dios que asomaba entre nubes, la verdad era que parecia que habian dejado de golpearse con el hierro por escuchar el monotono murmullo gloton de los infantes porcinos. Egisto le dio a la campesina una semana para que dejase el lugar, recomendandole que quedase limpio y barrido, y que quemase algo de espliego al irse.

Cada cual se fue a su cama, y el oficial del inventario, que no dormia en el palacio real porque con la visita tracia no habia sabanas para todos, invito a Ragel a seguirle hasta el portal de su casa. Se oyo en la plaza la voz de un sereno que daba las diez y lloviendo, cuando Egisto, tras despedirse de los tracios, entro en la camara nupcial. Clitemnestra dormia en el medio y medio del ancho lecho, en la boca un trozo de raiz de regaliz que le hacia como de chupete, y el hermoso y largo cabello, siempre una nube de oro, derramado sobre la almohada. El rey suspiro y se desnudo en silencio, sacando las tres monedas que llevaba ocultas en las bragas y metiendolas debajo del colchon, envueltas en el panuelo verde que le habia servido de alegre bandera. Por primera vez desde sus bodas, no dejo de mano una de las antiguas y largas espadas, de sonoro nombre. Llovia, y las gruesas gotas de las enormes nubes que pasea el sudoeste tamborileaban en los cristales. Se batio, lejana, una puerta, pero Egisto ya dormia, fatigado del largo viaje.

X

La piel del rey amarilleo como pergamino. Calvo, debajo de la corona, cubriendose la cabeza, se ponia trozos de tela, buscando que fuesen de vivo color. Ya no podia su mano con las espadas agamenonicas, tiradas en el suelo en un rincon del gran salon, las hojas oxidadas, y de su cinto solo colgaba un pequeno punal. Cada vez veia menos, y el temblor de sus manos iba en aumento. A las horas de paciente espera habian seguido otras de alocada inquietud, y Egisto, movido por no se sabe que sueno o instinto se echaba a caminar lo mas rapidamente que podia por los largos corredores, cada vez con mas curvas, cada vez mas estrechos y oscuros, desembocando uno en otro, y durante horas caminaba sin hallar una salida, bajo el vuelo raudo de los grandes murcielagos, hasta que al fin se encontraba frente a una puerta que, abierta, le daba paso a la terraza, donde ya era noche cerrada, y la casi ceguera de Egisto le impedia contemplar las estrellas que, apaticas y lejanas, presidian su destino. Orestes no acababa de llegar, y la vida se le iba al viejo rey. Podria morir de aquel lobanillo negruzco y venoso que le estaba saliendo junto a la nuca, o de aquel loco galopar de su corazon, que lo escuchaba a la vez en las sienes y en los pulsos. Se arrodillaba y doblegaba, intentando contener aquel caballo loco que se desbocaba en su pecho, se encabritaba, y se detenia ante el obstaculo, quieto un minuto interminable. Por el lobanillo, le parecia que a veces le entraba en la cabeza una corriente de aire frio, que se esparcia por ella, y el aire frio, helado, le iba llenando, y terminaria por estallar, como una vejiga hinchada en exceso. Otras veces era como si hubiese hallado sitio en el lobanillo una rata, y trabajaba continua y ruidosa

en roer un trocito de madera que debia haberse metido alli no se sabia como, salvo que el lobanillo fuese como un melocoton y tuviese hueso. Con frecuencia, quedandose adormilado en un rincon de la cocina, veia, como de bulto, sus dias infantiles, en su casa de campo cercana a la ciudad, su padre saliendo a cazar llamando a gritos sus lebreles, la madre bordandole jubones en la solana, el criado Diomedes cazando para el con liga mirlos y jilgueros, que encerraba en pequenas jaulas colgadas en la ventana de su cuarto. Se detenia en un recuerdo, y no sabia salir de el, husmeandolo, reconociendo su veracidad por un aroma que iba unido a una habitacion determinada, o a una persona, o al tiempo, a la epoca de la recogida de los membrillos, o cuando venian los siervos a hacer la sidra. Su padre olia siempre a perro, al sudor acido y orinado de los perros que vienen cansados del monte, cuando Egisto apoyaba su cabeza en las rodillas paternales. Su madre era como un panuelo de batista perfumado con lavanda, y lo sentia pasar delicadamente por su frente. Abria el ojo derecho Egisto para comprobar si aun estaba alli el panuelo en la blanca mano, o si era memoria que el hacia, y el panuelo estaba, y el olor en el aire, tibio y azulado. Flotaba el panuelo sobre el como una nubecilla blanquecina, y el rey se sentia ahora seguro, acunado en los brazos maternales, y se dejaba ir descuidado, rio del sueno abajo. Pero aquella hora sosegada era muy breve, y despertaba sobresaltado, corriendo todo lo que le permitia su reuma, a cerrar puertas y ventanas, cuyos picaportes y fallebas nunca encontraba, a detener el viento que entraba por doquier oponiendole sus manos abiertas, con los dedos llenos de anillos de laton amarillo, y gritando a criados que no habia que no dejasen apagar las lamparas, que nadie habia encendido. La piel del rey, reseca, amarillenta, se cubria de pequenas manchas rojizas, como lunares. Egisto se sentia incomodo dentro de aquella piel tirante, y si acercaba sus labios a la mano, la encontraba salitrosa y fria. Pero, ?quien osaria despellejar a un rey? Y, sin embargo, Egisto necesitaba una piel nueva, una piel de Moscovia que oliese a tanino, o la piel suave de un lechon, o de una mujer joven. Los humanos debian mudar de piel como las cobras, y Egisto se imaginaba sumergido en la piel humeda de una serpiente, reluciente porque el ofidio se habia rozado en el rio contra las hojillas babosas de la ruda temeraria, y asi el rey podia deslizarse por entre los prados de trebol hacia el camino, a vigilar la llegada de Orestes, quien pasaria a su lado sin verlo, con sus grandes zancadas insolentes. Egisto podia morderle en el tobillo, habitados sus dientes por venenos antiguos y regicidas, que en un instante espesan la sangre del mordido y este ve soles rojos, antes de caer redondo, con la lengua fuera, y los ojos abiertos que nadie los podra cenar. Egisto oia resonar en su cabeza, como en vacia nave de alta boveda, el ruido de las espuelas de Orestes al chocar entre si cuando el principe se detenia un instante para asegurarse de que no se le habia caido del carcaj la flecha de plumas azules. Egisto, serpiente, silbaba, y Orestes volvia la cabeza, buscando el silbador en la oscura noche y fria. Si, la noche era fria. Egisto tenia mucho frio, y vestido de serpiente no podia acercarse al fuego, junto al cual molia lentamente mijo en un almirez la reina Clitemnestra. Unos hombres se asomaban al balaustre de la escalera principal y mostraban la piel de Egisto a otros que llenaban el patio. Era su piel, desde los pies hasta el cuello, como si lo hubiesen degollado. Su piel abierta, seca, raspada por dentro, con las senales de los clavos que la habian tenido tendida en una tabla, al viento norte.

– Mide algo mas de vara y media -dijo una voz.

– Pueden sacarse dos tambores -comento otra.

Las voces sonaban indiferentes, comentarios de tratantes muy usados por los regateos. Probaban su piel, estirandola, oliendola, midiendola a cuartas, enrollandola.

– ?Yo la compro! -afirmo una voz joven desde el rellano de la

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