– Caballeros, les pido disculpas, pero el tren no puede continuar.

– ?Por que no? -quiso saber Weisz.

– No hemos sido informados -contesto el revisor-. Lamentamos causarles molestias, caballeros, tal vez mas tarde podamos reanudar la marcha.

– ?Es por la nieve? -tercio Hamilton.

– Se lo ruego -replico el revisor-. Lamentamos seriamente causarles molestias.

– Muy bien -dijo Hamilton tomandoselo con filosofia-, pues al carajo. -Se puso en pie y bajo su maleta de un tiron de la rejilla-. ?Donde esta la maldita Praga?

– A unos treinta kilometros de aqui -informo Weisz.

Se bajaron del tren y echaron a andar con dificultad por el anden, rumbo a la cafeteria de la estacion, situada al otro lado de la calle. Alli el dueno llamo por telefono y, veinte minutos mas tarde, se presentaron el taxi de Kralupy y el hosco gigante que lo conducia.

– ?Praga! -exclamo-. ?Praga?

?Como se atrevian a apartarlo de la chimenea y del hogar con semejante tiempo?

Weisz empezo a retirar marcos del Reich del fajo que tenia en el bolsillo.

– Yo tambien pongo -ofrecio Hamilton en voz queda, leyendo los ojos del conductor.

– Yo solo puedo ayudar un poco -dijo Simard-. En Havas…

Weisz y Hamilton le restaron importancia al hecho con la mano. Les daba igual, pertenecian a una clase de viajeros que se valia tradicionalmente de carros de bueyes o elefantes o palanquines con porteadores indigenas, el sobreprecio del taxi de Kralupy apenas merecia comentario.

El vehiculo era un Tatra con una parte trasera que describia una larga curva descendente, la carroceria bulbosa y un faro de mas, como el ojo de un ciclope, entre los dos de costumbre. Weisz y Simard se sentaron en el amplio asiento posterior, mientras que Hamilton se acomodo junto al taxista, que no paraba de refunfunar mientras amusgaba los ojos debido a la nieve y empujaba el volante a medida que se abrian paso derrapando entre los ventisqueros mas altos. Lo de empujar el volante debia deberse a que en su opinion el motor no era fundamental para la locomocion. Los invasores alemanes habian cerrado la carretera de Praga, asi como la via ferrea. En un momento dado tropezaron con un control militar aleman y un soldado mando parar al taxi. Eran dos motocicletas con sidecar que bloqueaban el camino. Sin embargo un resuelto despliegue de carnets de prensa rojos surtio efecto, y les indicaron que podian seguir con un saludo informal con el brazo estirado y un afable: «Heil Hitler

– Praga, ya hemos llegado -anuncio el conductor, deteniendo el taxi en una calle sin nombre a las afueras de la ciudad.

Weisz empezo a discutir en esloveno, distinto del checo, pero de la misma familia.

– Pero no conozco este sitio -arguyo el taxista.

– ?Vaya por ahi! -ordeno Hamilton en aleman, senalando vagamente el sur.

– ?Es usted aleman? -se intereso el conductor.

– No, britanico.

A juzgar por la mirada del taxista eso era peor, pero metio una marcha a lo bruto y siguio adelante.

– Vamos a la plaza Wenceslao -informo Weisz-, en el casco antiguo.

Hamilton tambien se hospedaba en el Zlata Husa -El Ganso Dorado-, mientras que Simard estaba en el Ambassador. Una vez mas, al cruzar un puente sobre el Moldava, los detuvo otro control del ejercito aleman y pasaron gracias a sus carnets de prensa. En los barrios del centro, al sur del rio, apenas se veia un alma: si tu pais esta siendo invadido, mejor quedate en casa. Cuando el taxi entro en la parte antigua y empezo a abrirse camino por las viejas y sinuosas calles, Simard dijo a voz en grito:

– Acabamos de pasar Bilkova, ya casi hemos llegado.

Tenia en las rodillas una Guide Bleu abierta por un mapa.

