blanco prematuro de su cabello. «Para Teresa, el amor de mi vida, de Albert.
Coloco la foto tal como la habia encontrado, sin tocar la pluma, cerro el cajon y regreso a la sala. Esa noche, en el instituto, vieron Madame de…, pero Regina no se entero de la pelicula. Se paso toda la proyeccion haciendo calculos. Teresa y Albert, liados. Enamorados. No se escribe una dedicatoria asi por un simple devaneo. ?Cuando ocurrio? ?Cuanto tiempo duro? Tuvo que ser durante los tres primeros anos de sus visitas a Teresa, cuando su padre le hacia que lo acompanara. Si, fue mientras ella pasaba de la ninez a la adolescencia, de sus doce a sus quince anos. La habian usado de tapadera.
Se habian amado a escondidas, eso podia entenderlo, pero ?por que a escondidas de ella? ?No sabian que lo habria comprendido, quien mejor, que les habria dado su bendicion? ?Por que no se lo habian dicho? Antes de que terminara la proyeccion, la peor sospecha le oprimia el estomago. Habia sido la tapadera. Tantas muestras de amor, tanto interes por sus estudios, por su futuro, no constituyeron sino la cortina de humo tendida sobre su relacion. Lo veia con toda claridad. Durante tres anos fue utilizada, manipulada, enganada. Porque habian roto, de eso estaba segura. No habia mas que verlos, cada uno por su lado, envejeciendo sin savia.
«Piensalo bien, Teresa, piensalo muy bien.» Le parecio oir de nuevo la voz de su padre. La ruptura se produjo aquel dia. ?Por que entonces y no antes o despues? Y, sobre todo, ?por que Teresa habia seguido cultivando la farsa de que se preocupaba por ella, por que la trataba como a una hija? La respuesta era facil: aquella mujer estaba sola, y Regina era lo unico que le quedaba de quien fue su gran amor, aquel cuyo retrato aun contemplaba cuando la joven no podia verla.
– ?Que te ha parecido? -le habia preguntado la mujer, cuando acabo la proyeccion de Madame de…
– Aburrida -respondio, secamente.
Teresa tambien se lo parecia, con su ramito de violetas en la solapa y aquel aire pulido, doctoral, con que envolvia sus miserias.
El suyo era un pasado de puertas selladas, penso Regina al entrar en el cuarto de madrugada, como habia hecho a menudo durante aquellos anos en que se encerraba alli regularmente para estudiar la unica parte del legado de Teresa que hasta entonces habia sido objeto de su interes: escritos interrumpidos, borradores de novelas que nunca termino, relatos que no le publicaron, esbozos de personajes, paginas y paginas llenas de reflexiones sobre la creacion literaria y numerosos libros, aquellos selectos volumenes que Regina aprendio a valorar en el piso M palacete cercano al puerto, y que constituian, segun Teresa, «el intangible instrumental de este oficio, las palabras que otros escribieron para ayudarnos a desbrozar el camino hacia la perfeccion». Un bagaje que le habia servido mas de lo que deseaba reconocer.
Habia otra parte de la herencia en la que Regina habia preferido no hurgar durante todos aquellos anos: cartas firmadas por su padre, cada una en su sobre color sepia, un buen fajo sujeto por una cinta de raso blanco, ajada por los anos. Hasta hoy, habian permanecido encerradas en una caja, junto con las fotografias que tampoco habia querido mirar, y un estuche de terciopelo que contenia el fino nomeolvides de oro que Teresa siempre llevaba puesto.
Al principio, el legado permanecio durante un ano criando moho en un guardamuebles, hasta que Regina invirtio los beneficios de su primera novela en aquel piso, al que habia anadido mejoras a medida que sumaba exitos. Desde el primer momento destino aquella habitacion a las pertenencias que le habia dejado Teresa. Forro de estanterias las paredes y coloco una mesa con un flexo en el centro de la habitacion. Era alli donde Regina se encerraba muchas noches para estudiar los escritos inconclusos de Teresa y seguir disfrutando de la teoria del oficio que la mujer no habia sabido traducir a la practica, y que a ella le habia seguido sirviendo hasta hacia dos anos.
Nunca, antes, habia sentido la necesidad de inspeccionar la parte de la herencia. Ni la carta que Teresa le escribio, mientras agonizaba, y que tambien guardaba en la caja.
Fue su padre quien se la entrego, el dia del entierro. El viejo Dalmau (no tan viejo, tenia solo cuatro anos mas que su antigua amante, pero la falta de amor y el exceso de esposa le habian desgastado mas que el tiempo) habia vuelto a Teresa cuando esta enfermo, y la habia acompanado hasta el final. En eso, al menos, se habia portado bien.
– Me la dio para ti. Te esperaba.
– ?Te lo dijo ella?
– No. Ya sabes como era.
