– Es posible. Si sucede algo importante, puede que me envien Dios sabe donde.

No habia mas que decir. Ella se apoyo en el, le cogio la mano y la apreto.

La manana del dia catorce la temperatura bajo a diez grados y comenzo a nevar. Era una fuerte nevada primaveral, densa y pesada. Quiza eso cambiara las cosas, quiza calmara los animos de una ciudad apagada y silente. Los telefonos solo sonaban de vez en cuando -eran informadores que propalaban un mismo rumor: los diplomaticos apaciguarian la crisis-, y el teletipo habia enmudecido. De la oficina londinense llegaban cables exigiendo noticias, pero las unicas noticias estaban en Londres, donde, a ultima hora de la manana, Chamberlain habia hecho una declaracion: cuando Gran Bretana y Francia se comprometieron a proteger Checoslovaquia de las agresiones, se referian a las agresiones militares, y esa crisis era diplomatica. Weisz regreso al hotel despues de las siete, cansado y solo.

A las cuatro y media de la manana sono el telefono.

Weisz se levanto de la cama, se acerco a la mesa tambaleandose y cogio el auricular.

– ?Si?

La conexion era horrible. Entre el chisporroteo de las interferencias, la voz de Delahanty se oia lo justo.

– Hola, Carlo, soy yo. ?Que tal todo ahi?

– Esta nevando, con ganas.

– Ya puedes ir haciendo la maleta, muchacho. Nos hemos enterado de que las tropas alemanas estan saliendo de sus cuarteles en los Sudetes, lo que quiere decir que Hitler ya no tiene nada mas que hablar con los checos y que tu te subes al primer tren que salga para Praga. Nuestro hombre en la oficina de Praga ha ido a Eslovaquia (la Eslovaquia independiente, esta manana), donde han cerrado la frontera. Tengo delante un horario y hay un tren a las 5:25. Hemos enviado un cable a la oficina de Praga, te esperan, y tienes reservada una habitacion en el Zlata Husa. ?Necesitas algo mas?

– No, salgo para alla.

– Llama o manda un cable cuando llegues.

Weisz entro en el cuarto de bano, abrio el grifo del agua fria y se lavo la cara. ?Como sabia Delahanty en Paris lo de los movimientos de tropas? Bueno, tenia sus fuentes. Muy buenas fuentes. Fuentes oscuras, tal vez. Weisz hizo el equipaje deprisa, encendio un cigarrillo y, despues, del bolsillo del abrigo, saco el listado que le habia dado el amigo de Christa, se paro a pensar un instante y rebusco en el maletin hasta dar con un comunicado de prensa de doce paginas: «Produccion de acero en el valle del Sarre, 1936-1939», retiro la grapa con sumo cuidado, inserto la lista de nombres entre las paginas diez y once, volvio a poner la grapa e introdujo el documento modificado en medio de un monton de papeles similares. A no ser que llamara a un sastre de confianza, a las cuatro de la manana, para que le hiciera un falso bolsillo, eso era lo mejor que podia hacer.

A continuacion, en una hoja de papel del Adlon, escribio: «Amor mio, me han enviado a Praga, y es probable que cuando termine vuelva a Paris. Te escribire desde alli, te esperare alli. Te quiero, Carlo.»

Metio la carta en un sobre dirigido a Frau Von S., lo cerro y lo dejo en recepcion cuando se fue.

En el expreso de las 5:25, Berlin-Dresde-Praga, Weisz coincidio con otros dos periodistas en un compartimento de primera clase: Simard, una pequena comadreja muy bien vestida de Havas, la agencia de noticias francesa, e Ian Hamilton, con un sombrero de piel con orejeras, del Times de Londres.

– Supongo que habeis oido lo mismo que yo -dijo Weisz mientras dejaba la maleta sobre la rejilla.

– Esos pobres hijos de puta no han tenido suerte -contesto Hamilton-. Ahora Adolf les va a echar el guante.

Simard se encogio de hombros.

– Si, pobres checos, pero siempre podran agradecerselo a Paris y a Londres.

