que estaban haciendo, que se salieran con la suya. Pero ahora cruzar la frontera significaria perderlo todo: casas, cuentas bancarias, caballos, criados. Mis
– ?Lo amas, Christa?
– Le tengo mucho carino, es un buen hombre, un caballero de la vieja Europa, y me ha proporcionado un lugar en el mundo. No podia continuar viviendo como vivia.
– A pesar de todo, temo por ti.
Ella sacudio la cabeza, se metio la
– No, no, Carlo, no temas. Esta pesadilla acabara, el gobierno caera y cada cual sera libre de hacer lo que quiera.
– No estoy tan seguro de que vaya a caer.
– Caera. -Bajo la voz y se inclino hacia el-. Y, supongo que puedo decirlo, en esta ciudad hay quienes incluso estamos dispuestos a darle un empujoncito.
Weisz se encontraba en la oficina de Reuters, al final de la Wilhelmstrasse, a las ocho y media de la manana siguiente. Los otros dos reporteros aun no habian llegado, pero lo recibieron las dos secretarias, las cuales tendrian veintitantos anos y, segun Delahanty, hablaban ingles y frances perfectamente y podian apanarse en otros idiomas si tenian que hacerlo.
«Nos alegramos tanto por Herr Wolf, ?volvera con su mujer?» Weisz lo desconocia; dudaba que Wolf fuera a hacerlo, pero no podia decirlo. Se sento en la silla de Wolf y se puso a leer las noticias de la manana en los periodicos de la gente que piensa, el berlines
Sin embargo el control de la prensa podia tener consecuencias inesperadas: Weisz recordo el clasico ejemplo, el final de la Gran Guerra. La rendicion de 1918 suscito una oleada de conmocion e ira entre los alemanes. Despues de todo habian leido dia tras dia que sus ejercitos salian victoriosos en el campo de batalla y luego, de pronto, el gobierno capitulaba. ?Como era posible? La infame
Una vez leidos los periodicos, Weisz se puso con los comunicados de prensa que se amontonaban en la mesa de Wolf. Intento concentrarse, pero no fue capaz. ?Que
La puerta del despacho estaba abierta, pero una de las secretarias aparecio en el umbral y llamo educadamente en el marco.
– ?Herr Weisz?
– Si, ?eh…?
– Soy Gerda, Herr Weisz. Tiene una reunion en el Club de Prensa del ministerio de Propaganda a las once de la manana, con Herr Doktor Martz.
– Gracias, Gerda.
Salio con tiempo para ir sin prisas y bajo por la Leipzigerstrasse en direccion al nuevo Club de Prensa. Al pasar por Wertheim's, los grandes almacenes que ocupaban todo un edificio, se detuvo un instante a observar a un escaparatista que retiraba libros y carteles antisovieticos -los titulos de los libros envueltos en llamas, los carteles con llamativos matones bolcheviques de enorme nariz ganchuda- y los apilaba con sumo cuidado en una carretilla. Cuando el escaparatista le devolvio la mirada, Weisz siguio su camino.
Hacia tres anos que no iba a Berlin, ?habia cambiado? La gente de la calle parecia prospera, bien alimentada, bien vestida, pero percibia algo flotando en el aire, no exactamente miedo. Era como si todos guardaran un secreto, el mismo secreto. Pero de algun modo no resultaba aconsejable que otros supieran que uno lo guardaba. Berlin siempre habia tenido un aspecto oficial -varios tipos de policia, cobradores de tranvia, guardas del zoologico-, pero ahora era una ciudad vestida para la guerra. Uniformes por doquier: las SS de negro con la reluciente insignia, el Ejercito, la Kriegsmarine, la Luftwaffe, otros que no reconocio. Cuando una pareja de miembros de las secciones de asalto de las SA, con guerrera y pantalones pardos y gorra con barboquejo, se aproximo a el, nadie parecio cambiar de direccion, pero en la abarrotada acera se le abrio paso casi por arte de magia.
Se paro en un quiosco en el que unas hileras de revistas llamaron su atencion.
En el Club de Prensa -el que fuera el Club de Extranjeros de la Leipzigerplatz- el doctor Martz era el mas alegre de los mortales, gordo y chispeante, moreno, con un bigote de cepillo y manos activas y rechonchas.
– Venga, deje que le ensene esto -gorjeo.
Aquello era el paraiso de los periodistas, con un restaurante lujoso, altavoces para avisar a los reporteros, salas de lectura con diarios de las principales ciudades, salas de trabajo con largas filas de mesas sobre las que habia maquinas de escribir y telefonos.
– Tenemos de todo para usted.
Se acomodaron en unas butacas de cuero rojo en un salon del restaurante y les sirvieron de inmediato cafe y una fuente de bollitos vieneses,
– Tome otro, vamos, quien va a enterarse.
Bueno, tal vez uno mas.
Y eso solo para empezar. Martz le dio su tarjeta de identificacion, roja.
– Si tiene algun problema con la policia, Dios no lo quiera, ensenele esto. -?Queria entradas para la opera? ?Para el cine? ?Para cualquier otra cosa?-. No tiene mas que pedirlo.
Ademas, enviar sus articulos era facilisimo: habia un mostrador en el ministerio de Propaganda, «no tiene mas que dejar su articulo alli y lo telegrafiaran, sin censura, a su oficina».
– Naturalmente -puntualizo Martz-, leeremos lo que escriba en los periodicos, y esperamos que sea justo. En toda historia siempre hay dos caras, ?entiende?
Entendido.
Era evidente que Martz disfrutaba con su trabajo. Habia sido actor, le conto a Weisz, habia pasado cinco anos en Hollywood, haciendo de aleman, de frances, cualquier papel que requiriera un acento europeo. Luego, cuando volvio a Alemania, su ingles idiomatico le facilito su empleo actual.
– Sobre todo para los americanos, Herr Weisz, debo admitirlo. Queremos hacerles la vida mas facil. - Finalmente fue al grano y saco del maletin un grueso dossier de informes grapados-. Me he tomado la libertad de recabar este material para usted -anuncio-. Datos y cifras relativos a Polonia. Por si quiere echarle un vistazo cuando tenga un momento.