Lo sabia. ?Que queria? ?Verla correr a sus pies para pedirle perdon por su desercion? ?Una confesion final que la dejara en paz consigo misma antes de morir? A los 26 anos, a punto de estrenarse como novelista, Regina no sentia el menor interes por volver a recordar. Ya no era la de antes. Tampoco soportaba la idea de ver a Teresa enferma y vencida. ?Como presentarse ante ella, despues de tantos anos, brindandole el obsceno espectaculo de su saludable juventud, de su optimismo? Sin duda le habria preguntado que estaba haciendo. ?Como contarle que acababa de entregar a una editorial su primera novela, escrita en tres meses, y que se la habian aceptado sin hacerle una sola correccion?
Se habia limitado a seguir el desarrollo de la enfermedad a distancia, distraidamente. Sabia que el cancer de huesos avanzaba, imparable, que le habia devorado a Teresa parte del femur, que sufria.
La enterraron en la falda de Montjuic. Al menos, seguia teniendo el mar cerca.
Anos mas tarde, viendo en television una vieja pelicula, Los diez mandamientos, Regina sintio un escalofrio al escuchar la voz pomposa del narrador: “Y Jehova endurecio el corazon del faraon”. Era lo que le habia ocurrido a ella. Como quien observa un fenomeno quimico desconocido, se habia quedado quieta contemplando como su corazon se endurecia, pero no habia sido por culpa de Jehova, sino de su arrogancia.
Vas a cumplir cincuenta anos, se dijo. Dentro de muy pocos, que pasaran en un suspiro, tendras la edad a la que Teresa se despidio de la vida. Sus crisis ultimas, su proceso de esterilidad, habian conducido a Regina hasta el cuarto cerrado, pero ahora no se limitaria a rebanar los nutrientes contenidos en la herencia.
Ahora queria, tenia que saber.
Teresa habia vuelto a ella como voz, como conciencia. Por eso se sorprendio al recuperar su imagen. Sentada ante el viejo escritorio, en el centro de la habitacion, rodeada por los secretos que compartia con los muertos, bajo la luz del flexo, Regina extrajo las fotografias de la caja. Si el custodio de mi memoria ha decidido arrojarme a la cara los recuerdos, penso, mientras quitaba los restos de polvo con un kleenex, sere yo quien decida en que orden.
Algunos retratos conservaban su marco, tal como Regina los habia visto en el piso de Teresa. En uno de ellos, la mujer parecia mirarla. No hay nada mas insoportable que una mirada a la que ya no se puede responder. Los ojos de Teresa: limpidos, fluviales, temibles ojos capaces de detectar la deshonestidad. Su rostro ovalado, de facciones pequenas, nariz recta y barbilla algo puntiaguda, no parecia cumplir otra funcion que la de apuntalar el caracter perspicaz de aquellos ojos. Debia de tener, en la foto, unos cuarenta anos, mas o menos la edad a la que Regina la conocio, cuando quedo deslumbrada por su elegante manera de cruzar las piernas, de sostener el cigarrillo a la altura de los pomulos mientras hablaba; el humo y sus palabras se fundian, formando una unica sustancia. Saltandose otras fotografias, dejando para despues aquellas en que aparecia su padre (aunque echando un vistazo al retrato enmarcado que lo mostraba sonriente, feliz, el retrato de la dedicatoria que habia descubierto en la mesilla cuando tenia veinte anos), busco una imagen a la que Teresa se asomara en su juventud, para encontrarse con la muchacha que fue antes de que la experiencia la envolviera con aquel manto de serena madurez que a Regina acabo por resultarle irritante.
Queria comprobar que Teresa habia sido como ella: alocada, irreflexiva, propensa a cometer errores. Falsa esperanza. La chica sonriente que aparecia vestida con pantalones y blusa en una foto pequena, amarillenta, solo se diferenciaba por el pelo, largo y rizado, de la adulta que llegaria a ser; sentada en la trasera de un camion, con los pies colgando en el aire, miraba a quien la retrataba como mas tarde miraria a Regina, como hoy lo hacia desde la eternidad, con la tranquila esperanza de no verse defraudada. Lo mismo podia decir de la jovencita que, con una flor blanca prendida en el mono, apoyaba su mejilla en el hombro de un muchacho moreno, de aire campesino, sin duda aquel Mateu a quien iba a seguir hasta que la historia volviera a alcanzarles en una pagina que se escribiria en Francia. Era una imagen de boda tipica de la epoca: una aureola mas clara nimbaba ambas cabezas, anticipandoles el destino de felicidad que se supone a los enamorados. La boda se celebro en el 38, en plena guerra civil, por lo que Regina sabia. Visto ahora, el halo artificial creado por la pericia del fotografo parecia un mal presagio.
Otra foto, esta de Teresa en su treintena y con el pelo corto y en ondas. Esta sentada ante la mesa del jardin, trabajando en su Underwood, el fotografo (?Albert?) la llama y ella interrumpe su escritura para dirigirle una risa