Se acomodaron para el viaje de cuatro horas por lo menos, tal vez mas con la nieve. Simard se quedo dormido y Hamilton se puso a leer el Deutsche Allgemeine Zeitung.

– Hay un articulo sobre Italia -le dijo a Weisz-. ?Lo has visto?

– No. ?De que va?

– De la situacion de la politica italiana, la lucha contra las fuerzas antifascistas. Todas ellas influidas por los bolcheviques, o eso quieren que creas.

Weisz se encogio de hombros. Vaya una novedad.

Hamilton le echo un vistazo a la pagina y leyo:

– «… frustrado por las patrioticas fuerzas de la OVRA…» Dime, Weisz, ?que significa? Aparece de vez en cuando, pero solo suelen usar las iniciales.

– Dicen que significa Operazione di Vigilanza per la Repressione dell' Antifascismo, que seria la organizacion de vigilancia para la represion del antifascismo. Pero hay otra version: he oido que procede de una nota que escribio Mussolini en la que decia que queria una organizacion policial de ambito nacional cuyos tentaculos se introdujeran en la vida italiana como una piovra, que es un mitico pulpo gigante. Pero mecanografiaron mal la palabra y escribieron ovra, y a Mussolini le gusto como sonaba, penso que era aterradora, y OVRA paso a ser el nombre oficial.

– ?En serio? -repuso Hamilton-. Es bueno saberlo. -Saco libreta y lapiz y anoto la historia-. ?Cuidado, que viene la piovra!

Weisz esbozo una agria sonrisa.

– No tiene tanta gracia en la vida real -espeto.

– No, supongo que no. De todas formas cuesta tomarse a ese fulano en serio.

– Lo se -reconocio Weisz.

Mussolini el Bufon, una opinion compartida por muchos, pero lo que habia hecho no era nada divertido.

Hamilton dejo el periodico aleman.

– ?Quieres echarle un vistazo?

– No, gracias.

Hamilton metio una mano en su maleta y saco un libro, El sueno eterno, de Raymond Chandler, que abrio por una pagina con la esquina doblada.

– Es la mejor para los viajes en tren -comento.

Weisz se puso a mirar por la ventana, hipnotizado con la nieve, pensando sobre todo en Christa, en que iria a Paris. Luego cogio la novela de Malraux y comenzo a leer, pero a las tres o cuatro paginas se durmio.

Lo desperto la voz de Hamilton.

– Vaya, vaya -dijo-, mirad a quien tenemos aqui.

Las vias ferreas, que seguian el rio Elba, ahora discurrian paralelas a la carretera, donde, apenas visible a traves de la copiosa nevada, una columna de la Wehrmacht avanzaba hacia el sur, hacia Praga. Camiones llenos de soldados de infanteria apinados bajo las lonas, motocicletas que patinaban, ambulancias, algun que otro coche del Estado Mayor. Los tres periodistas estuvieron observando en silencio y despues, al cabo de unos minutos, trabaron conversacion. Pero la columna no tenia fin y, una hora despues, cuando las vias cruzaron al otro lado del rio, aun se desplazaba con lentitud por la carretera cubierta de nieve. En la siguiente estacion el expreso entro en un apartadero para dejar paso a un tren militar. Tirado por dos locomotoras, ante ellos desfilo un sinfin de vagones plataforma con piezas de artilleria y carros de combate, sus largos canones sobresaliendo por debajo de las lonas afianzadas.

– Igual que la derniere -observo Simard: «la ultima», como la llamaban los franceses.

– Y la siguiente -apunto Hamilton-. Y la que venga despues.

«Y la de Espana», penso Weisz. Y el volveria a escribir sobre ella. Se quedo mirando el convoy hasta que finalizo, con un furgon de cola en cuyo techo habia una ametralladora; la protectora barrera de sacos terreros y los cascos de los soldados estaban blancos por la nieve.

En la siguiente parada prevista, la localidad checa de Kralupy, el tren permanecio en la estacion largo tiempo, la locomotora dando resoplidos de vapor de vez en cuando. Cuando Hamilton se levanto para «ver que pasa», el revisor de primera aparecio en la puerta de su compartimento.

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