– ?Esconderlo? ?Debajo de la cama?

– Quiza Pavel… -apunto el otro estudiante.

Su amigo le dijo:

– Si, claro. -Y al conductor-: Un amigo nuestro vive en un edificio que tiene una cuadra en la parte de atras, podemos esconderlo alli. No puedes seguir circulando.

El conductor exhalo un profundo suspiro.

– ?Una cuadra? ?Con caballos?

– Sigue dos calles mas y luego frena y gira a la derecha. Es una calleja, pero cabe un coche.

– ?Que ocurre? -quiso saber Hamilton.

– Hay que esconder el coche -explico Weisz-. Simard, ?quieres ir al hospital?

– ?Esta manana? No, un medico privado, el hotel sabra.

Weisz agarro la Guide Bleu y miro el nombre de una calle.

– ?Puedes andar?

Simard hizo una mueca y despues asintio. Si era necesario…

– Podemos bajarnos cuando gire. Los hoteles no quedan lejos.

Desde una ventana de un salon barroco del Zlata Husa, Carlo Weisz veia desfilar a las tropas nazis por el amplio bulevar que habia frente al hotel, las banderas con las esvasticas rojas y negras recortandose contra la blanca nieve. Ese mismo dia, mas tarde, los periodistas se reunieron en el bar para intercambiar noticias. El primer ministro, Emil Hacha, anciano y enfermo, habia sido citado en Berlin, donde Hitler y Goring estuvieron horas chillandole, jurando que bombardearian Praga hasta dejarla reducida a cenizas, hasta que el viejo se desmayo. Se decia que Hitler temia que lo hubieran matado, pero lo reanimaron y lo obligaron a firmar unos documentos que legitimaban todo el tinglado: ?crisis diplomatica resuelta! El ejercito se quedo en los cuarteles, ya que las defensas checas, en el norte, en los Sudetes, habian sido traicionadas en Munich. Entretanto, los periodicos de todo el continente habian llamado a la tormenta de nieve «El Castigo Divino».

En Berlin, a ultima hora de la tarde, Christa von Schirren telefoneo a la oficina de Reuters. Las noticias de la radio presagiaban que Weisz no se encontraria en el Adlon ese dia, pero queria asegurarse. La secretaria se mostro amable. No, Herr Weisz no podia ponerse al telefono, habia abandonado la ciudad. De todas formas se suponia que habria una carta, un hecho que la inquieto, pero al final fue al Adlon y pregunto si habia algun mensaje para ella. En recepcion el subdirector parecia preocupado, y no respondio de inmediato, como si, a pesar de las numerosas formas, innatas en su oficio, de decir las cosas sin decirlas, en la actualidad hubiese cosas que no pudieran decirse de modo alguno. «Lo lamento, senora, pero no hay ningun mensaje.»

«No -penso ella-, el no haria eso.» Algo pasaba.

En Praga Weisz escribio el cable en mayusculas. «Hoy la vetusta ciudad de Praga ha sido ocupada por los alemanes y la resistencia ha dado comienzo en el casco antiguo, dos estudiantes…»

La contestacion que recibio rezaba: «buen trabajo envia mas delahanty fin.» 18 de marzo, cerca de la localidad de Tarbes, suroeste de Francia.

A ultima hora de la manana S. Kolb escudrinaba un paisaje arido, rocas y maleza, y se enjugaba las gotas de sudor de la frente. El hombre del que un dia aseguraron que tenia «los huevos de un gorila» estaba sentado tieso como un palo, paralizado de miedo. Si, podia vivir una vida clandestina, perseguido por la policia y los agentes secretos, y si, podia sobrevivir entre las viviendas y los callejones de ciudades peligrosas, pero ahora realizaba una tarea que le infundia pavor: conducia un automovil.

Peor, un automovil precioso, de lujo, alquilado en un taller de las afueras de Tarbes. «Es mucho dinero», le dijo el garagiste con voz melancolica, una mano apoyada en el brunido capo del coche. «He de aceptar. Pero, monsieur, yo suplico mucho cuidado, por favor.»

Kolb lo intentaba. Cual rayo, iba a treinta kilometros por hora, las manos blancas sobre el volante. Un movimiento inconsciente de su pie cansado, y se oyo un horrible rugido al que siguio un vertiginoso aceleron. De pronto, detras, un claxon atronador. Kolb echo un vistazo por el retrovisor, cuyo espejo llenaba un coche gigantesco. Cerca, mas cerca, la parrilla cromada del radiador lo miraba con malicia. Kolb pego un volantazo y piso a fondo el freno, deteniendose en el arcen en un extrano angulo. Cuando el torturador lo adelanto a toda pastilla, hizo sonar el claxon por segunda vez. «?Aprende a conducir, tortuga!»

