– ?Joder! -exclamo Philly, impresionado-. ?Se ha desmayado!

– James! -dijo Irene, que rodeo la mesa a toda velocidad hasta llegar junto a el-. ?Despierta! -Su tono era severo, con esa frialdad y brusquedad propias de una madre que se teme lo peor. James parpadeo y le sonrio-. Vamos, carino, sube y estirate en la cama.

Irene ayudo a James a levantarse y lo acompano arriba, entre crujidos de los escalones. Justo antes de desaparecer de nuestro campo de vision, Irene se volvio y me miro con severidad. ?Que clase de profesor era? Evite su mirada. Marie se levanto y corrio hacia la cocina en busca de otro trapo humedo.

Al cabo de diez minutos reaparecio Irene, con una chaqueta negra de saten con cuello blanco de piel. Le iba pequena.

– Mirad lo que me ha dado James -dijo-. La llevaba en su mochila. -Paso la mano por el cuello de piel-. Es armino.

– ?Ya se encuentra mejor? -pregunto Philly.

Irene nego con la cabeza y dijo:

– Acabo de telefonear a su madre. -Me lanzo una mirada perpleja, como si no pudiera entender por que le habia contado aquella sarta de mentiras sobre el pobre chico que estaba arriba, estirado en la vieja cama de Sam Warshaw-. No estaban en casa, pero la criada me ha dado otro numero al que podia llamar. Era de un club de campo, San no se que. Estaban en una fiesta. Llegaran en un par de horas.

– ?En un par de horas? -dije tratando de conectar las palabras «madre» y «club de campo» con los datos que tenia sobre James Leer-. ?Viniendo desde Carvel?

– ?Que es eso de Carvel? -pregunto Irene.

– El chico es de un pueblecito llamado Carvel, cerca de Scranton.

– Yo he llamado a un telefono de Pittsburgh -dijo Irene-. Empezaba por 412.

– Un momento -tercio Irv. Se levanto y saco de la estanteria que habia debajo de la escalera un viejo ejemplar del Atlas de carreteras Rand McNally. Se humedecio la punta de los dedos y se aplasto un mechon de pelo revoltoso. Parecia feliz de haber reconducido el asunto hacia el siempre sensato terreno de los libros de referencia. Repasamos el indice tres veces, pero, por supuesto, alli no aparecia ningun lugar llamado Carvel.

Estaba sentado detras del volante del Galaxie 500 de Happy Blackmore, contemplando el cielo. Me habia liado un porro del tamano de un pepinillo, de un pequeno frankfurt para canape, de la picha de un spaniel, y me disponia a fumarmelo apurandolo hasta la ultima calada. Intentaba localizar la septima estrella de la constelacion de las Pleyades, pensaba en Sara y trataba de no pensar en Hannah. El jardin estaba tan silencioso que oia los crujidos del esqueleto de la casa y los ronquidos de las vacas en el establo. Muy de tarde en tarde se oia pasar un coche por la carretera de Youngstown, un sonido de neumaticos y de motor breve como un suspiro. Las ventanas de la planta baja de la casa estaban a oscuras, pero en el piso de arriba las luces seguian encendidas en todas las habitaciones excepto la que ocupaba James Leer. Emily seguia sin volver, pero habia llamado desde una cabina para decirle a su madre que no la esperaramos levantados. Pase un par de horas ante el televisor con Philly, viendo a Edward G. Robinson paseandose en sandalias por la faraonica Menfis, [31] y despues me deje reclutar para una aburrida partida de scrabble con Irv e Irene. Finalmente todo el mundo opto por acostarse, hartos de esperar a que aparecieran los padres de James; ya llevaban casi dos horas de retraso.

No podia evitar pensar en como reaccionaria Hannah cuando se enterase de que James nos habia tocado la fibra sensible y se habia ganado nuestra simpatia con una falsa biografia. Ella lo conocia mucho mejor que yo, lo cual significaba, pense, que en realidad no lo conocia en absoluto. Todavia me costaba borrar mi concepcion de James Leer como un chico de clase trabajadora de un pueblo del noroeste de Pensilvania, dominado por la afliccion tras la muerte de su madre. Pero supuse que esa debia de ser, simplemente, la situacion del protagonista de su Desfile del amor. ?Cuanto de lo que me habia contado de si mismo acabaria formando parte del perfil del personaje de su novela?

