Weisz estaba de vuelta en su habitacion antes de las nueve. Para cuando llego al sexto distrito le habian entrado ganas de cenar, pero no le apetecia ir a Chez no se que o Mere no se cuantos con un periodico por toda compania, de modo que se detuvo en su local de costumbre y tomo un bocadillo de jamon, cafe y una manzana. Ya en casa, penso en ponerse a escribir, escribir desde el corazon, para el mismo, y se habria puesto a trabajar en la novela del cajon del escritorio de no ser porque no habia ninguna novela en el cajon. Asi que se tumbo en la cama, escucho una sinfonia, fumo unos cigarrillos y leyo
Con todo, gracias a Dios habia una excepcion a la regla. Dejaba el libro de vez en cuando y pensaba en Olivia, en como habria sido hacerle el amor, en Veronique, en su caotica vida amorosa, que si esta y que si aquella, dondequiera que fuera esa noche. Pero, sobre todo, en, bueno, tal vez no el amor de su vida, pero si la mujer en la que nunca dejaba de pensar, ya que las horas que habian pasado juntos siempre fueron excitantes e intensas. «Es que estabamos hechos el uno para el otro», diria ella, en su voz un suspiro de melancolia. «A veces pienso que por que no podemos seguir sin mas.» Seguir significaba, suponia el, una vida de tardes en camas de hotel, cenas esporadicas en restaurantes apartados. Su deseo por ella no tenia fin, y ella le confeso que le ocurria lo mismo.
Jamas imagino que las cosas serian asi, pero la voragine politica de cuando ella tenia entre veinte y treinta anos, el desvario del mundo, el latido del mal y la interminable huida de el habian torcido las cosas. Al menos el le echaba la culpa a todo eso por dejarlo solo en la habitacion de un hotel de una ciudad extranjera. Entremedias se quedo dormido dos veces. A eso de las 23:30 dio por finalizado el dia, se metio bajo la manta y apago la luz.
28 de enero, Barcelona.
«S. Kolb.»
Asi se llamaba en el pasaporte actual, un nombre ficticio que le daban cuando les convenia. Su verdadero nombre habia desaparecido, hacia mucho, y ahora era el senor Nadie, del pais de ninguna parte, y lo parecia: calvo, con una franja de pelo moreno, gafas, un bigote ralo… un hombre bajo y sin importancia con un traje raido, en ese instante encadenado a dos anarquistas y una tuberia del cuarto de bano de un cafe situado en el bombardeado puerto de una ciudad abandonada. Condenado a morir de un tiro. A su debido tiempo. Habia cola. Todos tenian que esperar su turno, y era posible que los verdugos no volvieran al trabajo hasta despues de almorzar.
Tremendamente injusto, se le antojaba a S. Kolb.
Sus papeles aseguraban que era representante de una empresa de ingenieria de Zurich, y una carta que llevaba en el maletin escrita en papel del gobierno republicano, con fecha de hacia dos semanas, confirmaba su cita en la jefatura de Intendencia del Ejercito. Una ficcion. La carta era falsa; a esas alturas la jefatura de Intendencia del Ejercito no eran mas que unas dependencias vacias con el suelo sembrado de importantes documentos. El nombre era un alias. Y Kolb no era un viajante.
Pero, asi y todo, injusto. Porque la gente que iba a pegarle un tiro no sabia nada de eso. Habia intentado entrar en unos establos, el alojamiento provisional de varias companias del 5.° Cuerpo del Ejercito Popular, y un centinela lo habia arrestado y llevado a una checa que se hallaba emplazada en un cafe del puerto. El oficial que estaba al mando, sentado a una mesa junto a la barra, era un toro con la cara de pan cubierta por la sombra de la barba. Escucho con impaciencia el relato del centinela, apoyo el peso en una nalga, fruncio el ceno y dijo:
– Es un espia, pegadle un tiro.