Una hora mas tarde Kolb encontro el pueblo al sur de Toulouse. A partir de alli necesitaba instrucciones. Le habian dicho que el escurridizo coronel Ferrara habia pasado a Francia escabullendose por la frontera espanola, donde, al igual que a otros miles de refugiados, lo habian internado. A los franceses les desagradaba lo de «campo de concentracion», asi que, para ellos, un recinto vigilado y rodeado de alambradas era un «centro de reunion». Y asi lo llamo Kolb, primero en la boulangerie del pueblo. No, no habian oido hablar de ese lugar. ?No? Bueno, de todas formas tomaria una de aquellas estupendas baguettes. Mmm, mejor dos; no, tres. Despues entro en la cremerie: una tajada de ese queso duro de color amarillo, s'il vous plait. Y ese redondo, ?de cabra? No, de oveja. Que se lo pusiera tambien. Ah, por cierto… Pero, en respuesta, solo unos elocuentes hombros encogidos: por alli no habia de eso. En el ultramarino, despues de comprar dos botellas de vino tinto que salio del pitorro de una cuba de madera, lo mismo. Finalmente, en el tabac, la mujer de detras del mostrador desvio la mirada y meneo la cabeza, pero cuando Kolb salio, una muchacha, probablemente la hija, fue tras el y le dibujo un plano en un papel. De regreso al coche, Kolb oyo el inicio de una buena pelea familiar en la tienda.

En marcha de nuevo, Kolb intento seguir el plano. Pero no habia carreteras, eso eran caminos de tierra entre matojos. ?Seria el de la izquierda? No, finalizaba de repente en una pared de roca. Asi que a retroceder. El coche se quejaba lastimeramente, las piedras destrozando los bonitos neumaticos. Al cabo, tras una hora espantosa, dio con el. Alambrada alta, centinelas senegaleses, docenas de hombres arrastrando los pies lentamente hasta la cerca para ver quien llegaba en el imponente automovil.

Tras intercambiar unas palabras, Kolb cruzo la puerta y encontro a un oficial en una oficina, con la nariz cardena de los borrachos y los ojos inyectados en sangre, que lo miraba con hostilidad y recelo desde el otro lado de una mesa improvisada con tablones. El oficial consulto una manoseada lista escrita a maquina y finalmente dijo si, tenemos a ese individuo aqui, ?que quiere de el? «El SSI tiene merito», penso Kolb. Alguien se habia adentrado en las catacumbas de la burocracia francesa y se las habia arreglado, milagrosamente, para hallar justo el hueso que el necesitaba.

Una tragedia familiar, explico Kolb. El hermano de su mujer, ese sonador imprudente, se habia ido a Espana a luchar y ahora se hallaba internado. ?Que se podia hacer? Al pobre diablo se le necesitaba en Italia para llevar el negocio de la familia, un negocio prospero, una bodega en Napoles. Y, lo que era aun peor, la mujer estaba embarazada y desnutrida. ?Cuanto lo necesitaba ella! ?Todos! Naturalmente estaban los gastos, eso se sobreentendia: habria que abonar el alojamiento, la manutencion y los cuidados, tan generosamente provistos por la administracion del campo. Ellos se encargarian de hacerlo. Surgio un abultado sobre que acabo en la mesa. Los ojos inyectados en sangre se desorbitaron, y el sobre se abrio, revelando un grueso fajo de billetes de cien francos. Kolb, haciendo gala de toda la timidez de que fue capaz, dijo que esperaba que fuera bastante.

Cuando el sobre desaparecio en un bolsillo, el oficial pregunto: «?Quiere que lo traigan aqui?» Kolb repuso que preferia ir el mismo en su busca, de manera que llamaron a un sargento. Les llevo un buen rato dar con Ferrara. El campo se extendia interminablemente por un pedregal arcilloso a merced de un viento cortante. No se veia a ninguna mujer, a todas luces las retenian en otra parte. Habia prisioneros de todas las edades, las mejillas hundidas, obviamente mal alimentados, sin afeitar, la ropa hecha jirones. Algunos llevaban mantas para protegerse del frio, otros formaban grupos, los de mas alla jugaban a las cartas en el suelo, utilizando tiras de papel de periodico marcadas con lapiz. Detras de uno de los barracones, una red floja atada a dos postes y colgada a medio camino del suelo. Quiza tuvieran un balon y jugaran al voleibol meses atras, cuando llegaron aqui, penso Kolb.

Al pasar entre los grupos de internados Kolb oyo sobre todo espanol, pero tambien aleman, serbocroata y hungaro. De vez en cuando uno de los hombres le pedia un cigarrillo, y Kolb repartia lo que habia comprado en el tabac, despues se limito a ensenar las manos abiertas: «Lo siento, no me quedan.» El sargento era insistente. «?Habeis visto a un hombre llamado Ferrara? ?Italiano?» De ese modo acabaron encontrandolo, sentado con un amigo, apoyado en la pared de un barracon. Kolb le dio las gracias al sargento, que respondio con el saludo militar y volvio a la oficina.

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