que se le cae. Lo cierto es que sin hacer referencia a
Lo de Emily y yo no fue amor a primera vista. Nos conocimos a traves de una amiga suya cuyo marido daba un curso de novela inglesa del siglo XIX en mi departamento y presidia una partida de poquer semanal que frecuente en los solitarios dias de mi primera epoca en Pittsburgh. A primera vista, Emily me parecio fria y reservada, aunque tambien guapa; por su parte, me veia como un tipo fanfarron, exagerado, alcoholico y pesado. Ambos estabamos en lo cierto, desde luego. Nos encontramos varias veces por casualidad, sin mas resultado que alguna incomoda conversacion. Hasta que un dia oi que habia perdido su trabajo -fotografiar barras de metal y hornos de fundicion para una agencia de publicidad cuyos principales clientes pertenecian a la industria del acero- y, a traves de mi dickensiano amigo, la puse en contacto con un conocido mio, un publicista de la agencia Richards, Reed. Le gusto su trabajo, y la contrato. Emily me invito a cenar para darme las gracias. Despues me invito a su casa. Al cabo de un ano eramos marido y mujer. En aquella epoca ya no creia en el amor a primera vista. En mis dos primeros matrimonios habia jugado esa carta y habia perdido, asi que parecia razonable no insistir en esa apuesta.
Creo que decidi casarme con Emily Warshaw movido por la absurda ilusion de poder follar a placer y por el manido deseo de todo huerfano de encontrar un hogar. El peculiar clan Warshaw, producto de un largo y meticuloso programa de adopciones en ultramar, con sus combinaciones de judios y coreanos, intelectuales, aspirantes a astronauta y vividores, sin lazo sanguineo alguno, parecia ofrecerme la mejor oportunidad de inscribir mi trayectoria de meteorito errante en la esfera armilar de una familia. Era un motivo, aunque no muy loable, para casarse, pero desde entonces he comprendido que los esfuerzos de un marido y una mujer por permanecer unidos, un fugitivo
Entre en mi estudio y me encontre a James Leer dormido en el largo sofa verde, metido en un saco de dormir con la cremallera abierta, tapado hasta la barbilla. Era un saco pasado de moda, con un estampado con patos, cazadores y perros, que habia pertenecido al padre de Emily. Lo distingui porque la lampara del escritorio estaba encendida. Supuse que Hannah la habia dejado asi por si James se despertaba en mitad de la noche sin saber donde estaba. Su cabeza reposaba en la punta del sofa mas proxima a la mesa, pero Hannah habia girado la lampara de manera que la luz no le diese directamente en los ojos. Me pregunte si me estaria esperando en el sotano, acostada en su estrecha cama, bajo un retrato de Georgia O'Keeffe realizado por Stieglitz, apoyada sobre un codo, esperanzadamente atenta a los delatores crujidos del techo. Durante un instante me imagine bajando a verla. Despues eche un vistazo a mi escritorio. Descubri que Hannah habia girado la lampara de manera que iluminaba directamente el compacto bloque blanco de diez kilos, la alta pila, la impenetrable torre que formaba el manuscrito de
Cuando me desperte el sabado por la manana en nuestra gran cama estilo imperio, el cielo todavia estaba oscuro y se velan las estrellas. Faltaba un poco para las seis. El tobillo me seguia doliendo, ahora de manera mas sorda y febril. El improvisado vendaje se habia deshecho, y en las sabanas se veia una mancha de sangre seca que parecia el mapa del Japon. Permaneci echado un momento, durante el cual trate de controlar los desordenados movimientos cansados en mi estomago por la resaca y me agarre al colchon y a los restos del naufragio de lo que acababa de sonar. Habia olvidado la mayor parte de los detalles, pero todavia podia recordar su tema central: el oscuro, misterioso y atrayente reino oculto entre los muslos de Hannah Green. Gemi, hice rechinar los dientes y respire profundamente como en un ejercicio de yoga. Tras unos desesperados minutos, abandone y corri, desnudo y con la vista nublada, al lavabo para vomitar.