No estaba equivocado. Kolb era un agente del Servicio Secreto de Inteligencia britanico, un agente secreto, si, un espia. De todas formas, era tremendamente injusto. Y es que, en ese momento, no estaba espiando: ni robando documentos ni sobornando a funcionarios ni sacando fotografias. Ese era principalmente su trabajo, incluido algun que otro asesinato cuando Londres lo pedia. Pero esa semana no habia hecho nada de eso. Esa semana, siguiendo instrucciones de su jefe, un tipo glacial conocido como senor Brown, S. Kolb habia abandonado un comodo burdel en Marsella -una operacion relacionada con la marina mercante francesa- y habia ido corriendo a Espana a buscar a un italiano llamado coronel Ferrara, que se creia se habia retirado a Barcelona con elementos del 5.° Cuerpo del Ejercito Popular.
Pero Barcelona era una pesadilla, cosa que al senor Brown le daba igual, naturalmente. El gobierno habia recogido sus archivos y habia huido al norte, a Gerona, seguido por miles de refugiados que se dirigian a Francia, y la ciudad habia quedado a merced del avance de las columnas nacionalistas. Reinaba la anarquia, los barrenderos habian dejado la escoba y se habian ido a casa. Grandes montones de basura custodiados por nubes de moscas se apilaban en las aceras. Los refugiados entraban a robar en los desiertos ultramarinos. La ciudad se encontraba en manos de borrachos armados que recorrian las calles en el techo de taxis.
No obstante aquel caos, Kolb habia tratado de hacer su trabajo. «A ojos del mundo -le dijo Brown en su dia- puede que usted sea un tipo bajo y flacucho, pero, si me permite la expresion, tiene los huevos de un gorila.» ?Un cumplido? Dios lo habia hecho flacucho, el destino le habia arruinado la vida cuando lo acusaron de desfalco, de joven, cuando trabajaba en un banco en Austria, y el SSI britanico se habia encargado del resto. De serlo, no era un cumplido muy bueno. De todos modos si que era un hombre perseverante: habia dado con lo que quedaba del 5.° Cuerpo del Ejercito Popular, y ?cual era su recompensa?
Encadenado a unos anarquistas, en el cuello un panuelo negro, y a una caneria. Fuera, en el callejon contiguo, se oyeron unos disparos. Bueno, al menos la cola avanzaba. ?A que hora se comia?
De pronto la puerta se abrio de golpe y dos milicianos, pistola en mano, entraron tranquilamente en el cuarto de bano. Mientras uno de ellos se desabrochaba la bragueta y utilizaba el orificio del aseo turco, el otro se puso a soltar la cadena de la tuberia. «Oficial -dijo Kolb, sin obtener respuesta alguna del miliciano-.
El miliciano le dijo algo a su companero, que se encogio de hombros y comenzo a abrocharse la bragueta. Luego agarro a Kolb por el hombro y saco a los tres encadenados de alli y los metio en el cafe. El oficial de la checa tenia delante, en pie y con la cabeza gacha, a un hombre bien vestido que recalcaba algo dando golpecitos con el dedo en la mesa.
– ?Senor! -exclamo Kolb cuando iban hacia la puerta-.
El oficial alzo la vista. Kolb tenia una oportunidad.
–
Kolb lo habia preparado mientras estaba en el cuarto de bano, intentando desesperadamente reunir unas cuantas palabras en espanol. ?Como se decia «oro»? ?Y «vida»? El resultado -
– Oro.
El oficial siguio la pantomima con atencion y extendio la mano. Cuando Kolb se quedo como un pasmarote, el oficial chasqueo los dedos dos veces y abrio de nuevo la mano. Un gesto universal: «Dame el oro.» Kolb se aflojo el cinturon a toda prisa, se desabrocho el boton y consiguio, con una mano, quitarse los pantalones y entregarselos al oficial, que paso un pulgar por la costura. Aquello era obra de un sastre muy bueno, y el oficial tuvo que apretar con firmeza para dar con las monedas que habian cosido a la tela. Cuando el pulgar encontro un redondel duro, el hombre miro a Kolb con interes. «?Quien eres tu para organizar algo asi?» Pero Kolb siguio