Cuando el taxista redujo a primera, al tratar de doblar una esquina que no estaba hecha para los automoviles, un muchacho se planto delante del coche moviendo los brazos. A Weisz le dio la impresion de que era estudiante: unos dieciocho anos, con el rubio cabello alborotado y una ajada chaqueta de lana. El conductor solto un juramento, y el coche se calo al pisar a fondo el freno. Luego la puerta de atras se abrio de golpe y otro chico, parecido al primero, se tiro de cabeza a los pies de Weisz. Respiraba con dificultad y reia, en la mano una bandera con la esvastica.

El muchacho que estaba ante el coche se metio con su amigo dentro y se tiraron al suelo, con el rostro encendido.

?Vamos! ?Arranca, deprisa! -grito el primer muchacho.

El conductor, renegando, arranco el taxi, pero cuando empezaron a moverse les golpearon por detras. Weisz, al que casi sacan del asiento, se volvio y vio, por la luneta moteada de nieve, un Opel negro que no habia podido parar en los resbaladizos adoquines y los habia embestido. La parrilla de su radiador despedia una nube de vapor.

El conductor fue a darle a la llave de contacto, pero Weisz chillo:

– ?No se detenga!

No lo hizo. Las ruedas se ladearon, y el coche recupero traccion y se alejo. Tras ellos dos hombres con abrigo salieron del Opel y echaron a correr gritando en aleman:

– ?Alto! ?Policia!

– ?Que policia? -pregunto Hamilton, que observaba desde el asiento de delante-. ?La Gestapo?

De pronto un hombre con un abrigo de cuero negro salio a la carrera de un callejon, en la mano una pistola Luger. Todos se agacharon, en el parabrisas se abrio un agujero y una segunda bala se incrusto en el panel de la puerta trasera. El chaval de la chaqueta de lana chillo: «?Sal de aqui a toda leche!», y el conductor hundio el pie en el acelerador. El de la pistola, que se habia situado delante del taxi, trato de hacerse a un lado, resbalo y se cayo. Se oyo un crujido bajo las ruedas, acompanado de un rabioso chillido. El taxi rozo una pared y, con el conductor pegando volantazos como un loco, doblaron una esquina, viraron bruscamente y enfilaron una calle.

Justo antes de girar Weisz vio al tipo de la pistola, a todas luces dolorido, intentando alejarse a rastras.

– Creo que le hemos pillado un pie.

– Se lo merece -aseguro Hamilton. Y luego, a los muchachos del suelo, en aleman-: ?Quienes sois? -Pregunta de reportero, Weisz se lo noto en la voz.

– Eso da igual -contesto el de la chaqueta de lana, que ahora estaba apoyado en la puerta-. Les hemos quitado la puta bandera.

– ?Sois estudiantes?

Ambos se miraron y, por ultimo, el de la chaqueta de lana respondio:

– Si. Lo eramos.

– Merde -dijo Simard ligeramente irritado, como si hubiera perdido un boton. Se subio con cautela la vuelta de la pernera y dejo al descubierto una herida roja, la sangre corriendole por la espinilla y metiendosele en el calcetin-. Me han dado -anuncio con incredulidad. Saco un panuelo del bolsillo superior de la chaqueta y se puso a darle toquecitos a la herida.

– No hagas eso -aconsejo Hamilton-. Taponala.

– No me digas lo que tengo que hacer -espeto Simard-. Ya me han disparado antes.

– Y a mi tambien -aseguro Hamilton.

– Ejerce presion -tercio Weisz-. Para que deje de sangrar. -Encontro su panuelo, lo agarro por los extremos y lo retorcio para hacer un torniquete.

– Ya lo hago yo -dijo Simard, cogiendo el panuelo. Tenia el rostro muy palido, y Weisz penso que tal vez estuviera en estado de shock.

En el asiento delantero, cuando el taxi bajaba a toda velocidad una calle amplia y desierta, el conductor volvio la cabeza para ver que pasaba atras. Empezo a hablar, se callo y se llevo una mano a la frente. Normal que le doliera la cabeza: un agujero de bala en el parabrisas, las puertas aranadas, el maletero abollado y ahora, encima, sangre en la tapiceria. Detras de ellos, a lo lejos, las notas graves y agudas de una sirena.

El estudiante que sostenia la bandera se arrodillo y miro por la ventanilla.

– Sera mejor que escondas el taxi -le aconsejo al taxista.

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