Hacia mucho de mi ultima resaca alcoholica, y me percate de que habla perdido soltura: en lugar de someterme tranquilamente, luchaba contra ella, y despues de la vomitona me quede tendido durante un rato en el suelo junto al retrete, como un adolescente avergonzado, sintiendome inutil y solo. Me levante. Me puse las gafas, los mocasines y mi albornoz favorito, lo cual me hizo sentirme un poco mejor. Como la mayoria de las prendas por las que sentia especial debilidad, aquel albornoz habia pertenecido a otra persona antes que a mi. Lo habia encontrado hacia varios anos colgado en el armario del piso superior de una casa junto a la playa en Gearhart, Oregon, que Eva B. y yo alquilamos un verano a una familia de Portland que se apellidaba Knopflmacher. Era una prenda enorme, de felpa blanca, con los codos gastados y bordados de color rosa y rojo en forma de geranios en los bolsillos. Estaba convencido de que habia sido de la senora Knopflmacher. Desde entonces me era imposible escribir sin llevarlo puesto. Para mi satisfaccion, encontre en uno de los bolsillos medio canuto y una caja de cerillas. Fui hasta la ventana del dormitorio que miraba hacia el este y, mientras me fumaba el porro hasta la ultima particula de ceniza, contemple el cielo a la espera de la primera luz del alba.
Pasados algunos minutos, me senti mucho mejor, asi que baje a recoger el periodico. Al salir al porche, vi las elegantes aletas del Galaxie, que asomaban detras del seto que separaba el camino de acceso de la casa. Asi que Crabtree habia sido capaz de encontrar el camino de regreso y estaba alli sano y salvo. Oi sus ronquidos, provenientes de la habitacion de invitados. Crabtree tenia el tabique desviado, pero le aterraba la idea de pasar por el quirofano para solucionar el problema; su leonino ronquido era famoso. Alcanzaba una intensidad capaz de hacer vibrar el vaso de agua sobre la mesilla de noche, de arruinar sus relaciones amorosas, de provocar violentos enfrentamientos con los vecinos en moteles baratos. Alcanzaba una intensidad capaz de destruir bacterias y disolver la mugre acumulada durante siglos sobre la fachada de una catedral. Cuando volvi a entrar en casa -el periodico todavia no habia llegado-, segui los ronquidos desde el recibidor hasta la habitacion de Crabtree y permaneci unos instantes con el oido pegado a la puerta, escuchando el trabajo de sus pulmones. Despues fui a la cocina y prepare cafe.
Mientras se hacia, me bebi un gran vaso de zumo de naranja, al que anadi dos cucharadas de miel, confiando en que una subida del nivel de azucar en la sangre, junto con una dosis masiva de cafeina, eliminara los ultimos sintomas de mi resaca. Marihuana contra las nauseas y la flojedad, vitamina C para aumentar las defensas, azucar para reactivar la circulacion, cafeina para despejar la bruma moral; estaba empezando a recordar los habitos del alcoholico y del que vive desordenadamente. Cuando el cafe estuvo listo, lo verti en un termo y me lo lleve a mi estudio, en la parte trasera de la casa. James Leer seguia echado en el sofa, vuelto de costado, con la cabeza sobre sus manos unidas como si rezase, igual que alguien que fingiese dormir. El saco se habia escurrido parcialmente hasta el suelo y pude ver que se habia acostado desnudo. El traje, la camisa y la corbata estaban sobre el reposapies de mi viejo sillon Eames, y coronaban la pila de ropa unos calzoncillos blancos pulcramente doblados. Me pregunte si lo habria desnudado Hannah o habria sido capaz de hacerlo por si mismo. Tenia el aspecto encogido de toda persona alta al dormir; hecho un ovillo, sus rodillas, codos y munecas parecian demasiado grandes. Su piel era palida y pecosa. Apenas tenia vello, y su pequena picha circuncidada era casi tan blanquecina como el resto del cuerpo. Blanca como la de un nino, pense, y se me ocurrio que tal vez, con el paso del tiempo, los genitales de una persona emergieran de los burbujeantes calices del amor manchados para siempre, como las manos de un tintorero. Senti lastima de James cuando vi su pene. Con suma delicadeza, cubri su cuerpo con el saco de dormir.
– Gracias -dijo, sin despertarse.
– De nada -respondi, y lleve el termo de cafe a mi escritorio.
Eran las seis y cuarto. Empece a trabajar. Tenia que dar con un final para