Mire hacia la ventana sin luz y pense en la creencia comun de que las personas que padecen insomnio agudo a menudo tienen cierta dificultad para discernir claramente entre los suenos y la vigilia, por experimentar en su vida real la extrana pesadez de las pesadillas. Quiza el mal de la medianoche producia esa misma sensacion. Al cabo de cierto tiempo, uno era incapaz de distinguir entre el mundo de ficcion y el real; se confundia a si mismo con sus personajes, y los azarosos avatares de la propia vida se entretejian con las maquinaciones de una trama novelistica. De ser asi, pense que James Leer era el caso mas grave con el que me habla topado; pero entonces recorde a otro fabulador solitario, hundido en su mecedora, con la pistola en la mano, balanceandose lentamente, una y otra vez. Quiza tambien Albert Vetch habia acabado creyendose el protagonista de uno de sus propios relatos. Sus solitarios arqueologos y bibliofilos de pueblo eran mas proclives a acabar sus dias pegandose un tiro que en las fauces babeantes de algun monstruo lleno de tentaculos que su irracional sed de conocimiento les hubiese llevado a liberar, devorados por esas sonrisas tan oscuras y vacias como la fria negrura del espacio interestelar.

El porro se me habia apagado. Lo encendi de nuevo con el encendedor del coche. Ahora me daba cuenta de que, no obstante todas sus criaturas surgidas de la nada cosmica -con sus cuencas sin ojos y sus gigantescas y aterradoras fauces-, los relatos de August Van Zorn trataban en el fondo del horror al vacio: el vacio de un par de zapatillas de mujer abandonadas en el fondo de un armario, de un folio en blanco, de una botella de bourbon apurada hasta la ultima gota en el alfeizar de una ventana a las cinco y media de la madrugada. Tal vez Albert Vetch, al igual que su personaje Eric Waldensee al enfrentarse a las habitaciones y los pasillos desiertos en La casa de la calle Polfax, apoyo una pistola contra su sien porque al final descubrio que habia demasiados silbantes agujeros negros en su habitacion del Hotel McClelland. Ese era el autentico Doppelganger del escritor, pense, y no alguna especie de personificacion de la perversidad que te vigilaba desde las sombras y se presentaba periodicamente vestida con tu ropa y llevando en el bolsillo las llaves de tu casa para destrozar tu vida. No, era mas bien el prototipico protagonista -Roderick Usher, Eric Waldensee, Francis Macomber, Dick Diver [32]- de las obras de un escritor; al principio, los avatares de aquel reflejaban aspectos de la personalidad de este, pero acababa por determinar el mismisimo curso de la vida de su creador.

Pense en mis propios personajes, en aquel heterogeneo grupo de azorados y desacreditados romanticos sin suerte: Danny Fixx, que al final de Tierras bajas se mete con su canoa en la oscuridad de una cueva en Nuevo Mexico para esconder el cadaver de Big Dog Slaney; Winthrop Pease, el protagonista de La novia del piromano, que sufre un ataque al corazon mientras cava un hoyo en el jardin trasero de su casa para enterrar los chamuscados restos del esmoquin que llevaba cuando prendio su ultimo gran incendio, y Jack Haworth, el heroe de El mundo subterraneo, que se dedica a gobernar y engrandecer su pequeno imperio del sotano, con su tren en miniatura y sus pulcros y ordenados pueblecitos bautizados con los nombres de sus hijos y sus esposas, mientras en el pueblo que hay en la superficie, en la casa que hay sobre su cabeza, su familia y su propia vida se vienen abajo. No me habia percatado antes, pero en mi obra habia una permanente invocacion a lo subterraneo (un tema clasico de la literatura de terror), un recurso al entierro y el ocultamiento en las profundidades de la tierra como leitmotiv. De hecho, tenia previsto un episodio similar en Chicos prodigiosos, en el que Lowell Wonder, despues de dejarse seducir por Valerie Sweet, forzaba la entrada del refugio antiatomico de su antiguo instituto y permanecia escondido alli durante tres semanas. Cuando decidia salir -muerto de hambre, muy palido y medio ciego-, se enteraba de que su padre, el viejo Culloden, habia fallecido. Al parecer, mis personajes siempre trataban de huir de sus terribles errores de juicio refugiandose en cuevas, bodegas y sotanos, o de ocultarlos -de deshacerse de ellos- enterrandolos. «?Claro, lo mejor es enterrarlo!», pense. Respire profundamente, me asegure de que no habia nadie rondando por alli y tire la colilla de porro. Baje del coche, fui hasta el maletero y lo abri.

La luz del maletero llevaba anos fundida, pero gracias a la luna llena era facil distinguir lo que habia en su interior. Me quede parado un momento contemplando el cadaver y la funda de la tuba, amigablemente pegados uno al otro. Me dije que no era correcto dejar a Doctor Dee tirado alli dentro. Una de sus orejas colgaba retorcida formando un conmovedor angulo con su craneo, y el pobre animal empezaba a descomponerse. En el porche trasero de la casa, una a cada lado -las recordaba perfectamente- habia dos palas, excedentes del ejercito,

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