– A ver si podemos entre los dos.
Tras tres o cuatro intentonas, el Renault salio disparado hacia delante y se interpuso en la trayectoria de un taxi, el unico vehiculo que circulaba por las calles de Paris esa madrugada. El conductor dio un volantazo, hizo sonar el claxon, grito: «?Que demonios te pasa?» y se llevo el indice a la sien. El taxi patino en la nieve y despues entro en el puente mientras Weisz le daba las gracias al panadero.
Salamone cruzo el rio a cinco por hora y fue girando por bocacalles hasta dar con la rue Parrot, cercana a la Gare de Lyon. Alli habia un cafe abierto las veinticuatro horas para viajeros y ferroviarios. Salamone salio del coche y se dirigio a la terraza acristalada. Sentado a una mesa junto a la puerta, un hombre menudo con el uniforme y la gorra de revisor de los ferrocarriles italianos leia un periodico y bebia un aperitivo. Salamone dio unos golpecitos en el cristal, el hombre levanto la vista, se termino la bebida, dejo algo de dinero en la mesa y siguio a Salamone hasta el coche. Con una estatura que no superaria en mucho el metro y medio, lucia un denso bigote de empleado de ferrocarril y tenia una barriga lo bastante abultada para hacer que la chaqueta del uniforme se abriera entre los botones. Se subio al asiento posterior y le estrecho la mano a Weisz.
– Menudo tiempecito, ?eh? -comento mientras se sacudia la nieve de los hombros.
Weisz asintio.
– Esta igual desde Dijon.
Salamone se acomodo en el asiento delantero.
– Nuestro amigo va en el de las siete y cuarto a Genova -le aclaro a Weisz. Luego se volvio al revisor-: Eso es para ti. -Le senalo con la cabeza el paquete.
El revisor lo cogio.
– ?Que hay dentro?
– Las planchas para la linotipia. Y dinero para Matteo. Y el periodico, con la hoja de composicion.
– Dios, debe de haber un monton de dinero, ya podeis buscarme en Mexico.
– Lo que pesa son las planchas. Estan hechas de zinc.
– ?Es que no pueden hacer ellos las planchas?
– Dicen que no.
El revisor se encogio de hombros.
– ?Como va todo por casa? -pregunto Salamone.
– La cosa no mejora.
– ?Te vas a quedar en el cafe hasta las siete? -quiso saber Weisz.
– De eso nada. Ire al coche cama de primera a echar una cabezadita.
– Bien, sera mejor que nos vayamos -sugirio Salamone.
El revisor se bajo y cogio el paquete con ambas manos.
– Ten cuidado -le pidio Salamone-. Andate con ojo.
– Con cien ojos -prometio el revisor.
Sonrio ante la idea y se alejo arrastrando los pies por la nieve.
Salamone metio una marcha.
– Es bueno. Pero nunca se sabe. El anterior duro un mes.
– ?Que le paso?
– Esta en la carcel -replico Salamone-. En Genova. Intentamos mandarle algo a la familia.
– Anda que no cuesta todo esto -opino Weisz.
Salamone sabia que estaba hablando de algo mas que de dinero, y meneo la cabeza apenado.
– La mayoria de las cosas me las guardo, al comite no le cuento mas de lo necesario. Naturalmente te ire poniendo al corriente, por si acaso, ya sabes a que me refiero.
20 de enero. Se habia quedado un dia frio y gris, aunque la nieve habia desaparecido en su mayor parte, a excepcion de unos montones negruzcos que atascaban las alcantarillas. Weisz fue a la oficina de Reuters a las diez, pasando cerca de la estacion de metro de la Opera, no muy lejos de la Associated Press, el despacho de la agencia francesa Havas y la oficina de American Express. Se detuvo alli en primer lugar. «?Hay correo para monsieur Johnson?» Habia una carta. Solo un punado de los
Delahanty ocupaba el despacho de la esquina. Las altas ventanas estaban opacas debido a la mugre, el escritorio lleno hasta los topes de papeles. Estaba bebiendo te con leche y, cuando Weisz se detuvo en la puerta, le dedico una aspera sonrisa y se ajusto las gafas.
– Ven, ven, le dijo la arana a la mosca.
Weisz dio los buenos dias y se sento en la silla que habia al otro lado de la mesa.
– Hoy es tu dia de suerte -dijo Delahanty mientras rebuscaba en la bandeja de asuntos pendientes y le entregaba a Weisz un comunicado de prensa.
Por increible que pudiera parecer, la Asociacion Internacional de Escritores iba a celebrar una conferencia. A las 13:00 del dia 20 en el Palais de la Mutualite, junto a la plaza Maubert, en el quinto distrito. Abierta al publico. Entre los oradores estarian Theodore Dreiser, Langston Hughes, Stephen Spender, C. Day Lewis y Louis Aragon. Este ultimo, que habia empezado siendo surrealista, que se volvio estalinista y habia acabado uniendo ambas cosas, se aseguraria de que se mantuviera la linea moscovita. En el orden del dia, la caida de Espana en manos de Franco, el ataque de Japon a China, la anexion de Checoslovaquia por parte de Hitler. Ninguna buena noticia. Weisz sabia que las locomotoras de la indignacion avanzarian a toda marcha, pero, fuera cual fuese la politica de los comunistas, era mejor que el silencio.
– Te has ganado un pequeno toston, Carlo. Te ha caido uno de esos trabajos rutinarios -dijo Delahanty, bebiendo a sorbos el frio te-. Queremos algo de Dreiser. Hurga en el marxismo y consigueme una cita memorable. Y La Pasionaria -el afectuoso apodo de Dolores Ibarruri, la ardorosa oradora y politica republicana- siempre merece una fotografia. Solo un breve, muchacho; no oiras nada nuevo, pero hemos de tener a alguien alli y Espana es importante para los periodicos sudamericanos. Asi que vete ya. Y no firmes nada.
Obediente, Weisz llego puntual. La sala estaba a rebosar, la gente pululaba envuelta en una nube de humo de tabaco. Habia activistas de toda clase, el barrio latino en ebullicion, unas cuantas banderas rojas entre la multitud. Y todo el mundo parecia conocer al resto. Las noticias que habian llegado de Espana esa manana afirmaban que el frente en la margen este del Segre habia caido, lo que queria decir que no faltaba mucho para la toma de Barcelona. De modo que, como habian sabido desde siempre, Madrid, con su obstinado orgullo, seria la ultima en rendirse.
Al cabo la cosa se puso en marcha y los oradores hablaron, hablaron y hablaron. La situacion era
– ?Carlo? ?Carlo Weisz!
A ver, ?quien era ese… ese tipo del pasillo que lo llamaba? Su memoria tardo un instante en reaccionar: alguien a quien habia conocido, vagamente, en Oxford.
– Geoffrey Sparrow -dijo el tipo-. Te acuerdas, ?no?
– Pues claro, Geoffrey, ?como estas?
Hablaban entre susurros mientras un hombre con barba aporreaba el atril con el puno.
– Vayamos fuera -sugirio Sparrow.
Era alto, rubio y risueno y, ahora que Weisz se acordaba, rico y listo. Mientras Sparrow iba pasillo arriba, todo piernas y franela, Weisz vio que no estaba solo, lo acompanaba
Cuando llegaron al vestibulo Sparrow dijo: